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Alejandra en el país de las pesadillas

Dibujo de Alejandra Pizarnik, incluido en Pizarnik, A. (2010). Dos poemas iniciales. Madrid: Del centro editores. Imagen: www.alejandrapizarnik.blosgpot.com
Dibujo de Alejandra Pizarnik, incluido en Pizarnik, A. (2010). Dos poemas iniciales. Madrid: Del centro editores. Imagen: www.alejandrapizarnik.blosgpot.com
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Son las cuatro y media de la mañana del 25 de septiembre de 1972 y la niña loba llora desesperadamente. Una etapa marcada de melancolía y con la locura de sombra son motivos suficientes como para no salir a pasear. El corazón roto de una niña ha envejecido de repente. Está en el jardín. Mira a los pájaros. Llega lo terrible, ese espacio no es ilusión, sino la pérdida de la inocencia. Se aparece lo trágico, el desgarro, cuando el ave le confiesa que ella nunca tendrá “a quién regalar un pájaro”. Es un jardín oscuro, ella se mezcla entre hojas negras. Ahí se queda (1).

A sus 28 años, Pizarnik, quien se ubica entre las más intensas y originales escritoras de la literatura argentina, se mira al espejo y sigue contemplando el rostro de una pequeña. Es incapaz de desprenderse de la imagen de la que fue y, con ella, de su tristeza, su soledad y su pavor. Carga con ella la fascinación por la infancia perdida. Vive con la urgencia del retorno y la imposibilidad. Años más tarde diría: “Recuerdo mi niñez/ cuando yo era una anciana. Las flores morían en mis manos, recuerdo las negras mañanas de sol cuando era niña/ es decir ayer/ es decir hace siglos” (2).

Sobre la persistencia de la infancia y su inevitabilidad construye Pizarnik, sin duda, su obra. Desea el regreso, pero la permanencia de la niñez la atormenta. A esta edad, en la que sería una de sus obras más controvertidas y comentadas, en un extracto de la piedra de locura, expone: “Hablo como en mí se habla/ No mi voz obstinada en parecer una voz humana, sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque”(3)

Solo vino a ver el jardín y se fue

Una de las frases que más obsesionaban a Alejandra está en Alicia en el país de las maravillas, dicha por su protagonista: “Solo vine a ver el jardín”. “Para mí y para Alicia, el jardín sería el lugar de la cita o, dicho con las palabras de Mircea Eliade, el centro del mundo. Lo cual me sugiere esta frase: ‘El jardín es verde en el cerebro’. Frase mía que me conduce a otra siguiente de Georges Bachelard, que espero recordar fielmente: ‘El jardín del recuerdo-sueño, perdido en un más allá del pasado verdadero’”, señala Alejandra. Es así que sus estudiosos han concordado que la escritura habría sido para Pizarnik el resorte de salida a esa locura, a la fragmentación, a lo trágico existencial, que se activaría desde la nostalgia del origen.

Debido a su fascinación por este texto, Pizarnik hace una recreación de Alicia en el país de las maravillas que, estructurada bajo epígrafes tales como ‘La caída’, ‘El centro del mundo’ o ‘Cuando nada pasa’, que ponen en relación inmediata el discurso con el mito. Así, un personaje ‘A.’ deja abierta la posible identificación con Alicia o con Alejandra. El personaje, en definitiva, álter ego de Alejandra, sabe que todo lo que desea es llegar al centro del mundo y ver el jardín. Alejandra lo visita una y otra vez para comprobar que “no era el que buscaba, el que quería”.

‘Ametrallándose’ con anfetaminas

Alejandra se sigue viendo en el espejo. Se siente fea, tiene la piel áspera, tartamudea, es bajita y con tendencia a engordar. Combina la evocación sartriana y aún faulkneriana con el tabaco y la vestimenta desaliñada. En este deslinde peligroso, parece obsesionada con su peso, y ello favorece un abuso: la ingestión de anfetaminas. Así procura olvidar rasgos que acomplejan su carácter, como el asma y el acné.

Tenía a Jorge Luis Borges como profesor dos veces por semana. Iba mucho a la librería y poco a clases. Jean-Paul Sartre era uno de sus máximos referentes. Era de clase media, judía, bisexual, transgresora en todo sentido, en medio de una sociedad culturalmente burguesa. Asumía su sexualidad siendo poeta, ya que en esa época los homosexuales debían estar ocultos. Su presencia física, su vestimenta, siempre desentonaba entre la sociedad porteña burguesa. Gozaba un extraordinario talento de sintetizar en pocas palabras grandes verdades. Llevaba un abandono insalvable, dependía de la gente que la rodeaba.

En una entrevista, Fernando Noy, íntimo amigo de Alejandra, confiesa que su relación con ella era bastante difícil. Para empezar, ‘la Pizarnik’ era alguien imprevisible y muy escurridiza. Pasaban hasta tres días sin dormir leyendo y bebiendo mientras se ‘ametrallaba’ de anfetaminas. “Cuando se mudaba de casa siempre tenía más remedios que valijas. Tomaba medicina para despertarse, para dormir, para estar bien, para sonreír. Era una mujer que tenía vida de noche. No dormía nunca”, señala Noy. “Alejandra era de las personas que se fascinaba rápidamente con la gente, y luego venían las insistentes llamadas a las dos o tres de la madrugada, lo cual para muchos resultaba agotador, pero Olga Orozco ya estaba resignada a enviarte verbalmente una renovación de cierto Salvoconducto Milagroso para seguir adelante contra toda pavura”, señala.

Un día Alejandra le hizo una propuesta a Fernando: “¿Podrías hacerme el gran favor de sostener mi cabeza algunos minutos bajo el agua de la pileta cuando ya adormecida por las pastillas pueda al fin partir...?”. Él dijo sí de inmediato. “Mintiéndole, con el corazón en la boca, disimulando mi espanto tras la falsa sonrisa”, señaló Noy. El haber encontrado al fin un cómplice para ese pacto ya sellado la iluminó de alegría. “La certeza, en el fondo falsa, con que te había dicho ‘contá conmigo’, surtió efecto. Por suerte, incluso para mí, nunca volvió a hablarme de este asunto”, dice Noy, quien hace dos años publicó en Internet una carta dedicaba a Pizarnik, titulada ‘Amor más allá de la suerte’.

En el siguiente párrafo trata sobre los posibles motivos de su muerte: “Silvina 5, tu amada imposible, había sido la primera en enterarse, aunque jamás le entregaran una carta donde te despedías de ella porque ya no soportabas sobrevivir sin su amor... Por algo en La Nación del domingo anterior habías publicado un poema donde de algún modo anunciabas tu partida, en frases que dejaban bien claro la decisión: ‘Sentada en el fondo del río ha perdido la sombra, no los deseos de ser, de perder... El caballero de las muertas de rojo ha llegado en su búsqueda y la lleva sin él... La que no supo morirse de amor y por eso nada aprendió... Ella está triste porque no está...’”. Las últimas líneas de Alejandra terminaron convirtiéndose en sentencia, igual que lo último que dejó anotado en la pizarra de su departamento, el 25 de septiembre de 1972, antes de administrarse una dosis de 50 pastillas de Seconal: “No quiero ir más que hasta el fondo”.

Y por las noches el cuerpo se hizo verbo

¿A Alejandra le dolía vivir? ¿El dolor se iba escribiendo? ¿El mal se apaciguaba como un niño cuando ella empuñaba su mano?, se preguntan sus lectores. Se conoce que la palabra era su último aliento, aunque a veces tedioso y frustrante. Escribía desde los huesos, porque más allá del sufrimiento, escribía de lo esencial con lo esencial: “Deseo de escribir, de no escribir, de escribir brutalmente, de escribir con dulzura y serenidad. Novela y poesía: ambigüedad y autenticidad. Al mismo tiempo, esta seguridad de no estar preparada para escribir. Esto se relaciona con mi obsesión de la hora. Lo que me preocupa, y cómo y cuánto, es mi desconocimiento del español. Un lenguaje bello. Es lo único que me importa. Decir mediante palabras vivas, llenas de sabor y de color”(6). Alejandra quiso elegir la palabra como imperio único. El tema del desdoblamiento, el continuo diálogo con la ‘Otra’ impregna los textos.

La poeta tiende a presentarse como una cantora nocturna. En la noche el sentimiento de la ausencia se adensa. Admira la noche, es su propio tiempo. La oscuridad remite a misterio, al mal, al fin: “Entre otras cosas escribo para que no suceda lo que temo, para que lo que me hiere no sea, para alejar al Malo. Se ha dicho que el poeta es un gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implica exorcizar, conjurar, y además reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, desgarradora. Porque todos estamos heridos”(7).

Según algunos estudios, existe un alto número de artistas establecidos, más de lo esperado por el simple azar, que sufren o han sufrido desórdenes de la conducta: un cuadro maníaco depresivo o un pico de depresión grave. El miedo a la locura y al paso del tiempo es patente en tres escritoras importantes: Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath. Y, a pesar de que Pizarnik podría caer fácilmente para muchos estudiosos y lectores en esa desazón que orilla a los locos, continúa siendo una de las poetas argentinas más comentadas de los últimos cincuenta años. No se trata solo de la ‘poeta de la muerte’, sino también de una escritora extraordinariamente lúcida.

Alejandra Pizarnik, vista por uno de sus lectores, aún tratando de descifrarla. Ilustración: cortesía Yuliana Marcillo

Retorna a su país, al de los sueños y al del Mal

Alejandra admiraba mucho la poesía francesa, más que la española, adoraba el surrealismo francés. Su mirada se posaba sobre James Joyce, André Breton, Marcel Proust, André Gide, Paúl Claudel, Søren Kierkegaard, Henri Michaux, Isidore Lucien Ducasse (conocido como ‘Conde de Lautréamont’), Georges Bataille. En su mayoría franceses que representaban el surrealismo, y sus seguidores en la Argentina, como Enrique Molina u Olga Orozco, de quien era gran amiga. Y también los románticos y los neorrománticos Nerval, Hölderlin y Rilke. Se alimentaba de las canciones de Édith Piaf, de los tangos de Discépolo, de la Biblia, del Talmud; conocía las poesías galaico-portuguesas del siglo XIV, las famosas cantigas.

Se pasaba horas pensando en adjetivos, a las palabras las representaba con colores para ver si querían decir lo que ella pretendía. Utilizaba tarjetas y en cada una de ellas iba ubicando cada palabra, las regaba en su cama y ahí comenzaba a armar el poema, cual rompecabezas. Sus diarios estaban llenos de decenas de citas de escritores, como parte de su proceso de escritura. Lo que decía parecía tan absolutamente sensato, que ocultaba la originalidad de su mirada: tenía el don del adjetivo infalible y la mirada agresivamente fresca, como lo revelan sus estudios sobre Silvina Ocampo, Octavio Paz y Julio Cortázar, entre muchos otros.

En 1954, ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. No aprobó ninguna materia. Un año después, abandonó la carrera y publicó su primer libro: La tierra más ajena. La autora luego le negará a esta obra el más mínimo reconocimiento. En 1956 publica La última inocencia, dedicado a su terapeuta, León Ostrov, de quien según testimonios, estuvo enamorada. Le siguió Aventuras perdidas, que se editó en 1958, señala Piña en Alejandra Pizarnik: una biografía.

París, una ciudad cortada a su medida. “Iré a París, me salvaré”, habría dicho. Ahí estuvo viviendo cuatro años. Se conectó con muchos poetas. Y se ganó la vida trabajando de correctora. Vivía arriba de un restaurante chino, su habitación olía a camarones durante el día. Los cuatro años que Pizarnik residió en Francia, parecen haber sido los de un florecimiento personal: algunos de sus mejores poemas los escribió ahí, mientras se las arreglaba para sobrevivir como correctora. Es en la capital francesa donde establece sólidos vínculos amistosos con el mexicano Octavio Paz y el argentino Julio Cortázar. La primera edición de Árbol de Diana (1962) fue realizada en la capital francesa, resalta Piña.

Pizarnik retornó a Argentina en 1964. Del éxtasis de vivir París pasó a una profunda depresión. Ya no encontraba en Buenos Aires su espacio. Al año siguiente publicó Los trabajos y las noches. El 18 de enero de 1967 fallece Elías, su padre, a causa de un infarto.

Este hecho marca ‘mortalmente’ a Alejandra y posterior a eso escribe Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971).

Ya en 1971, sus conocidos se turnaban para hacer dormir a Alejandra, para lo cual había que contarle cuentos o leerle poemas, para retirarse después como del cuarto de un niño.

El último libro que leyó fue Niebla, de Miguel Unamuno, se lo prestó su amigo Fernando Noy, cuando se reunieron una noche en alguna plaza de Buenos Aires. Al día siguiente se mató. La historia era la de un suicida.

Cuando leo que dije soledad y silencio...

Cuando leo que dije soledad y silencio
me descubro al instante, en un rincón
de la habitación miedosa y perdida pero
reencontrada de alguna manera. Aunque
nada de esto tenga que ver con la
validez o deficiencia de lo que escribo,
sé, de una manera visionaria que moriré
de poesía. Esto no lo comprendo
perfectamente, es vago, es lejano, pero
lo sé y lo aseguro. Tal vez ya sienta los
síntomas iniciales: dolor en donde se
respira, sensación de estar perdiendo
mucha sangre por alguna herida que no
ubico.
(Diarios: 260).


Notas:

1.- Se hace alusión al poema ‘Niña en jardín’ (1970-1971).

2.- Fragmento de La piedra de locura (1968).

3.- Del poema ‘El despertar de las aventuras perdidas’ (1958).

4.- A Silvina Ocampo, escritora argentina, esposa de Adolfo Bioy Casares, se la vinculó sentimentalmente con Alejandra Pizarnik. Otros decían que era el ‘amor imposible’ de Pizarnik, aunque su biógrafa, Cristina Piña, niegue después ese romance.

5.- Fragmento extraído de un documento titulado Resúmenes de varios diarios (1962-1964).

6.- Entrevista de Martha Isabel Moia, publicada en El deseo de la palabra (1972). Barcelona: Ocnos.

7.- Fragmento de La piedra de locura (1968).

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