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Perdámonos, la leyenda inasible de Chet Baker

Perdámonos, la leyenda inasible de Chet Baker
24 de febrero de 2013 - 00:00

El hotel Prins Hendrik es un modesto alojamiento frente a la estación ferroviaria de Ámsterdam. Tiene 42 habitaciones y una placa escrita en inglés junto a la puerta principal: “El trompetista y cantante Chet Baker murió aquí el 13 de mayo de 1988. Vivirá en su música para cualquiera que esté dispuesto a escucharla y sentir”.

Cuando voló desde la ventana abierta del cuarto 210, en el segundo piso del Prins Hendrik, para estrellarse contra el pavimento, Baker tenía 58 años y unas cantidades nada recomendables de cocaína y heroína en la sangre. Llevaba también un largo tiempo convertido en una caricatura, desdentada y yonqui, de la leyenda artística que supo ser.  

La foto del final casi no guardaba rasgos de aquel joven de aspecto despreocupado y peinado “a lo Elvis”, que había fascinado al público y a la crítica jazzera cerca de cuatro décadas antes. En opinión del empresario televisivo y compositor Steve Allen, Baker “empezó como James Dean y terminó como Charles Manson”, el conocido criminal estadounidense.

Veloz ascenso
Su ascenso al estrellato fue tan veloz como fugaz su permanencia en él. Llevaba apenas un par de años trajinando las jam sessions de la Costa Oeste, cuando ganó una audición para actuar en la banda soporte de una gloria en decadencia: Charlie “Bird” Parker, el mejor saxo de la historia del jazz. Era la primavera de 1952, el padre del be-bop lo comparó con el gran Bix Beiderbecke por su estilo “puro y simple”, y el anonimato se esfumó para siempre.

De inmediato saltó al célebre “pianoless quartet” de Gerry Mulligan, otro saxofonista de excepción. Como el local donde actuaban no contaba con un piano, tuvieron que “arreglarse” únicamente con saxo, trompeta, bajo y batería. Mulligan y Baker combinaron elementos del be-bop y del swing para sellar la partida de nacimiento del “cool” o West Coast Jazz. El fraseo melancólico y dulce del trompetista fue desde entonces la mejor definición y el atractivo de ese estilo. Que se completaba con su pinta de actor hollywoodense para seducir al público femenino: las presentaciones del cuarteto en el club The Haig de Los Ángeles siempre contaban, en la primera fila de mesas, con las explosivas bellezas de Marilyn Monroe y Jane Russell. Como casi todos, las divas pedían escuchar una y otra vez “My funny Valentine”, la marca registrada de Chet y del cuarteto.

Pero la magia duró tan solo un año y un puñado de discos antológicos. Mulligan fue encarcelado por posesión de narcóticos -heroína, la droga “clásica” entre los músicos de entonces, que Chet ya consumía y que pronto acabaría con Charlie Parker- y su ladero pasó a ser el solista líder de un grupo propio. Encuestas de publicaciones especializadas como DownBeat consideraron a Baker el mejor trompetista de los años 1953 y 1954, en tiempos en que Louis Armstrong conservaba su rango estelar, y también despuntaba un tal Miles Davis. Y, curioso para muchos, esas encuestas lo ubicaron cuarto entre los cantantes más destacados, luego de grabar “Chet Baker sings” en el 54, donde mostró que su voz podía tener la misma ternura y tristeza que su trompeta.

24-2-13-Chet-BakerLa adicción
Talento, prestigio, fama y mujeres. Alrededor, o en el centro, la adicción. La vieja parábola de quien, supuestamente, lo tiene todo y lo desperdicia. Para finales de la década del 50 Baker comenzó a derrapar por terrenos cada vez más desparejos, guiado por la traicionera ficción que la heroína colocaba ante sus ojos. Luego de pasar varios meses en la prisión de Riker’s Island, en 1959 lo tentaron para cruzar el Atlántico y actuar en Europa, donde permanecería hasta mediados de los 60.  

Baker pensó, además, que en el Viejo Continente encontraría una política menos estricta respecto de las drogas. Pero se equivocó. Las deportaciones se volvieron una constante en el historial de sus giras y pasó casi un año y medio preso en Italia. Aunque no era un adicto violento o conflictivo, su fama lo precedía y le ganaba sospechas por portación de nombre. Las discográficas, advertidas de estos antecedentes, empezaron a evitarlo y a no firmar acuerdos de largo plazo con él.

Para entonces, según el fotógrafo y cineasta Bruce Weber -director de “Let’s get lost”, documental biográfico sobre el trompetista que se estrenó poco después de su muerte-, la heroína había convertido a Chet en “una rueda que no dejaba de girar y que nadie podía sujetar”. Un personaje inasible que ni siquiera sus tres matrimonios y sus cuatro hijos hicieron sentar cabeza. Pero los excesos no le impidieron mantener por algún tiempo su nivel interpretativo, y sorprender con grabaciones dignas de sus primeros años como las realizadas para el sello Prestige en 1965.

Sobrevino un regreso a los Estados Unidos -deportado, una vez más- donde amenazó con instalarse, otra vez, en los primeros planos. Pero en 1968, en San Francisco, en una pelea por asuntos de drogas, le arrancaron uno a uno todos los dientes superiores. Pasó seis meses sin tomar la trompeta. Y un par de años alejado de los escenarios hasta aprender a tocar de nuevo, a pesar de esa dificultad. Volvió a deambular por Europa, ya transformado en una especie de fantasma mítico que pifiaba notas, se extraviaba en la letra de los temas o directamente no se presentaba a tocar. “El hombre era un cadáver andante. Vivía solamente para la droga. La música era el último recurso para conseguirla”, le confesó el músico Bob Holland a James Gavin, otro de los biógrafos de Baker.

De aquellas sombras lo rescató, a medias, Dizzy Gillespie, quien lo invitó a tocar con él en Nueva York en 1973. Maravilló a todos, como quien emerge del sepulcro. El suceso de esa presentación se prolongó en la reunión con Gerry Mulligan al año siguiente, para un concierto en el Carnegie Hall. Fue su último intento de retomar un camino artístico coherente y previsible. Ciertas críticas elogiaron sus solos más agresivos y la mayor firmeza de su tono en ese período de resurgimiento.

Otoño prolongado
Como siempre, detrás de la breve primavera aguardaba, agazapado, un prolongado otoño. Para controlar su adicción a la heroína, Baker había comenzado a tomar metadona, que sin la intervención de su voluntad solo sabía a placebo. Una vez más en Europa se rindió al desenfreno sin ofrecer resistencia. Rebotó, errático y vencido, entre presentaciones olvidables en locales sórdidos, grabaciones intrascendentes para sellos ignotos y esporádicas visitas a Japón, donde veneraban su presente por su pasado. Todo -cualquier cosa- con tal de obtener el dinero necesario para abrir la puerta hacia otra realidad.

Tuvo aún otro efímero amago de redención, a mediados de los 80, cuando registró dos o tres discos a la altura de su recuerdo, como “Chet Baker in Tokyo”, de 1987. Fue el postrero rapto de lucidez que acompaña a los moribundos. Continuó perdiéndose contratos, por presentarse a tocar o grabar en condiciones lamentables o por desaparecer sin dejar huellas; fue y volvió de Europa a Japón y los Estados Unidos; grabó con Elvis Costello y puso su rostro demacrado ante las cámaras, para un documental que no llegaría a ver jamás. Se le atravesó Ámsterdam, uno de los paraísos yonquis de los 80. Y cayó por la ventana del segundo piso de su hotel, a las 3 de la madrugada, sin testigos, sin violencia. Casi sin ruido; como el suspiro de su trompeta asordinada.

“Muerte accidental”, concluyeron los peritos. Un accidente que se labró, con paciencia de orfebre, durante más de 35 años de jeringuillas y piquetes. Dos semanas antes de su vuelo final en Holanda, Chet Baker tocó en las calles de Roma, a la gorra, como cualquier joven que busca su lugar en la música. Necesitaba algo de efectivo para lo de siempre. Incluyó en el repertorio callejero una de sus preferidas: “Let’s get lost” (Perdámonos). “Perdámonos, dejemos que envíen las alarmas / y aunque piensen mal de nosotros / digámosle al mundo que estamos locos. / Derritámonos en una bruma romántica / tachémonos de la lista de todos / para celebrar que esta noche nos encontramos, perdámonos”. Bien mirado, ese día le cantó su adiós definitivo a la heroína.

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