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Reseña

Caballos en la niebla: ruptura y obsesión

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Toda literatura es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo real, Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte.

Jorge Luis Borges  (Prólogo de Crónicas marcianas, de Ray Bradbury)  

 

La creencia de que la realidad supera a la ficción es una verdad a medias. En la creación literaria los campos son infinitos y a la vez limitados. Las fuentes pueden ser reales o no, lo importante es que una historia tenga verosimilitud cuando es narrada; ergo, el epígrafe de Borges, pues admiro de una manera un tanto lastimera a los amigos o conocidos que tienen toda una biblioteca en sus cerebros, ¡de verdad que la tienen! Respeto mucho esa afición por comerse libros como si fuera otra droga más, u otro escape. Ese no es mi caso. Para mí, los libros son un complemento de todo lo que pasa en la vida, más allá —y dentro— de ella. Sabemos que la experiencia hace al escritor, sí, pero la experiencia no solo de los libros ni únicamente de la vida o de los viajes; es un conjunto de todo eso. Solo a Borges podríamos perdonarle —y por lo mismo— que haya construido una obra inmensa desde su torre de marfil. Esto tampoco quiere decir que dejemos de admirar a Hemingway, por ejemplo, por tener una vida llena de aventuras, una trashumancia digna de un libro en sí misma. 

Recuerdo alguna vez —hace una década o tal vez más— cuando bebía en el famoso Ajicero, ¿lo recuerdan, quiteños? Donde, en una especie de telepatía colectiva, coincidíamos, sino todos, al menos un buen grupo de adeptos a la literatura, la pintura, la música y, por supuesto, a la cebada bien fría, a cualquier hora y en cualquier día de la semana. Digamos, entonces, que era miércoles a las dos de la tarde, y estábamos bebiendo bajo el gran mapa del Ecuador que estaba pegado a la pared, como un lienzo gigante; ese mapa que tenía aún el protocolo de Río de Janeiro de 1942 y en el que la forma de nuestro territorio era la de un país con cola.

Recuerdo que llegó un amigo que traía consigo una biografía de —si no me falla la memoria— Winston Churchill. Él llevaba unas bermudas de jean, lentes forever, y el mamotreto de más de 500 páginas bajo el sobaco. Se sentó y comenzó a hablar sobre su adicción a la lectura, ese compromiso que —viéndolo a través del vaso verde de Mamá Zoilita, la octogenaria dueña del lugar, yo lo veía como algo un tanto impostado— a él le resultaba completamente idóneo y hasta emocionante. Claro, yo no niego que hay libros de los cuales uno se enamora, pero, en mi lista no estaría la biografía de Churchill o de cualquier otro estratega. Recuerdo que opiné, o le dije, que yo cambiaría mil veces todos los libros leídos, por follar como un animal que quiere comerse al mundo. El asunto es que poco a poco fui entendiendo que el mundo de los libros es el mundo de las calles, la vida y el vértigo, pero también comprendí que el mundo de las calles ya no puede existir para mí sin el mundo de los libros, de su vértigo y su propio riesgo.

Pero ¿a dónde quiero llegar con todas estas digresiones? Concreto: a hablar de la primera novela del cuasi joven autor Juan Carlos Moya (Cotopaxi, 1974) y del trabajo que refleja esa narración dentro del ámbito nacional de narradores contemporáneos. Como decía, no toda obra viene netamente de una experiencia vital o de una aventura vivida. Creo que las dos vías son válidas, la anécdota recreada y la invención desde lo imaginativo y, en este caso, la novela Caballos en la niebla (Planeta-Seix Barral, 2014) es una viva muestra de un exhaustivo trabajo de la imaginación, de alguien que tiene obsesiones, fijaciones y parafilias definidas. No estoy diciendo con esto que el autor sea un enfermo mental, sino que las manías de un autor, esas reiteraciones obsesivo-compulsivas, han servido de buena manera para construir una novela en la que uno se encuentra con una prosa pulida y un manejo de atmósferas que afectan a los sentidos del lector de manera contundente.

El libro no habla en sí mismo de ninguna patología del autor, es en el régimen de la corrección donde se sospecha la obsesión por una perfección intentada. No se podría encontrar ningún cabo suelto, ni en sintaxis ni en sentido. Cito: “Un médico no se gradúa en la facultad, en el último año de estudios, ni con sus crípticas tesis doctorales. Un médico se gradúa con honores cuando muere un paciente en sus manos. ¡Qué momento tan místico! ¡Qué instante tan sublime! El cadáver allí y tú, vestido de blanco como un ángel impávido, presenciando el nacimiento de la muerte, la belleza final”.

 Recuerdo al respecto que en una conversación pregunté al autor por esta minuciosidad y él afirmó que fueron más de 17 veces en las que corrigió todas y cada una de las partes de la novela. Si así son las obsesiones, entonces bienvenidas sean.

Claro, hay autores que se han tomado media vida en escribir una sola novela, como dice Roberto Arlt: “El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas”. Pero hay que decir que hay obras magistrales, Bajo el volcán, por ejemplo, que han tardado en gestarse en sus páginas más de una década, y también hay los casos singulares de una obra maestra escrita de una sola sentada, como La isla del tesoro, que, como un juego y con un poco de ayuda de su familia, Stevenson logró plasmar sus primeros 15 capítulos de un tirón en unas vacaciones en las Tierras Altas de Escocia. Todo método de escritura es válido, sea el que fuere, con o sin obsesiones, con o sin drogas, mientras el resultado tenga la calidad que amerita, es decir, estar bien escrita y ser verosímil.

Ahora, hablando del personaje protagonista, Lucas,  de Caballos en la niebla, como bien lo dice Mario Mendoza, autor colombiano de la novela Satanás, “sufre del síndrome del hombre salvaje, y poco a poco se va alejando de la atrofia de la vida citadina. Pero lo que le espera lejos de la civilización, en una cabaña metida entre el bosque, no es mejor: tiene que enfrentarse a sí mismo, a su deterioro físico y psíquico.” Es una novela que trabaja personajes y atmósferas, en la que la interiorización de las dudas existenciales del guardabosques podría ser una duda constante que cualquier ser humano de la actualidad se plantearía: ¿y qué si abandono todo y me interno en la naturaleza? Alguna vez más de uno ha pensado en eso, es el tema universal del retorno a algún origen, aun cuando sepamos que ya ni siquiera pertenecemos a ese origen, como escribía Houellebecq en Las partículas elementales, y parafraseo: suelten a un ser humano de la actualidad en una época pasada donde no haya tecnología ni avances científicos, ese hombre, el actual, sería el ser más inútil sobre la tierra, porque incluso sabiendo de los adelantos, no podría repetirlos por sí mismo, se ha vuelto un ser inútil por su misma comodidad. Así, esta novela, siendo contemporánea, toca un tema clásico y revertido desde los ojos de un guardabosques que ha dejado una gris oficina cualquiera, un cubículo de trabajo en la ciudad, para adentrarse en lo salvaje, sin dejar de cuestionarse muchas cosas, incluso sus propios recuerdos y miedos, sus inseguridades y sus sospechas de la muerte. Parecería que en el fondo, todo esto, sus digresiones, son otro sueño dentro de un sueño más profundo, un tedio, un spleen en el que el personaje se sabe vivo, aunque pareciera no existir dentro el mundo.

Caballos en la niebla ‘rompe’ —como acertadamente se dice en la contraportada— “con la tendencia de aquellas historias repetidas en la ciudad. Esta novela se olvida y aleja de la urbe. Y funda su universo narrativo entre el bosque y el páramo”. Sobre la ciudad se han escrito muchas historias. Tenemos a autores que la han recreado y deconstruido de una manera magistral, como Javier Vásconez, pero la novedad aquí está justo en el hecho de abandonar el puerto seguro y trasladar el discurrir de la ficción a la soledad del páramo y los bosques, no sin antes dejarnos vislumbrar el recorrido de tres asesinos que huyen de los crímenes cometidos o de sí mismos, o los ojos de un perro, Apache, que siempre acompaña al personaje.

Caballos en la niebla es una historia netamente ficcionada desde la invención, en la que, para aportar a su singularidad, no aparece ningún personaje femenino, más que en algún vago recuerdo de Lucas. Esto no quiere decir que sea una historia “políticamente incorrecta”. Va más allá. Hurga en el alma y sus tempestades, arremete contra el vacío y se aferra del mismo, como si no pudiese haber otra salida. Tal vez no la haya. Esta primera novela de Moya dice mucho más de lo que está entre sus líneas, por su propuesta. Y es la actualidad también la que la hace importante, pues hay una ruptura con lo que siempre hemos leído en las estanterías. Desde una influencia faulkneriana, lejana pero presente, hace de la narrativa un lugar fresco y clásico a la vez, para llegar a buen puerto con la satisfacción de un obseso que sabe por dónde va, o al menos lo sospecha. Porque, como dijo el mismo Mendoza: “No es menos real la página que leemos que la calle por la que deambulamos”.

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