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Carlos Calderón Fajardo (1946-2015)

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Todos viven al menos tres vidas, una real, otra imaginada y otra no percibida.

 

Thomas Bernhard

 

Este es el epígrafe de una antología personal de cuentos que Carlos Calderón Fajardo publicó en 2009, con editorial Casatomada, de Perú. En este volumen, constaban 40 años de oficio, de cuentos, que el mismo autor había seleccionado, corregido y que, en sus propias palabras en el prólogo, le producía una mezcla de satisfacción y desasosiego. Y es que seguramente, al revisar su vida en esas páginas, tantos años de escritura, el autor se reconocía a sí mismo en esta vida tripartita de la que hablaba Bernhard: la escritura, la vida del hombre, la íntima; las esferas, reales, imaginarias y fantásticas por donde transita un escritor. “Sapo zorro hecho toro. Hombre de la curva al camino”(1).

 

Antología íntima. 40 años de historias, de Calderón Fajardo, llegó a mis manos a través de alguien muy apreciado, acompañada de una recomendación, una reflexión sobre la lectura, que podía efectuarse a saltos, sin seguir otro orden establecido que no fuese la itinerancia de los temas, de los gustos particulares. Pero con esa recomendación vino otra, la punta del hilo, una ruta de viaje, si era posible. Y así comencé con ‘El penal’, un relato que, precisamente, juega con esta existencia real y con la imaginaria, con la figura de un hombre que vive en tres sitios distintos: la imaginación de un niño —su esperanza, en realidad—, el muro celeste (¡celeste!) —que podría simbolizar perfectamente el infinito o los caminos por donde se ha ido a viajar—, y el espacio que ocupa en la vereda, detrás de los setos, más que una premonición o un recuerdo, una ausencia que, eventualmente, ha de regresar para corporeizarse en presencia.

 

Hoy, cuando releo sus relatos, me doy cuenta de que ese epígrafe de Bernhard fue más que acertado, pues engloba la situación del autor, los personajes, el lector, dentro de una historia, en un triángulo cuyas fronteras se desdibujan entre la ficción y la realidad. Pero en aquel entonces, cuando hice la primera lectura de la obra de Calderón Fajardo, me llamó la atención el uso descriptivo de los colores, no solo en este relato, sino en otros.

 

“¿Por qué debía ser celeste la pared, Carlos?”, le pregunté cuando nos encontramos en persona, en un conversatorio sobre su obra en la ya desaparecida librería El Sabueso. Me miró con extrañeza y bondad, incitándome a continuar.

 

Celeste era también el auto en el que los padres de un niño, Kleber, protagonista del cuento que lleva ese mismo nombre, se acercaban al paraíso, una playa que parecía ser parte de un angustioso sueño donde se superponían las imágenes del mar a callejuelas oscuras. La figura del padre, etérea, nuevamente, se desdibuja gracias a los colores presentes en la memoria del niño, en la del adulto que evoca al niño que una vez fue. Celeste es la ausencia y la presencia, a la vez, de esos seres que se deslizan entre el cariño y la esperanza de volver.

 

Celeste es el papelito en el que una actriz le deja a su marido una nota, un papel que delata y denuncia una ausencia, en ‘Historias de verdugos’. Celeste, al parecer, no es sino el símbolo de la dualidad entre la ausencia y la presencia de alguien, dentro de la literatura de Calderón Fajardo.

 

Celeste es el color del mar... pero también es verde (recuerdo aún su mirada intrigada, tal vez pensó en por qué esa muchacha chalada le preguntaba por los colores en su obra, si hay cosas más importantes, los personajes, las historias...).

 

Verde es la puerta que conduce al estudio de un misterioso pintor peruano, en ‘La mano izquierda de Dios’, así como verde es la   iguana que sostiene la mujer en el cuadro, la misma mujer retratada en el mismo cuadro, una y otra vez, pintada durante años por Tancredo Luna. El misterio de esa pintura solo le puede ser develado a quien sigue su secreto a través del tiempo, el amigo del pintor que regresa a las nostalgias de París, una ciudad que se vuelve sospechosa bajo cierta luz rosa, pero que conserva algo de vida: una puerta verde, una iguana verde, inmortal. La hija del pintor, que se atribuye sus obras, y que además indaga en las búsquedas de su progenitor, le revela el secreto al amigo, aunque sea una clave críptica: “Un pintor que lo dice todo con un color, que casi no lo es, es un artista extraordinario”. ¿Y qué fue lo que dijo, o trató de decir, Tancredo Luna en ese cuadro, en la misma imagen que reprodujo una y otra vez? La respuesta está en el lenguaje, en la propuesta de una ‘caja china’ que expuso el autor, en el verde, en la dimensión de la palabra.

 

(A esas alturas, yo misma no estaba convencida de tener entre mis dedos un hilo conductor en los relatos de Calderón Fajardo, estaba metida en un mundo impreciso, ubicuo, con manchones de colores —los locos buscan por doquier conexiones con sus propias conexiones—, ergo, veía colores en todos lados, más allá de la iguana verde, más allá de los muros celestes).

 

Ah, pero el sueño es violeta, según el personaje de ‘Suicidio de amor’, no puede ser de otro color, no hay otra manera de conjugar en una sola imagen las múltiples ensoñaciones de un hombre que ve a su mujer encontrándose con el novio antiguo, queriendo quitarse la vida, en un mundo violeta frente a los escaparates, en un mundo que desaparece, se desdibuja gracias al gas que sale de una cocina, real, imaginaria. Él se la imagina intentando una y otra vez, de formas diversas, un suicidio por amor, al tiempo que revive su historia juntos, la historia consigo mismo, mientras el lector no termina de preguntarse, acosado, en ese mundo violeta: ¿quién es Norberto?

 

Norberto, un pobre hombre que sólo piensa en morirse. Porque en ese Norberto había alguien que no dejaba de mirarse diciendo: Este no soy yo, yo no fui así, debajo de mi cuello ahora hay otro que no soy yo; y qué soy, un impotente, un medio maricón, un incapaz, un monstruo de la naturaleza. Hasta los perros Norberto, menos tú, porque si quieres puedes ir al zoológico y constátalo, que toda la naturaleza funciona correctamente menos tú Norberto. Esa es la otra cara de Norberto. Es el del espejo y no tú, resistiéndose al suicidio. El que desea cortarse las venas, ahogarse en la bañera, dejar que la sangre chorree en el lavatorio hasta desangrarse, hasta desaparecer; porque ese espejo es un mar blanco, un mar quieto, extendido, Norberto. El resto de la vida mirándose. A cualquiera le podías mentir menos el espejo.

 

Y es en este relato donde convergen las dos interpretaciones que he realizado sobre los cuentos de Carlos Calderón Fajardo: aquella, la obsesiva consecución de un hilo conductor teñido de colores, y esta, la interpretación cobijada bajo la máxima del epígrafe de la antología íntima, la idea de Bernhard de varias vidas en la vida de un hombre, que puede ser, por supuesto, un personaje.

 

Un personaje que se cree hombre.

 

Un hombre que juega, muchas veces, a ser personaje.

 

Norberto ha muerto, asesinado o víctima de suicidio; Norberto aún muere en el espejo; Norberto mira a su mujer llegar de la calle y preguntarle por Norberto.

 

El personaje vive las vidas imaginarias necesarias en la vida de un hombre.

 

Y eso ocurre en toda esta antología de cuentos de Carlos Calderón Fajardo, personajes que se creen inmersos en sueños que ellos mismos están soñando, transformados en víctimas y victimarios al mismo tiempo, en animales adúlteros, en niños y adultos que se disputan la posesión de los recuerdos:

 

Kleber, el hijo de una mujer humilde, que vivía en un barrio humilde, que murió en un barrio humilde, aquel niño, que sin saber cómo apareció viviendo en un balneario de playa con su padre que apenas conocía, en la casa del que había sido hasta ese momento apenas una sombra que se deslizaba en la cama de su madre, aquel Kleber que nunca entendió por qué se llamaba así, de dónde había salido ese nombre, Kleber era tan distinto a su padre, que nunca pudo librarse de la idea de que estaba dormido, que todo era un sueño, que estaba soñando que ya no vivía en el barrio de siempre, que estaba en una playa misteriosa en lugar de estar en un cuarto de callejón que quedaba en una de las mortecinas calles por las que había correteado Kleber antes de que muriera su madre y (...) pensando en esas lejanas reminiscencias que parecían también un sueño, lanzaba un ataque mortífero sobre las piezas de su padre...

 

Alguien dijo que para entender a Calderón Fajardo, como escritor y como ser humano, había que irse a contemplar el mar, como él mismo tituló una de sus obras: El hombre que mira el mar. Y quizá ahí haya que buscar, el significado de su literatura, en el color de la ausencia. Celeste será, quizá, su presencia, cuando se lo busque en el mar.

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