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Alberto Durero, retrato del artista como artesano
Por Edwin Alcarás, especial desde Madrid para cartóNPiedra
Uno. Albrecht Dürer
En la Edad Media, en Europa, todo era más claro –y más honesto y más feliz-: el estatuto del artista estaba establecido con la solidez de la piedra: no existía. El artista no era más que un artesano. Y ya. No había dudas, ni poses, ni rasgarse de vestiduras como ocurre en los tiempos que corren. Cierto es que de vez cuando florecía por ahí algún desadaptado que trataba de sobresalir sobre sus congéneres evocando a una dama inefable o representando alguna leyenda pagana. Pero lo normal era que no. El individuo no era más que un ejecutor manual de la obra de arte. Uno más en el plan divino. Un maestro, en el sentido que hoy se usa para otros oficios igual de nobles como el de sastre o carpintero. Es decir alguien cuyo valor se medía en razón de su destreza manual y su pericia técnica. Tal era su brillo. Y tal su felicidad.
Pero en el siglo XV las cosas se malograron rápidamente. Un puñado de artesanos geniales transformaron la percepción de su arte de un modo radical y perentorio. Uno de ellos se llamaba Albrecht Dürer y había nacido en Nüremberg, en 1471. Hijo de un orfebre de origen húngaro, había dedicado su vida a cultivar el grabado, una nueva forma de arte basada en la recién inventada imprenta. Esta nueva tecnología revolucionaba la idea de la “obra” única e irrepetible representada por antonomasia en el óleo. El grabado producía piezas de formato necesariamente limitado (muchas veces miniaturas) y en blanco y negro. Por supuesto, por su naturaleza de reproducciones resultaban más baratas. Pronto esta nueva manera del arte se extendió enormemente por toda Europa. Era apenas lógico pues puso el arte al alcance de la gente de pie: los panaderos, los herreros, los campesinos, los poetas trashumantes, los zapateros... consumían sobre todo las estampas grabadas que ilustraban los naipes. No hay que olvidar que la baraja junto con la cerveza, constituía una dimensión fundamental de la vida cotidiana en el siglo XV. Como en la del XXI.
El joven Dürer era bien parecido aunque demasiado flaco. Tuvo desde niño un horror inmenso hacia la muerte. De sus 18 hermanos solo tres llegaron a la edad adulta. Y los otros dos eran igual de flacos que él. A los otros 15 se los cargó la peste o el frío o la tristeza. Seguramente por eso se definía a sí mismo como melancólico. Igual que sus hermanos, aprendió de su padre el oficio de la orfebrería. Sin embargo, muy pronto quedó patente que Albrecht era distinto. Estaba tocado por el talento. En la adolescencia, después de mucho hacer, su padre cede y lo inscribe en el taller de Michael Wolgemut, conocido dibujante de la localidad. Allí aprendería el joven cuanto se podía aprender de la herencia del arte gótico que ornaba los arrabales de la Edad Media. Comprendió lo que se podía sobre la luz y la sombra, la anatomía, la perspectiva, la cromática… Pero también sobre el estatuto social del artista, su necesaria dependencia económica de los poderoso, la realpolitik del arte…
Poco después, en 1490, cuando ajustó 19 años, realizó su primer viaje de iniciación. Peregrinó para conocer a los maestros cuyos grabados encontraba en los libros, en los naipes o incluso en las paredes de las posadas de su pueblo. Fue primero a Colmar para darle la mano al maestro Martin Schongauer, pero nada más llegar se enteró de que este había muerto hacía un año. No se amilanó. Siguió hacia Basilea, en la actual Suiza, y Estrasburgo, actual Francia. Grabando en xilografías (que es la impresión a partir de madera) la famosa La Nave de los locos, de Sebastian Brant, conoció que la vida no era lo contrario de la muerte, sino su complemento frágil y fugitivo.
En 1494 se produjo su segundo viaje y el primero a Italia, una travesía iniciática para él, y –digámoslo todo- para toda la humanidad. Regresó distinto, otro. Tanto que incluso decidió alterar su nombre. En 1495, cuando pisó de nuevo Nüremberg, se llamaba Alberto Durero y era el primer artista germano en adoptar las nuevas ideas estéticas de la vanguardia europea, concentrada entonces en Italia, y que empezaban a llamar, -un poco histéricamente para el gusto del momento- Renacimiento.
Dos. El cobre y la tabla
Un grabado sigue siendo lo que fue al principio, en tiempos de Durero: un dibujo trabajado a través de incisiones realizadas sobre una superficie de madera o de metal que luego se imprime sobre láminas de papel o de cartón.
Y también sigue simbolizando lo que simbolizaba en aquellos tiempos remotos: pues un grabado es una exploración visual de la realidad, una idealización de aspectos interiores del dibujante, una ilustración de las ideas que obsesionan a una época, un esfuerzo imitativo, un intento de igualarse con el Hacedor de todo lo que sobre el mundo ha sido. Un grabado -pongámonos de acuerdo- era y sigue siendo un acto temerario. Una bravuconada metafísica.
Igual que cualquier forma de arte visual, el grabado también empezó con la imitación de la figura humana, eso que llamamos ahora -con cierta nostalgia y con cierta ironía- figurativismo. Y se desplazó con los siglos hacia la imitación de ideas, intuiciones, ensoñaciones sin forma específica, es decir hacia aquello que ahora llamamos -con cierto escepticismo y cierto espanto- arte abstracto. Pero sea lo que fuere que imite o deje de imitar, la idea de grabar un pedazo de la realidad sobre una superficie de papel fue y sigue siendo, como decimos, un atrevimiento metafísico.
En tiempos de Durero, la temeridad tenía dos caminos: el buril o la xilografía. Él escogió ambos. A ambos los revolucionó. Y con ellos, a nosotros, aún hoy, cinco siglos después.
El buril es un punzón terminado de un lado en punta y de otro en un pomo, que se usaba para desprender los filamentos de una plancha de cobre. El dibujo grabado en la superficie se imprimía sobre láminas de papel, un soporte relativamente nuevo, introducido no hacía mucho desde China. La técnica de impresión más antigua era la xilografía, que tenía el mismo principio pero que se hacía sobre madera. La diferencia de los materiales se nota en las impresiones finales. La xilografía produce trazos gruesos ricos en expresividad pero, comparados con el buril, no tan agudos ni finos.
La diferencia queda clara en el trabajo –en la sensibilidad- de Durero.
En 1498, el artista se vuelve empresario. Financia de su bolsillo una edición ilustrada del libro bíblico de El Apocalipsis. Era la primera vez que un artesano se atrevía a un proyecto estético-comercial de tamaña ambición. Creía que su habilidad con la xilografía le devolvería esa plata multiplicada. Y no se equivocó. Las 15 imágenes, compuestas con una vehemencia expresiva inusual (que busca la impresión del espectador, su rendición inmediata, no su razonamiento ni su penetración reflexiva), fueron un éxito rotundo. El nombre de Durero se consolidó en todo el continente.
En cambio el artesano genial escogió la técnica del buril cuando quiso hacer alarde de su refinamiento espiritual y su agudeza intelectual. Ahí están sus famosas estampas San Antonio, El caballero, la muerte y el diablo, Retrato de Erasmo de Roterdam o la celebérrima La melancolía. En ellos la técnica del buril se vuelve vehículo de una penetración psicológica poco conocida en la época. La intuición metafísica y el conocimiento del corazón humano se expresan en la delicadeza del dibujo, a tenor de un nivel de perfección técnica que bordea los límites de la cordura.
En San Antonio, por ejemplo, grabado de 1594, Durero plantea toda una posible teoría del conocimiento a través de dos o tres elementos dispuestos bajo la clave de ese virtuosismo manual, de un apabullante manejo de la artesanía. Es una estampa de pequeño formato, de no más de 15 cm por lado, en la que se ve al santo sentado a las afueras de una ciudad medieval que se levanta, ampulosa, a sus espaldas. Sus edificios, sus torres, sus puentes, su grandilocuencia, su vastedad, su suficiencia, se muestran con delicadeza, pero de modo tajante, en un segundo plano. Antonio sostiene un libro en las manos. Por la hora (es el crepúsculo) y por la postura cansada de su cuerpo agazapado, se entiende que es un libro de oración. Ha hecho una pausa en la lectura y ahora está mirando distraídamente algún lugar indeterminado de lontananza.
El plano de atención, entonces, se va dividiendo de acuerdo a los descubrimientos sucesivos que propone la escena: el santo huye de la ciudad -vale decir del mundo y su ruido- y trata de refugiarse en la praxis espiritual representada por la palabra y el libro (artefacto-fetiche por excelencia de la civilización y la cultura), pero tampoco esta puede mantener concentrada la atención del hombre. Entonces como solución existencial aparece la naturaleza y su llamado plástico a través de la luz del crepúsculo. Durero parece decirnos que lo que no se halla ni en el mundo ni en los libros habrá que ir buscarlo en la vida. Tenía 24 años cuando acometió esta imagen mínima, esta breve y dulce audacia estilística. Ya entonces era un maestro. Un tipo que mostraba –entonces y para siempre- lo que los seres humanos son capaces con una idea y una técnica.
Tres. Ruptura interior
El mundo conocido moría por entonces. En el aire se olía el final de una época pero todavía no se intuía qué venía luego. Era un desplazamiento que removía las entrañas mismas del tiempo, mientras los artefactos transformaban a las gentes en bestias nuevas e indeterminadas, en animales compleja y sutilmente diferentes.
O sea más o menos como ahora.
La misma noción de autor –incluso de individuo, socialmente hablando- era muy reciente para Durero. La relación con el infinito, con el misterio, con la duda, empezaban a trasladarse desde las instituciones y las ideas hacia las personas específicas. El grabado fue el instrumento de independencia de Durero, pero también su posibilidad real –es decir económica- de sobrevivir. El estatuto clásico del artista como mero artesano empezaba a modificarse al ritmo que iba cambiando la relación de la humanidad con el misterio de su existencia, con su anhelo de trascendencia, con su hambre de Dios. Pero también en la medida en que el artesano iba cobrando consciencia, en los hechos, de su individualidad. La sospecha mordía las almas y los corazones iban cayendo dulcemente en el escepticismo.
En este contexto, el hecho de que un artista pudiera vender sus propios grabados y pudiera vivir de su propia producción artística (sin atarse a un noble mecenas o a la iglesia) significó, en los hechos, que su posición dentro de la sociedad, y del mundo en general, se alteró sustancialmente. El individuo, su anatomía física y moral, pasaba lentamente al centro del universo y con él, un puñado de artistas se volvía grandes personalidades del mundo conocido.
En la década que va desde 1495 hasta 1505 Durero instaló su taller en su ciudad natal y produjo algunas de las obras referenciales de la historia del grabado y de la historia de la Humanidad. En la ingente correspondencia que mantuvo con amigos y clientes, bromeaba diciendo que si se hubiera dedicado a producir grabados, en lugar de perder el tiempo esforzándose con los óleos (que podían tomarle cuando menos una semana de trabajo) hubiese acumulado al menos 1000 florines, toda una fortuna para la época, si se tiene en cuenta que por un retrato al óleo cobraba unos 10 florines. La misma cantidad que costaban 10 grabados, pero realizados en un tiempo mucho menor.
Por entonces acuñó el conocido monograma con el que acostumbraba firmar sus obras, una unión geometrizada de sus dos iniciales, AD. Como si se tratara de una provocación (juego más norma, ars más ingenium) lo colocaba en los lugares menos sospechados: en las cabezas de los clavos con que fijaron las manos de Cristo en la cruz, en la corteza del árbol del Bien y del Mal, en el suelo de la habitación donde Gabriel se apareció a María… Y también se puso a sí mismo como personaje de sus escenas. Toda una extravagancia para la época. Y, además, una declaración de intenciones: el artista era un individuo digno de todos los honores, y del privilegio más alto: el de ser retratado.
Sus grabados se distribuían por toda Europa a través de varios comerciantes (hoy diríamos marchantes) de arte. Pero también a través de unos divulgadores tan efectivos como indeseados: los falsificadores. Concha Huidrobro, jefa de la Sección de Grabados de la Biblioteca Nacional de España y curadora de la muestra Durero grabador. Del Gótico al Renacimiento (más en el recuadro), cuenta que Durero protagonizó uno de los procesos más llamativos por derechos de autor de la época. Entre 1502 y 1503 el artista había producido el grabado Vida de la Virgen, pero en 1505, cuando hizo su segundo viaje a Italia, se encontró con que su obra la vendían firmada por un tal Marcantonio Raimondi, un joven entusiasta de quien se quejó Durero ante el Senado de Venecia. Resultó que Raimondi admiraba fervorosamente el dibujo del alemán e imitaba todo cuanto de él llegaba a Italia. Lo cual no obstaba para que también hiciera algunos a centavos a costa de su ídolo. La autoridad le dio la razón a Durero, pero Huidrobro cree que, como ese, hubo muchos otros casos que Durero no llegó a detectar.
Era evidente que cada vez más se trasformaba en una celebridad de talla continental. En Italia y los Países Bajos (los dos territorios por excelencia del arte en aquel tiempo) sus obras se cotizaban cada vez más alto y su nombre se pronunciaba con respeto y admiración. Estuvo, además, entre los pocos artistas que recibieron trato privilegiado en ciudades flamencas como Amberes o Brujas.
Durero se murió el 6 de abril de 1528. No tenía 57 años. Willibald Pirckheimer, probablemente su mejor amigo y quien acompañó más de cerca muchas de las transformaciones y los descubrimientos interiores del artista, escribió un epitafio obvio, pero también misterioso. Puso: “En memoria de Alberto Durero. Todo lo que en él había de mortal está enterrado bajo este túmulo”.
Cuatro. Las líneas del misterio
Durero, como todo hombre sensible de su época, experimentaba deseo por la belleza en todas sus formas. Una voracidad hacia la conmoción y el rapto estético del arte y del conocimiento que hizo fama con el nombre de Renacimiento. Pero no era un hombre culto. No tenía latín. Que es como decir ahora no que no tuviera inglés sino que no tuviera la Secundaria. Fue un hombre autodidacta que respetaba sus límites. Su gran sueño –fiel al fetiche civilizatorio del que tampoco nosotros nos hemos podido desembarazar- fue escribir un tratado sobre las proporciones del cuerpo humano y la manera de representarlas a través del arte del dibujo.
Se sabía experto en su arte-artesanía, pero su deseo mayor, el propósito secreto que lastimaba su orgullo, era ese tratado con el cual se transformaría frente a sus propios ojos no solo en maestro sino en Artista, con mayúscula. Finalmente, poco antes de su muerte, en 1528, vio publicada su obra de Antropometría en cuatro tomos. La ironía de la historia –a la que el periodista italiano Indro Montanelli comparó certeramente con una mujer veleidosa- ha querido que ahora atesoremos el libro de Durero debido básicamente a sus copiosas ilustraciones sobre el cuerpo.
Sin embargo, en esas obras está contenido el pensamiento vital de Durero. Una verbalización franca, universal en su humidad –como él mismo, como su pintura- que bien podría simbolizarse con esta frase suya: “La expresión suprema de la belleza es la sencillez”. Un apotegma que empieza en las manos, como núcleo vivo de la práctica artística, y regresa a ellas, ya como una realización que está más allá (lo que en el arte siempre significa más acá) de las palabras.
La muestra en Madrid
La exposición Durero grabador. Del gótico al renacimiento, de Alberto Durero (1471-1538), enseña un panorama del grabado alemán con piezas de las escuelas de Nuremberg, Augsburgo, Basilea, Estrasburgo y Sajonia.
También se exhiben estampas de los artistas de su época, entre los que se encuentran los pintores más importantes, junto con él, del Renacimiento alemán, como Hans Holbein, Lucas Cranach, Hans Baldung Grien o Albrecht Altdorfer. Así como de grabadores muy populares en su época, como los hermanos Beham, Georg Pencz, Heinrich Aldegrever.
La Biblioteca Nacional de España, conserva 69 buriles, 3 aguafuertes y unas 150 xilografías, más algunos libros con ilustraciones atribuidas a él y sus tres tratados. De todos estos grabados hay, en muchos casos, varios ejemplares, con un total aproximado de unas 500 estampas.
La mayoría de estos fondos procede de la colección de Valentín Carderera, adquirida por el estado en 1867 y que fue el origen del Gabinete de Bellas Artes de la Biblioteca Nacional, así como del Fondo de Recuperación de Obras de Arte, que pasó a formar parte de dicho Gabinete en 1948. Posteriormente se recibió la donación del Gran carro triunfal, en 1912 y se adquirió el Triunfo de Maximiliano, en 1994. Las últimas adquisiciones del Servicio de Dibujos y Grabados de obras de Durero han sido el Retrato de Erasmo de Rotterdam (2005) y Tres campesinos conversando (2009), por lo que la colección sigue enriqueciéndose en la actualidad.