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Almudena Grandes: ‘No me considero una escritora femenina

Almudena Grandes es una mujer segura de su palabra. No se sonroja al decir que escribe buenas novelas ni tampoco cuando se define como una persona soberbia. “Tan sobremanera, tan extremadamente soberbia, que a esta debilidad le debo gran parte de mi fortaleza”, dice la escritora española quien estuvo en Guayaquil hace una semana participando en la Feria del Libro Arte y Erotismo, con una apretadísima agenda que la obligaba a estar en cada acto del evento, ya sea leyendo su obra, dando entrevistas, firmando autógrafos, conversando con teóricos literarios o posando para la foto de rigor. De seguro, a la gente de Guayaquil le durará mucho tiempo su imagen.

Si algo le interesa a Almudena Grandes es contar la historia de su país desde la literatura y, como para ella lo personal es político, fragmentos de su vida posfranquista (y la de toda su generación) se retratan en los cuentos y novelas que ha escrito. Actualmente, la autora ha emprendido la tarea de publicar seis libros dedicados a la resistencia durante la posguerra española. Hasta el momento, lleva dos: Inés y la alegría y El lector de Julio Verne.

En todo caso, al hablar sobre y con Almudena, es imposible no remitirse a sus obras más célebres: Las edades de Lulú y Malena es un nombre de tango. La primera tuvo un gran éxito de ventas que inmediatamente Bigas Luna le hizo una adaptación fílmica que por suerte, incomodó a muchos.

Los epílogos de sus dos últimas novelas (Inés y la alegría y El lector de Julio Verne) narran la época de transición española, sin embargo, no dejan de remitirnos a las infancias de Lulú o de Malena, a pesar de que sus historias sean diferentes, ¿hay un diálogo voluntario que quiere evidenciar entre su obra reciente y la de 1989?

Tardé bastante en darme cuenta de eso. Quizá hay escritores que son capaces de comprender lo que hacen en el momento en que lo hacen, yo necesito un poco más de tiempo. Me di cuenta que, de alguna manera, siempre he escrito sobre el siglo XX. Empecé escribiendo la segunda parte de la historia y ahora estoy escribiendo la primera, lo cual no es tan extraño, teniendo en cuenta la época en la que viví. Yo nací en 1960 y cuando Franco murió tenía 15 años. Fui una niña del franquismo, una adolescente de la transición, una joven de la movida. No tengo ningún problema con que me llamen escritora femenina, porque soy una mujer y, evidentemente, yo asumo que la escritura tiene género, en el sentido que hay dos o tres cosas en el mundo que son distintas si las vive un hombre o una mujer. Ahora bien, ¿eso divide al mundo por la mitad? No. La riqueza y la pobreza dividen mucho más que el género.Para la gente de nuestra edad, nos sentíamos como los elegidos para la gloria. Éramos como los primeros españoles en muchos años que no teníamos complejos, que habíamos vivido en democracia, que podíamos viajar por el mundo. Tuvimos la sensación que lo que nos estaba pasando era extraordinario. Mi generación era extraordinaria porque vivimos una especie de adolescencia universal. Cuando yo estrenaba mi vida, mi ciudad y país se estrenaban a sí mismos también. Era como ser adolescente en un país adolescente y, cuando empecé a escribir, para mí lo más urgente era describir eso: qué nos había pasado, por qué teníamos esa conciencia de haber sido únicos, de haber sido privilegiados. Entonces, empecé a escribir sobre mi generación, sobre los conflictos de su identidad y analicé eso desde todos los puntos de vista posibles. Y claro, cuando cumplí 40 años fue el momento en el que eché la vista atrás y dije: “Bueno, nosotros en realidad nos íbamos a comer el mundo y no nos hemos comido nada ¿Y qué ha pasado aquí?”. Entendí que no podía contar la historia del país en el que yo había vivido si no contaba su pasado reciente. Comprendí que lo único que explicaba lo que me había pasado a mí era lo que le había pasado a mis abuelos. Y, entonces, emprendí esa tarea. Por eso digo que siempre he contado lo mismo, lo que pasa es que la segunda parte la he contando antes que la primera.

¿Cómo fue el proceso de narrar la historia de ese periodo cuando usted ha señalado que fue educada en un país que nunca existió?

Esa es una cosa que ha marcado mucho mi vida, yo creo que más a la vida de las mujeres. Es verdad que la dictadura de Franco evolucionó en algunos aspectos a lo largo del tiempo, sobre todo en lo económico y desde que los norteamericanos pusieron bases militares en España; cambió la apariencia del régimen, digamos que renunciaron a la parafernalia fascista, al saludo fascista, pero, en profundidad, el régimen apenas cambió y, la mejor prueba de eso, fue la educación. Nos dieron una educación de posguerra, que era la misma que recibieron mis padres, de tal manera que nos educaron para vivir en un país que nunca existió, en un país ficticio. Yo siempre digo que a mí me educaron para ser una señora de casa y, sin embargo, me he pasado toda la vida negociando contratos, poniéndome colorada porque hablar de dinero es de mal gusto, y sin saber qué hacer. Todo eso forma parte de la distorsión de mi generación. Nos prepararon para vivir en país y, cuando fuimos adultos, ese país había desaparecido.

¿Pero aún quedaban los restos del franquismo en la vida de los españoles después de su muerte?

El franquismo duró como 40 años y prácticamente se murió con el dictador. En España, 10 años después de la muerte de Franco, no quedaba nada en la forma de vida de los españoles, en su concepto de la historia del mundo de la vida, en la moral pública, en la forma de relacionarse, no quedaba nada de la dictadura. Entonces, lo que me impulsa a escribir sobre el pasado es que yo me parezco mucho más a mis abuelos que a mis padres. Es la sensación de que en mi vida hay una distorsión, algo que es anormal, porque se parece más a la vida de mis abuelos. Mis padres se quedaron encajonados (toda su generación) en un país que volvió al siglo XIX. En los treinta, la generación de mis abuelos fue la más moderna de Europa y nosotros fuimos los más modernos en los ochenta, y en el medio había una generación perdida; ahora miramos a esa época y es como si nunca hubiera pasado. Lo que quiero decir es que mi elección no es gratuita, o sea, para mí, ser española es un problema, y yo escribo para intentar resolver el problema de lo que significa ser española. Por eso la memoria pesa tanto en los escritores españoles de mi edad.

¿Este impulso y necesidad por contar la historia se remonta a su época estudiantil, cuando decidió estudiar Historia y Geografía?

No lo sé, pues cuando tenía 20 años esto que estoy contando me interesaba muy poco. Cuando fui a la universidad lo que me interesaba era la movida, salir mucho por la noche, pasármelo muy bien, ligar, emborracharme y todo eso. Pero luego, la vida se ha encargado de ponerme en mi sitio. Cuando yo estudié Historia, no elegí la historia contemporánea, me parecía una vulgaridad estudiarla. Y, sin embargo, la vida me devolvió a un lugar donde yo no había querido estar. Yo soy novelista, escritora, mi compromiso primordial es con la literatura, mi obligación es escribir buenas novelas y, para hacer eso, es fundamental tener libertad de decidir, pero cuando escribes una novela basada en hechos reales, tienes que ser capaz de combinar esa libertad con una determinada lealtad a la verdad, no digo fidelidad. La ley de la historia es la verdad, la ley de la literatura es la verosimilitud, y el terreno en el que se encuentra la verdad y la verosimilitud es la lealtad histórica. Entonces, yo he encontrado una forma de conjugarlas para escribir buenos libros, y esa fórmula me la ha dado mi formación como historiadora.

Hace algunos meses usted señaló que la literatura es una mejor herramienta para contar historias que la historia misma...

Más que mejor es eficaz. Creo que los historiadores son como los hermanos mayores de los escritores de novelas como las que hago. Sin ellos no podríamos hacer nada. Tengo muchos amigos historiadores que, aunque no salen en la televisión y no les hacen anuncios de sus libros, están haciendo algo verdaderamente importante para cambiar la historia de mi país, porque son ellos los que establecerán otra verdad oficial. Un historiador y un novelista son como dos coches que se cruzan a la misma velocidad en una carreta con direcciones contrarias. Un historiador tiene que escribir historias verdaderas aunque parezcan mentira, y tiene que documentar exhaustivamente cada palabra que escribe. Un novelista se inventa de la A a la Z una historia que tiene que parecer verdad, pero que puede ser mentira. Por eso, la novela puede ser más eficaz que la historia porque su territorio es el de la emoción. Ese es el milagro de la literatura, que alguien que no te conoce porque vivió hace siglos y porque vivió en lugar totalmente distante sea capaz de contarte su vida. Una buena novela puede lograr una identificación con el lector muy superior a lo que puede lograr un libro de historia, aunque es un error pensar que los historiadores no escriben bien, pues además, deben tener mucha imaginación, sin imaginación no puedes ser historiador. Ellos tienen la capacidad para interpretar lo que ocurrió pero no pueden decirlo, pues esa no es su obligación, pero yo si puedo interpretar, yo lleno esa laguna con ficción.

A pesar de que sus últimas obras tienen una connotación explícitamente política, novelas más íntimas como Las edades de Lulú guardan un sentido personal-político...

En efecto, es una novela política, y eso es difícil de explicar fuera de España. Durante la dictadura de Franco la Iglesia Católica y el Estado eran la misma cosa. En España, durante 37 años, no existía libertad de expresión ni tampoco libertad de pecado. Digamos que los pecados te llevaban a la cárcel, como el adulterio y la homosexualidad. Había una identificación total del Código Moral de la Iglesia con el Código Civil y Penal. Durante muchos años vivir en España era asfixiante. Por ejemplo, un hombre y una mujer no podían tomar una habitación en un hotel sin el consentimiento familiar, había una reprimenda brutal. En ese contexto, el sexo también tenía una dimensión política, pues era una forma de oponerse a la dictadura. Había determinadas acciones, no muy escandalosos, como no llevar sujetador, aunque por esa desobediencia te podían arrestar, ya que todo era considerado como escándalo público. Digamos que eso recoge el libro. Hay un momento en que Lulú le dice a Pablo que si lo que han hecho le va a contar a su hermano, y él le dice que no, pues aquello no deja se socavar los cimientos del régimen. En ese sentido, Las edades de Lulú es una novela política. Yo siempre digo que debe ser la única novela erótica de la historia en la que el protagonista es líder del partido comunista.

¿El sexo como una experiencia (y condición) natural a la cual uno siempre puede acudir para contrarrestar el abuso de poder contra el cuerpo y las mentes?

Las edades de Lulú es una novela erótica en la que el sexo no se agota en sí mismo. Es importante en sí mismo, pero también por lo que tiene como señal de identidad de un grupo humano determinado, de una gente determinada que ha vivido en un país que los ha situado en el margen de una realidad. Entre los partidarios de esa novela hubo mucha gente que la leyó como una educación sentimental de una generación que eran capaces de reconocer en esa actitud algo que era propio de ellos, en ese sentido, era una novela política, como Malena es un nombre de tango, porque además, cuentan la historia desde un punto de vista femenino, en un país donde las mujeres fueron las que más perdieron después de la guerra, las que más cambiaron después de la muerte de Franco.

A pesar de esto, usted ha señalado que la literatura femenina le interesa poco, porque cree que en los últimos tiempos ha desembocado en el mismo error del machismo.

Es verdad que mis primeras novelas, y en mi primer libro de cuentos, las protagonistas eran mujeres, y eso tiene un sentido, en la medida en que yo intenté contar los conflictos de mi generación. Es una literatura muy testimonial, me apegué mucho a mi propia existencia. Entonces, para contar esas historias, yo me sentía mucho más cómoda y honesta escribiendo desde un punto de vista femenino. A partir de Los aires difíciles, que es la novela en la que cambia todo, ya no tenía más qué contar de las chicas de la movida, me aburrí de mirarlas, y empecé a elegir a los protagonistas en función de la rentabilidad narrativa. Por ejemplo, el protagonista de El corazón helado es hombre, pero también hay una mujer, aunque me parezco más a él. Al igual que Gustave Flaubert dijo “Madame Bovary c’est moi”, “Álvaro Carrión soy yo”. Cuando me ha convenido he tenido personajes femeninos.

¿Y cuándo no le convienen?

Por ejemplo, en El lector de Julio Verne el protagonista es un niño, porque una niña no habría tenido la libertad de movimiento fundamental para escribir la novela. Yo no me considero una escritora femenina, excepto si hablo con alguien que considera a todos los hombres que escriben como escritores masculinos. No tengo ningún problema con que me llamen escritora femenina, porque soy una mujer y, evidentemente, yo asumo que la escritura tiene género, en el sentido que hay dos o tres cosas en el mundo que son distintas si las vive un hombre o una mujer. Ahora bien, ¿eso divide al mundo por la mitad? No. La riqueza y la pobreza dividen mucho más que el género, por ejemplo. Con una voz femenina se puede explicar exactamente igual el mundo que con una voz masculina. Si yo he leído Moby-Dick, que es una novela en la que no hay una sola mujer, y la única hembra que hay es una ballena asesina, y me he emocionado, yo no entiendo que haya un hombre que diga que no se puede leer un libro escrito por una mujer que no es para él. Escribir es mirar el mundo, y cada uno cuenta lo que pasa por los filtros de su memoria, de su ideología, de sus experiencias. Hay una literatura femenina organizada que responde a otros intereses que no tienen nada que ver con la escritura en sí.

Pasando al plano de la situación española actual, ¿de qué manera la crisis que están atravesando ha afectado al entorno cultural de su país?

El principal drama que tenemos en España es la situación de la educación pública, porque cuando se habla de cultura lo más importante es la educación. Hay una crisis económica que en realidad no es productiva, sino un ataque sistemático contra al estado de bienestar. Es decir, se pretende privatizarlo todo y, así, los ricos ganarán más y los pobres vivirán peor, y claro, la cultura es una víctima más de esa política porque cae la inversión pública en ese sector. Específicamente el caso del cine es terrorífico, porque vivimos en un mundo en el que si no hay ayuda del Estado, el cine en Europa desparece ya que no puede soportar la competencia desleal de los lobbies norteamericanos. Al Gobierno actual de mi país, la cultura le importa muy poco, pues si se cae la cultura, se debilita el pensamiento crítico y se forma una ciudadanía más dócil. Mucha gente en mi país dice que eso no es una crisis sino una estafa. Por ello, en un país donde la educación es universal y gratuita, al igual que la sanidad y las pensiones, los poderes financieros están perdiendo mucho dinero.

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