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También se llama Miriam

También se llama Miriam
17 de febrero de 2013 - 00:00

En junio de 1945, Mademoiselle publicó a un autor desconocido, demasiado joven, demasiado rubio. Meses más tarde, en octubre, en una modesta guerra literaria por conseguirlo dentro de sus filas, Harper’s Bazaar consiguió publicar su segundo relato, “Un árbol de noche”. Triunfó Mademoiselle que en la edición de diciembre del mismo año publicó su tercer cuento, “La jarra de plata”. Seguía siendo joven, seguía demasiado rubio, pero a inicios de 1946 ya era señalado como el nuevo talento del año.

Estos tres textos, más que los primeros intentos de un narrador poco experimentado –en ese momento Capote tenía solo 21 años– constituyen el punto de partida para comprender el universo narrativo que durante su intensa trayectoria lo convertirían en un escritor reconocido por la crítica y elevado a culto por los lectores. Si bien todos siguen una misma línea –la presencia de un elemento extraño dentro de la vida cotidiana de los personajes– “Miriam”, el primer relato, es uno de los pocos textos de Capote que forman parte del canon de la literatura fantástica.

El argumento es simple, excesivamente simple. Una viuda de mediana edad, Mrs. H. T. Miller, cuya vida transcurre anodinamente en una rutina consoladora, un día conoce a Miriam, una niña extraña, vestida como una muñeca de porcelana, con el cabello platea---do y un rasgo distintivo: sus ojos son firmes, nada infantiles y parecen consumirle el rostro. A partir de este primer encuentro en la marquesina de un cine, una noche la niña visita a Mrs. Miller. Sin saber cómo consiguió su dirección y después de escuchar el zumbido insistente del timbre, Mrs. Miller abre la puerta y la niña entra en su departamento.

El espacio íntimo es trastocado por la presencia de Miriam como si su presencia llenara de polvo lo que antes había sido limpiado. La pulcritud de la viuda se enfrenta a la pulsión instintiva de Miriam. La tensión de Mrs. Miller se refleja en la indiferencia de Miriam que camina por el departamento como si fuese suyo mientras suena el movimiento de su vestido de seda blanca. Un vestido de seda, blanco y ridículo para una niña, porque Miriam –lo presentimos– no es una niña. Pero la oscuridad y el silencio del mundo que se proyecta sobre la nieve de afuera y se refleja en el departamento de Mrs. Miller parece enceguecerlo todo.

En unos minutos de distracción, mientras Mrs. Miller le prepara algo de comer, Miriam se dirige al cuarto –el espacio velado–, abre el joyero de la viuda y toma un objeto. Cuando Mrs. Miller la descubre, Miriam responde: “Aquí no hay nada de valor. Pero me gusta esto”. Es un camafeo dorado, regalo del difunto esposo de Mrs. Miller. Miriam continúa: “Es hermoso  y lo quiero yo. Démelo”. En ese momento, esa niña de apariencia fantasmática se introduce de manera perversa en la vida de Mrs. Miller.

La viuda, que desde hacía varios años vivía sola, le interesaban pocas cosas, y rara vez se aventuraba más allá de la esquina, le entrega el camafeo: un objeto sin valor que tenía guardado en su dormitorio –o tal vez escondido– y que representa, no sabemos si el amor, pero al menos sí el deseo de su esposo muerto. Con esto, deposita en Miriam, en el cuello de Miriam, su representación: su propia existencia como sujeto de deseo y como presencia de vida. Y  con eso le entrega, simbólicamente, algo que no se advierte en un principio.

Mrs. Miller ya no puede dar marcha atrás. Capote, casi sin que el lector se dé cuenta, nos lleva de la presencia extraña de una niña en la vida de una anciana hacia la presencia fantasmal del doble. La introducción de lo siniestro sirve para construir la atmósfera fantástica del cuento. Para Freud, lo siniestro, estado previo a la angustia, era aquello que había quedado reprimido en una etapa anterior, en una época psíquica primitiva y ya superada, pero que con el tiempo, a partir de cierta circunstancia, regresaba para transformar lo familiar.

La presencia de Miriam empieza a producir en Mrs. Miller una continua sensación de angustia. Al día siguiente, el lunes, pasa el día acostada en un estado de agitación febril. Pero no tiene fiebre. No está físicamente enferma. Sin embargo, en sus sueños, consigue distinguir uno: una niña pequeña, vestida de novia, encabeza una procesión. Nadie sabe a dónde los lleva, pero es hermosa como una flor congelada, blanca y deslumbrante.

El martes sale a la calle y siente que un hombre la persigue. Entra en una floristería y compra un ramo de rosas blancas. Continua caminando por la ciudad, compra cerezas y un pastel de almendra, los dulces que Miriam había extrañado dos noches atrás. Mrs.

Miller no lo reconoce, pero sabe que va a volver. Las compras, aunque insignificantes, constituyen los elementos que se necesitan para llevar a cabo el ritual. El doble, cuya presencia señala cómo se ha desvanecido el límite entre la fantasía y la realidad, se ha presentificado y reclama algo de quien lo invoca.

Entonces Mrs. Miller la recibe: “A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quien era”. La anciana la observa: “A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso.

La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada…”. Miriam le pide que abra la caja que ha traído y Mrs. Miller encuentra otra muñeca: la de ella.

Asustada por la materialidad de ese objeto que es ella, la viuda abandona el departamento y va en busca de sus vecinos –a los que nunca ha conocido–. Les pide que registren su casa y echen a la niña. Capote no nos sorprende. Cuando el vecino, un hombre joven regresa a buscar a Mrs. Miller, le cuenta que en su departamento no había nadie. Mrs. Miller regresa. Capote tampoco nos sorprende: “Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía… El cuarto cedía bajo una ola de murmullos”.
 
Miriam sigue ahí.

La presencia de Miriam, que otros no pueden ver, seguramente reanimó en Mrs. Miller aquello que durante los últimos años de su vida había sido reprimido: el deseo de la vida. Y este deseo tenía valor en cuanto no era visto, en cuanto era algo oculto, velado, que no se manifestaba. Por tanto, Miriam, el deseo de la vida, el deseo del deseo, representa, por oposición, el estado anímico actual de la viuda: la pulsión de la muerte. Freud sostenía que el doble invierte el sentido del sujeto, para convertirse en el aseguramiento de la supervivencia o en el siniestro epígrafe de la muerte.

El cuento termina con la voz de la niña. Esa noche, en ese ritual que se ha preparado, Mrs. Miller acepta la convivencia esquizofrénica con Miriam o sigue la procesión. Sigue a una niña vestida de novia. Sigue el movimiento de la seda y lleva entre sus manos un ramo de rosas blancas. Ella misma, Mrs. Miller –que también se llama Miriam– atiende y guía su propio funeral.

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