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No es dicha y su descenso

No es dicha y su descenso
17 de febrero de 2013 - 00:00

“El ruido de la konciencia es algunas veces ensordecedor”, dice el poeta-pintor maldito quiteño Miguel Varea, citado por Secaira en el epígrafe de alguno de sus poemas. Eso resume el balbuceo con la cara enchufada al polvo que rodea a No es dicha.

Si Varea es algo así como el último mohicano entre los artistas-sin-compromiso-alguno más que con sus entrañas –no hay poder, no hay canon, no hay trascendencia– con Secaira pasa algo parecido. Sin pretender asemejar sus universos ni su estética, la intoxicación invade la obra de ambos. Es un pacto con la angustia y un principio de lealtad con la experiencia. Envueltos en una existencia sensorialmente atronadora, el poeta es el único capaz de escuchar el alarido mudo del dolor que es mellizo de la cordura. El poeta es el único que, mientras todos ciegos y sonrientes saltan la cuerda invisible de la locura, se enreda y cae ensangrentado en negativas. El poeta es el único que llora, aunque nadie gire la cabeza hacia él.

No es dicha recuerda a Asterión, esa criatura borgiana que –contrario a lo que todos piensan sobre el sanguinario minotauro mitológico–  jugaba a dejarse caer de las azoteas y corría por los pasillos de piedra hasta rodar. Se inventaba juegos y conversaba amablemente consigo mismo mientras espera que su redentor lo lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. A un laberinto menos tormentoso. Asterión se levanta cada día con esa nostalgia, tratando de contener una añoranza por algo que todavía no conoce pero que claramente no es parte de esos muros. “Vivir es contener la sangre hasta que a borbotones explote”, dice Secaira, y su poemario que ganó el Jorge Carrera Andrade el año pasado ya es parte de ese estallido que inevitablemente salpica.

El trayecto que propone el poemario es: i) reconocer nuestra vulnerabilidad, esa multitud de puntos flacos de los que estamos compuestos, labor estos días reservada para una sensibilidad poética; ii) ir cuesta abajo por los angostos callejones en donde los ojos artificialmente vidriosos y naturalmente tristes se pierden entre la algarabía de miserias; iii) hacer el esfuerzo por recordar que siempre existe otra presencia, tal vez una ventana que da hacia ese otro lado en donde nos espera el hijo. No es un camino que se lo recorre con la frente en alto y en una sola dirección. Más bien es un olfateo en el que se palpan las rutas desperdigadas azarosamente a lo largo de cada poesía.

En palabras de Melville, el hombre lleva el sello de la desdicha, y Secaira no economiza tiempo en hurgar esa herida prenatal. Respira a través de ella y encuentra la dignidad en reconocerla. Nuestro paso por el barro es una pelea en hándicap, una pelea con seres  cuyo pasaporte lleva nuestro mismo nombre y apellido; una batalla de la cual nunca conocemos si hemos avanzado líneas o no y muchas veces nos transporta a escenarios llenos de espejismos. El adverso presente mancha de sangre las paredes y lo único que queda es cruzar finalmente la cinta de plástico en silencio y dando la menor cantidad posible de pisadas en el camino.

Secaira nos ahorra el trabajo de descender a los infiernos para resucitar, nos lo describe en clave como si estuviéramos en tiempos de guerra. Nos muestra ese lugar donde el ser humano dejó de ser trascendente, donde todo nacimiento es la inauguración de una nueva cadena alimenticia y da lo mismo si uno se ríe o escupe: “la vida es una feria del desparpajo en la que cualquier instrumento es oportuno”. En el universo poético de No es dicha, el mundo es un mercado en el que todo es negociable –¿no se transan conciencias y cuerpos al frente de nosotros?– y fingir es la moneda común.

El ser o no ser ha sido aplastado por el fingir y nadie se inmuta. Todas las perversiones y trueques requieren anonimato, que es la nueva inscripción común en el registro civil. No nos veamos las caras y desfoguemos todo el vacío que llevamos dentro, ese vacío casi material que es más pesado que el iridio y nos traspasa la piel. Y mientras pasa todo esto, los bichos tristes vuelan entre las lámparas. “Entre pájaros muertos el concepto de volar se pierde”. La poesía da los últimos aleteos y el arte es el único proceso de redención que queda. 

Pero como rompiendo con un cuchillo esa radiografía nihilista se erigen algunos refugios. El aire entra por goteo a través de las grietas de esa irrespirable y sudorosa habitación que por momentos se puede convertir No es dicha. Hasta en la más violenta cosificación del hombre siempre quedarán rezagos de ternura, posiblemente fruto de algún big-bang divino que se encarga de tener una inexplicable misericordia. Los salvavidas de Secaira pueden ser el último bocado de la infancia, la madre como una baranda sagrada antes del vacío o la mirada de un hijo devenido en porvenir.

Un hijo como el de la novela de Cormac McCarthy que se angustia por no dejar de ser de los buenos y siempre mantener la luz en medio de un mundo lleno de canibalismo y terror. Un hijo que salva. Aunque incluso aquí hay más honestidad que certezas y el poeta se mueve en la indecisión de si se puede andar sobre el agua o no. 

Casi al final del trayecto, al final del poemario, Secaira hace un vaticinio: “Mañana dolerá inclinarse ante las sombras”. La sombra es la ausencia de luz, ese territorio que se compone de nada pero delimitado por algo real. Desde tiempos antiguos se  la ha relacionado con la muerte. “Al respirar usurpamos / el aire que faltó a los enterrados en vida. / Extraño azar el de seguir aún vivos / a la sombra de tantos muertos”, dice José Emilio Pacheco. Tal vez es verdad: mañana nos inclinaremos con dolor y vergüenza frente a lo que nos precedió, incluso ante nuestra propia oscuridad.
“Tus mejillas cerca de mi rostro son la única plegaria”.

 

PERFIL

Juan Secaira (Quito, Ecuador, 1971). Licenciado en Comunicación y Literatura por la  Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Ha publicado el libro “Obsesiones urbanas”, ensayo crítico acerca de la narrativa de Humberto Salvador, editorial El tábano, en 2007.
Tuvo la mención especial del premio de poesía “Ángel Miguel Pozanco” en España, en 2008. Parte de su obra se encuentra en la antología de poetas de Ecuador y Argentina, “Ruptura y desafíos de la nueva poesía argentina y ecuatoriana”.

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