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Crónica
Alturas de Machu Picchu: banda sonora de una aventura
La Travesía
Quiero obviarte las incomodidades, las piernas hormigueantes, el dolor de ciática que llega de visita, impertinente, sin anunciarse. Solo te diré que el autobús hace de Quito a Lima 36 horas, contadas como con un reloj de arena que camina más lento pero es del material de las impresionantes dunas que verás, con la azulina luz del amanecer, cuando ingreses a la ciudad con mar de fondo.
Permanece lo que más puedas en ‘Lima la horrible’, como la llamó el escritor Sebastián Salazar Bondy (probablemente porque en su tiempo no existía el barrio Miraflores) y, cuando te canses o se te agote el presupuesto, aborda un autobús hacia el sur. Lleva pastillas para el mareo, pues el rato que menos esperes, el camino se convertirá en una serpiente, en una amaru que trepa la escarpada y lluviosa cordillera andina provocándole mareos y náuseas hasta al más curtido navegante. De repente,un mundo de tejas aparecerá abajo, detrás de la empañada ventanilla. Se trata de El Cusco, la ciudad revelada por el Inti a Mama Ocllo y Manco Capac, la antigua capital del imperio Inca y actual capital histórica del Perú, la ‘Roma de América’, como la llaman algunos en referencia a su cantidad de monumentos. Ha sido cierto aquello de que todos los caminos conducen a Roma, incluso los más enmarañados, incluso los más sagrados de América.
Llegar a la ciudad sagrada de los incas no es fácil. De hecho, cada vez que uno pide indicaciones o derroteros a alguien que ha estado allí, termina más confundido que antes. Así que puedes dejar El Cusco para después, abordar un taxi y pedirle al conductor que te guie. Él te dirá que primero hay que comprar entradas a Machu Picchu porque hay un cupo diario que se agota rápidamente, y conducirá su taxi sobre las callejas de piedra hasta una casa, como todas, de paredes blancas y techo de tejas ocres, en cuya colonial sala han instalado ventanillas y llenado de computadores y perforadoras, de sumadoras y saca grapas, de la siempre fea fauna de oficina. Te llevará después hacia las oficinas de Peru Trail, donde deberás adquirir un ticket para uno de los 2 viajes que el tren hace al amanecer del día siguiente de Ollantaytambo a Machu Picchu Pueblo, o como también se lo conoce: Aguas Calientes.
Hubo un tiempo, no muy remoto, en que viajar en tren del Cusco a Aguas Calientes fue posible, pero debido a que Machu Picchues vulnerable a las masas, se han creado estos procesos que controlan el flujo diario de turistas, que ponen a las personas en el parque como caídas de un gigante cuentagotas, para que no excedan los 600 mil anuales.
Pero como eso ya no es posible, mejor no te preocupes y ve a la estación de microbuses. Págale al taxista las 3 carreras y el servicio, y acomódate lo mejor que puedas en un vehículo para no más de 20 personas y, ocasionalmente, alguna que otra ave de corral y mascota, por no hablar de los infaltables canastos de mimbre y sacos de yute.
De Ollantaytambo te quedarán en la pupila y la memoria, ponchos en diversos tonos de rojo, una calleja por la que puede pasar un escuálido inca, pero no un gordo corcel español; un restaurante con gato gris al que imaginas durmiendo dentro de una olla y, sobre todo, una fortaleza semejante a una escalera que parece haber sido hecha para que un gigante suba la montaña. Fue construido por Pachacútec y durante la conquista sirvió de fuerte a Manco Inca Yupanqui, líder de la resistencia.
Deberás dormir en el pueblo y poner el despertador a las 4:00, pues a las 5:00 tendrás que estar en la estación de Perú Trail, para abordar el ferrocarril que ha de llevarte a Agua Calientes.
Si miras adentro del vagón verás turistas de todo el mundo, especialmente japoneses. Si miras afuera verás el amanecer, un río saltarín y montañas; montañas verdes, cafés, montañas vegetales y minerales.
El tren se detendrá en la estación Puente Ruinas. Deberás ascender entonces por el camino de tierra que tiene el nombre de Hiram Bingham, el descubridor del sitio arqueológico. No lo hagas caminando; el recorrido, largo y extenuante, te dejará sin fuerza ni tiempo para disfrutar de la ciudad perdida de los incas. Mejor toma un autobús y aprovecha, para poder admirar la colosal combinación de naturaleza y arquitectura, la luz de las primeras horas del día. Podría, si le has caído mal a los dioses, estar nublado.
Para hacer la foto de la ciudad con el pico de fondo que tantas millones de veces se ha hecho, es necesario ingresar al parque. La ciudad no aparecerá, como se cree, ante los maravillados ojos del espectador de repente, por algo se llama la ciudad perdida.
Los Jaivas: el rock de las alturas
En 1963, cuando los hermanos Eduardo, Claudio y Gabriel Parra eran compañeros de Eduardo ‘Gato’ Alquinta y Mario Mutis en el Liceo Riverta Cotapos de Viña del Mar, crearon una banda de música tropical, cha cha chá y bosa nova a la que bautizaron The High & Bass, porque el Gato era high, o sea alto, y Mario, bass, es decir, bajo.
Aunque su primera presentación en el Teatro Municipal de Viña fue desastrosa, perfeccionaron su arte en reuniones sociales y fiestas hasta que, 6 años después, la reforma universitaria chilena y los ideales americanistas los indujeran a españolizar el nombre de la banda por Los Jaivas. Empiezan entonces a realizar, con instrumentos eléctricos y tradicionales, una música basada en la improvisación y a fusionar el jazz y el rock con sonidos del folclor latinoamericano.
A pesar de que la banda estuvo más ligada a los ideales pacifistas que a las causas políticas que vivió Chile a inicios de la década del setenta, como lo atestiguan sus discos Todos juntos y Los caminos que se abren, el golpe de Estado perpetrado por Pinochet induce al grupo a trasladarse a Zárate, Argentina, donde graba los álbumes: Los sueños de América y El Indio. Pero como dice el escritor Roberto Bolaño, los nacidos en Chile en la década de los cuarenta no pueden sustraerse de la maldad de los setenta; la detención temporal de Eduardo Parra en Argentina hace que el grupo viaje a París y se instale en una casona del siglo XVIII.
Dieron recitales en teatros, clubes, parques, desiertos, hielos, escenarios de los países más obvios, hasta aquellos de nombres exóticos e impronunciables: Rapa Nui, Kazajistán, Kirguistán. Realizaron giras infatigables y sobrevivieron al destierro, al éxito, a las modas... bueno, Gabriel Parra no sobrevivió a la curva del diablo cercana a Lima. Pero eso fue después. Ahora el percusionista (considerado en su momento uno de los 3 mejores del mundo), está en nuestra memoria, vestido con un poncho rojo, detrás del bombo de una batería que han subido a la colosal Machu Picchu.
La rosa de piedra
No conozco ser de este planeta que no tenga en su cabeza una imagen de Machu Picchu, sitio arqueológico (no ruinas) que fue declarado por la Unesco el 7 de julio de 2007 como una de las nuevas 7 maravillas del mundo.
Una guía me dijo que sobre Machu Picchu nada era seguro, que unos afirman que Pachacutec la mandó a construir en 1400, y otros que Huiracocha 20 años antes. Me dijo que en la ciudad vivían alrededor de mil habitantes, miembros de la panaca o élite, y mitimaes provenientes de todo el imperio dedicados a la agricultura. Me dijo, además, que a la muerte de Pachacútec, Machu Picchu habría perdido importancia porque sus sucesores construyeron sus propias propiedades; porque los mitimaes huyeron de sus alturas durante la guerra civil inca, y porque los nobles también la dejaron para sumarse a la resistencia contra los españoles.
Me dijo que se volvió de difícil acceso, que se alejó tanto de los caminos que a los conquistadores les dio pereza borrar los vestigios con una catedral. Me dijoque en 1867 el empresario Augusto Berns habría explotado las huacas con la venia del presidente José Balta. Me dijo que en 1870 brotó en los mapas como un granito a un adolescente; que en 1894, primero, y en 1902, después, un trío de cuzqueños la habrían explorado y habrían pintado su nombre en las piedras. Me dijo que el gringo Hiram Bingham llegó en 1911 movido por las leyendas, que le desbrozó la yerba y le inauguró la vida pública en 1915, con un artículo en National Geographic. Me dijo que le sacaron 46.332 piezas y que recién en marzo de 2011 empezaron a ser devueltas al Perú. Me dijo que entre 1924 y 1928 se publicaron fotografías que despertaron el interés por el lugar, y que en 1948 se abrió la vía carrozable que asciende por la montaña desde la estación del tren. Me dijo que se podía recorrer el camino del Inca durante 4 días, desde el complejo de Llactapata hasta la puerta de ingreso al sitio arqueológico, pasando por los centros ceremoniales de Sayacmarca, Phuyupatamarca y Wiñay Wayna.
Me dijo muchas cosas, pero como el exceso de información bloquea la mente, apenas tengo imágenes. Recuerdoque observé, por primera vez en tierra y piedra, aquello que había visto desde siempre en papeles y pantallas. Me causó una sensación cercana al sueño, a los déjà vu. Recuerdo el gris de las rocas y el verde de las montañas, terrazas de cultivo, casas de vigías, una puerta en la que siempre hay un turista posando para una foto y, dentro de las habitaciones, los astros temblando sobre la superficie del agua en pequeños morteros tallados en aforamientos rocosos, los bloques poligonales, las ventanas de los muros, la alcoba en la que el sacerdote entraba en trance antes de sacrificar a una virgen sobre un altar.
Recuerdo el calor de la ceja de selva, un mirador con vista a la cordillera, a la quebrada, al vértigo; una roca con forma de cóndor, otra que servía de modelo para los escultores incas. Recuerdo rocas dispersas, otras enamoradas de los astros, un camino interrumpido, lo que queda de un puente clavado en un risco, hacia el otro lado, un camino que asciende, durante minutos, hacia el paisaje.
El reino muerto vive todavía
Ahí estaba yo, pensando que había terminado una de esas cosas que es indispensable hacer en la vida, con la ciudad escondida de los Incas a mis pies, al frente mismo Huayna Picchu. No premedité nada, simplemente recordé que había grabado en mi Ipad Alturas de Machu Picchu, disco que los jaivas compusieron con base en los poemas del Canto General de Pablo Neruda y que, en 1981, interpretaron en la ciudad perdida para el canal de televisión de la Universidad Católica de Chile y para Radio y Televisión Peruana, con textos del escritor Mario Vargas Llosa; obra como pocas realizadas en Latinoamérica y conceptualmente comparable conThe wall life in Berlin, que fue el concierto ofrecido por Pink Floyd en Berlín tras la caída del Muro.
Saqué el artilugio del bolsillo de mi chaqueta, seleccioné ‘Del fuego al fuego’ y comprendí que si bien sobre Machu Picchu se han escrito libros, enciclopedias enteras, eran la literatura y la música los prismas, los caleidoscopioscon que debía verla, in situ, recorriendo con la mirada los vestigios que acababa de explorar: “¿Qué era el hombre?/ ¿En qué parte de su conversación abierta,/ entre los almacenes y los silbidos,/ en cuál de sus movimientos metálicos vivía lo indestructible,/ lo imperecedero, la vida?”
Empezó a sonar con acordes de piano en aquel contenedor de historia, el disco chileno más vendido de todos los tiempos, —por cuanto logra establecer un nexo mágico entre la poesía, la música, el paisaje, el espíritu misterioso, la leyenda de la ciudad y la civilización perdidas—. Y mientras lo hacía, imaginaba a Los Jaivas subiendo escaleras, veía la piedra en la cual el Gato Alquinta tocó una flauta interminable; el pajonal salvaje sobre el cual emplazó los innumerables tambores de su batería.
El paisaje me cantaba por obra y gracia de Los Jaivas y Neruda. Machu Picchu era en ese momento la caja musical que yo había abierto con mi recuerdo. Y mientras los integrantes del grupo subían en mi imaginación la interminable escalera de la ciudad, vestidos de blanco, envueltos en las tinieblas de la noche de roca, empezó a sonar: “Entonces en la escala de la piedra he subido/ Entre la atroz maraña de las selvas perdidas,
hasta ti, Macchu-Picchu”.
Y pude ver una Gibson Les Paul, color negro, fundiéndose con la montañas y las nubes, un grito recorriendo el río Urubamba a bordo de un bajo eléctrico: “Sube conmigo, amor americano/ besa conmigo las piedras secretas ”.
Escuché después, y vi, como a través del ojo de un buey, acordes de piano blanco, de cola, entre las rocas milenarias; notas psicodélicas de un órgano eléctrico; al Gato Alquinta tocando la guitarra clásica; a Patricio Castillo sacándole notas a las sampoñas, soplando una tarka en el tejado del mundo; a Gabriel Parra golpeando el parche de un tambor, causando ecos en la historia; a una indígena del camino férreo mirando perpleja a aquellos hippies de blanco, escuchando ese extraño tributo a sus ancestros, preguntándose qué hacen ese clavecín, ese minimoog, esos sonidos entre sus piedras sagradas: “Águila sideral, viña de bruma./ Bastión perdido, cimitarra ciega./ Águila sideral, cinturón estrellado, pan solemne./ serpiente mineral, rosa de piedra...”.
Y el Huayna Picchu custodiándolo todo, como hace siglos, permitiendo que los chilenos le sacudan la memoria a las piedras, espanten a las alpacas, hagan crecer el césped, escriban la banda sonora de las alas...