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Vida y muerte en los cementerios de París

Vida y muerte en los cementerios de París
03 de marzo de 2013 - 00:00

Los cementerios de París están colmados de muertos antiguos, cada vez más antiguos.

Desde luego, esto no significa que en el reino de la pasarela la muerte haya pasado de moda, pero es admirable cómo se las arreglan los cementerios para que su viejísima paz no sea violada por las estruendosas marcas de los frescos sepelios. Son tan antiguos sus difuntos que nadie los llora puesto que también los deudos han perecido, de tal manera que además de muertos han terminado huérfanos.

El pretérito es tan consistente que el tiempo se ha convertido en piedra y la memoria en olvido.

Por eso, en estos grandiosos cementerios se respira a eternidad y la desolación de sus tumbas está menos cerca del dolor, que del recogimiento, la soledad y la poesía.

Cientos de hectáreas de callejuelas pobladas de panteones, mausoleos, tumbas y árboles pródigos en sombra. Y cuervos descendientes de los cuervos de Egar Allan Poe picoteando el musgo de las cruces oxidadas. Y gatos vagabundos que viven a sus anchas sus siete vidas, como en el mundo de H. P. Lovecraff.

Y pensar que, como en todas partes, los cementerios de París también fueron inaugurados con una sola tumba. Y pensar que, al instante, como cuando el viento esparce la semilla en tierra pródiga, creció el camposanto y se multiplicó en varios cementerios por las orillas de la ciudad luz. Muy pronto se destacó el cementerio de los Santos Inocentes, que creció como un incendio hasta convertirse más bien en Moridero. Hace unos dos siglos se lo borró del mapa parisino, por falta de higiene y exceso de vergüenza ante su patetismo incluso macabro. De ese cementerio han quedado las legendarias Catacumbas, un tejido de túneles y socavones donde reciben la visita torrencial de turistas los cientos de miles de osamentas y calaveras del tiempo de las guerras y las pestes.

Con los siglos de los siglos, los grandes cementerios parisinos ya no están fuera de la ciudad, donde se guardaba la muerte para que no se confundiera con la vida.

Hoy, forman parte de ella hasta tal punto que en tres pasos, se puede emerger  del marasmo del metro y extraviarse voluntariamente entre las tumbas milenarias. Nada mejor para la salud del espíritu, se dicen los parisinos, y allí se los ve, besuqueándose, caminando entre susurros o, solitarios, llenando sus pulmones de aire antiguo y leyendo epitafios borrosos, palabras de piedra enmudecidas, como pronunciadas en el fondo de las aguas.


II

Cómo inaugurar un bosque con una flor, así, con la tumba de una niña de cinco años se inauguró el cementerio del Pére-Lachaise. Los parisinos protestaron, pero no por ello que más bien era simbólico, sino porque el nuevo cementerio resultaba tan distante como si sus difuntos, además de convertirse en polvo, fueran condenados al destierro. Como si la muerte no formara parte medular de la vida. Como si morirse fuera una enfermedad contagiosa.

En esos tiempos las revueltas daban sentido a la existencia, así es que los parisinos por poco se levantan en unánime huelga, no de hambre sino de muerte: si no acercan a la ciudad el cementerio, no moriremos aunque nos lleven a la mazmorra/ no moriremos aunque nos maten. Ante ello, los napoleónicos creadores del camposanto tuvieron una idea genial: trasladar de otros cementerios un buen número de muertos célebres, por ejemplo, Molière, La Fontaine, los despojos míticos de la trágica pareja, Héloïse y Abélard.

De tal manera que en un abrir y cerrar de ojos se legitimó de manera contundente al distante cementerio y, de paso, la niña-flor se sintió rodeada de abuelas y abuelos insignes. Con ese atractivo, la gente se sintió satisfecha e incluso se dedicó a morir tranquila, a sabiendas de que al menos en la tumba gozaría de un privilegiado vecindario. Dos siglos después, el tiempo y las aguas, no siempre cristalinas, permitieron que la ciudad se desplazara como si se atrasara a alguna cita, hasta abrazar el cementerio.

Actualmente, basta con cruzar la calle para mudarse del furor del metro a su paz absoluta. Más de cuarenta hectáreas de callejuelas y árboles habitados de panteones, mausoleos y tumbas, que parecen los resquicios yertos de una ciudad sumergida.

El atractivo que lo ha convertido en uno de los cementerios más prestigiosos del mundo es albergar todo un firmamento de estrellas apagadas, de las cuales hay una constelación que aún destellan y titilan.

La tumba de Jim Morrison, por ejemplo, en la que han debido cambiar de lápida cinco veces porque sus devotos dejan una flor o un verso o un bareto, a cambio de un trozo de lápida. La de Oscar Wilde, cubierta de besos de sus fans, aunque la efigie egipcia cuyas espaldas simulan sostener la tumba ha sido emasculada con homofóbica saña.

La de Marcel Proust, una plancha de mármol negro y un jarrón de flores frescas, que es un ejemplo de sobriedad, desolación y paz. La de Molière, que tiene una lápida de piedra que las zarpas del tiempo la han vuelto piedra cósmica, eterna, más que la misma muerte. En ella, sin embargo, destella un epitafio fresco, igual que sus morisquetas tragicómicas: «Aquí yace Moliére, el rey de los actores. En este momento hace de muerto, y de verdad que lo hace muy bien».

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