Publicidad

Ecuador, 28 de Marzo de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

Mejor hablar (en detalle) de ciertas cosas

Mejor hablar (en detalle) de ciertas cosas
20 de enero de 2013 - 00:00

Fabián Darío Mosquera

Se estrena una película ecuatoriana y todo el mundo afila su cuchillo. Así que digo de entrada lo que no me cuadró de Mejor no hablar de ciertas cosas, para pasar a lo otro -que es más, me parece, en cantidad e importancia-. Algunas escenas clave para afianzar la historia requerían mayor intensidad emocional. La pelea de los dos hermanos frente a la tumba del padre, por ejemplo. En vez de solo putearse, debieron decirse algo sustancial, algo que terminara de cocinar la íntima y contenida conmoción que apenas se insinúa en otros momentos (son cosas, lo sé, difíciles de escribir, pues pueden caer fácilmente en cierto dramatismo empalagoso). Aquello hubiera terminado de estructurar sobre todo el personaje de Paco. Por lo demás, ciertos diálogos, o mejor dicho frases puntuales, no parecen cuajar; hay eventos -el concierto, el mitin político- cuya dimensión multitudinaria no se consigue a nivel de producción (y se nota), y el final es un tanto precipitado (la transición del personaje central hacia la política como una exigencia prácticamente oracular del destino es, en términos formales, demasiado abrupta).

A pesar de esto, Javier Andrade ha logrado una película notable -considerando la realidad histórica del cine ecuatoriano- por varias razones. Podemos comenzar mencionando el trabajo de casting, de elección de los actores, para lo cual, según ha dicho hace poco, se fijó en los mecanismos de observación y trabajo en prueba que utilizaba el maestro Robert Altman (si alguien quiere constatar lo que es elegir a los actores correctamente, debe ver Nashville, una de sus obras más relevantes). Pero a diferencia de Altman, Andrade obviamente no contó con un espectro de actores profesionales de donde escoger. Y lo que ha logrado es un mérito, más allá de las naturales diferencias cualitativas o de intensidad de cada intérprete, que igual no se sienten, en ningún momento, como baches pronunciados.

El director manabita entendió, en un juego de modificaciones quirúrgicas del guión, cómo ir transformando la naturaleza “original” de los personajes de acuerdo con lo que los actores (o potenciales actores) le iban entregando.

Francisco Savinovich, en el papel de Paco, cumple con lo suyo. Genera empatía y, además, hace rendir un recurso que bien podría considerarse gastado: la voz en off. Luis, su hermano, interpretado por Víctor Aráuz, es sin embargo quien está haciendo las delicias de los asistentes a las salas locales. Su locuacidad e histrionismo callejero activan al espectador de manera muy entrañable.

De Andrés Crespo ya sabemos la cansina discusión que circula por allí: que si sus personajes -arquetipos del costeño excéntrico- se repiten, que si gestualmente no varía, que por qué aparece en todas las películas hechas recientemente, que si bla-bla-blá... Voy a hilar un poco más fino al respecto; verán por qué es pertinente.

Acerca de la “versatilidad en los semblantes” podríamos tirar algunas páginas sobre las diferencias en las tradiciones de la actuación para cine. José de la Colina, por ejemplo, tiene una interesante reflexión en referencia a lo que pasaba con los personajes de Buñuel cuando los actores eran mexicanos, españoles o franceses. “Se verá”, dice de la Colina, “que mientras en la etapa mexicana (de la obra de Buñuel) predomina la densidad de las materias y la carnalidad de los personajes, en la etapa francesa (entendamos europea) se evaporan materia y carnalidad para dejar lugar a un juego casi abstracto de tipos y situaciones”.

Esta dicotomía podría extenderse y replantearse diciendo que, debido a su tradición específica, son los actores norteamericanos los de máxima “carnalidad” y “versatilidad gestual” (el mejor ejemplo de esto es el Hoffman de finales de los sesenta hasta mediados de los ochenta, quien en ese lapso interpretó a un mendigo lisiado de Nueva York, a un autista cuarentón, pasando por un empleado de oficina que se disfraza de mujer y una encarnación mimética de Lenny Bruce); versus los viejos actores europeos -no ingleses, esos son otra historia-, más remitidos a aquello del “juego casi abstracto de tipos y situaciones” (Belmondo, Mastroianni). Con la excepción mexicana ya consignada, ese es el registro también del cine latinoamericano, en el que se buscan actores que coincidan con el “tipo y la situación” (¿o es que acaso vemos a Darín, con todo lo enorme actor que es, en papeles de gestualidad y “corporeidad” radicalmente distinta cada vez, o aprendiendo acentos como Meryl Streep?).

Ojo, esto no es una comparación. No vaya a salir algún idiota diciendo que estoy comparando a Crespo con Mastroianni o Darín (No. Nuestro Mastroianni podría llegar a ser Alejandro Fajardo; se acordarán de mí). El asunto es ver que, más allá de ciertos rasgos comunes en sus personajes, hay otros que los diferencian y que son producto de una correcta asimilación de un principio básico para el trabajo actoral: entender, intuitiva y honestamente, las circunstancias puntuales de los personajes, más allá de que constituyan arquetipos al servicio de ese juego de situaciones (esto sin considerar las condiciones concretas de producción en las que se trabaja en países como el nuestro, donde los actores son escasos, no profesionales, etcétera).

Crespo -que no es un actor profesional- entiende dichas circunstancias porque es un tipo más inteligente de lo que sugiere la etiqueta de costeño chabacano que se le ha endilgado. Por eso es que cada palabra que dice es convincente y esa escena del hospital, tan sentida, es posible.

Toda esta descarga sobre Andrés viene a cuento además porque, sepan ustedes, él fue uno de los responsables directos del proceso de casting; es decir, de la siempre difícil conciliación actores-personajes.

Hay otro debate infructuoso, pero igual diré un par de cosas: a mis amigos que se quejaron del uso -o abuso- del lenguaje vulgar como un “caramelo” un tanto demagógico, los recuerdo saliendo de algún festival de Tarantino o Scorsese, entusiasmados con esas ofrendas para el patrimonio de su cinefilia, luego de ver sin problema a Samuel L. Jackson o Joe Pesci puteando cada dos segundos y hasta por los codos.

Entiendo la queja en el sentido de la utilización efectista del lenguaje vulgar, sobre todo si viene compaginada con ese relato social y estético pseudo-malditista de bukowskito sin verso o punkero mastercard que ha hecho metástasis en algunos de nuestros espacios de producción creativa; solo que no creo que sea el caso de esta película, más bien heredera en este sentido -y guardando las distancias- de los ejemplos que mencionábamos a inicio de párrafo.

Lo de las puteadas, aunque en un par de escenas parezca gratuito, se presenta como un hecho natural, muy recurrente sobre todo en uno de los personaje. De todas formas, si aquello les molesta, allí están las películas mexicanas de los cincuenta con Arturo de Córdova en las que se encuentra claro ese imperativo psicosocial de “en el cine se DEBE hablar así”.

Lo mismo podría decirse de la droga: resulta que es uno de los temas/motor de la historia. Si no gustan de ese tipo de relatos, mejor no vayan al cine en esta ocasión (o sea, si eres homofóbico no vayas a ver Querelle de Brest). El punto, más bien, es discutir si en términos cinematográficos -o expresivos en general- dicho elemento está bien manejado. Mi opinión es que sí, por un par de cosas que paso a explicar un poco más en detalle, y que creo que de alguna manera sugieren la temperatura total de la cinta.

Un fumadero/punto de expendio de base de cocaína es un fenómeno sociológicamente más complejo de lo que pudiera pensarse. Por lo general todo el núcleo familiar se dedica al negocio, pero sin estridencias disfuncionales: el “pusher” administra con prudencia su vicio; los hijos, en vez de consumir, muchas veces son buenos en física o en fútbol, la mujer prepara empanaditas... tal como en la película. Lo que quiero decir es que en este filme existe un entendimiento quizá más genuino y verosímil de todo el imaginario que gira en torno a la droga -y a esa droga-, especialmente si nos fijamos en cómo, con demasiada frecuencia, se echa mano de este “recurso de choque” para el esbozo de ciertas postales reduccionistas -literarias, televisivas, en cortos y largometrajes, etcétera- de la transgresión, la rebeldía generacional o la urbanomarginalidad.

Desde luego que aquí está registrado el aspecto aquel de intenso hedonismo y cierta decadencia de glamour pastiche inherente -como idea- al consumo entre “los aniñados”, pero también la degradación huérfana ya de todos esos romanticismos.

No esperemos, eso sí, un ensayo de autor o una etnografía sobre el tema ni mucho menos: esta es una buena película “comercial”, entretenida y -casi siempre- de buen ritmo. Para unos habrá más puntos de reflexión e identificación que para otros, pero no se plantea manifiestamente -con ese ensimismamiento identirario entre petulante y torpe que ha puesto un peso sobre el cine nacional- como un reflejo colectivo, acartonado, de nada.

No se inscribe dentro de algún tipo de “costumbrismo” o “realismo de denuncia”, por más que logre un aceptable retrato -apenas con brochazos- de varios rasgos de nuestra sociedad, como, al final, la relación incestuosa entre las grandes familias de la burguesía provinciana y ciertas instancias del Estado o la fuerza pública. Por no mencionar, desde luego, algunos ásperos dramas internos de esas familias y otras tantas mezquindades hipócritas de esa burguesía.

De cualquier manera, todos estamos de acuerdo con que el cine ecuatoriano debe diversificar sus temas e historias, introduciendo registros de mayor sutileza e intimidad (La llamada, de David Nieto, es una referencia reciente a tomar en cuenta en tanto cambio de registro. Si retrocedemos unos años nos encontramos también con Esas no son penas). Es decir, no siempre tiene que haber polvo. Pero Mejor no hablar (...) viene escribiéndose y concibiéndose desde hace mucho tiempo, así que es difícil pensar en algún tipo de oportunismo. En otras palabras: más allá de coincidencias en tema y rasgos con otras cintas, esta es la historia que Andrade, profundamente, quería contar, y esa honestidad se percibe.

Otro aspecto valioso (y quizá el más) es la música. Recordaba, luego de la función, que después de ver Cría Cuervos, la obra maestra de Carlos Saura, esa canción cursi que escribió José Luis Perales e inmortalizó Jeanette (“Hoy en mi ventana brilla el sol...” y todo eso) no vuelve a ser la misma. Pasa de cursi a terrorífica. En este caso desde luego no se logra “subvertir” así alguna pieza de la música popular, pero algo de ese espíritu existe; se consigue una incorporación inteligente y evocativa, desde una perspectiva singular (una perspectiva-otra), de un amplio abanico nutrido por muy diversas referencias musicales -tanto a nivel incidental como no incidental-, que va desde la balada más kitsch, desde la música nacional más “aguardientosa”, hasta los guiños roqueros... Desde Rodolfo Aicardi y Carlota Jaramillo hasta El retorno de Exxon Valdez, Los Pescados y, por supuesto, Los Propios.

Mención especial merece la escena de Leovanna Orlandini llenando la pantalla al bailar Siempre siempre, de Al Bano y Romina Power. A punta de carisma, Orlandini exhuma parte de una “arqueología” musical olvidada entre los placeres culpables de la cursilería ochentera, creando con sencillez y efectividad una de las mejores escenas en lo que va del cine ecuatoriano. Lejos.

Marcado por un buen sentido de composición de encuadre en los planos abiertos, una “conciencia” tonal en el uso de la luz natural para determinados momentos dramáticos (buen trabajo del director de fotografía Chris Teague), y el guiño/homenaje a su escuela americana en los planos secuencia (¿de nuevo Scorsese?) y la cámara fija con la acción “fuera de campo” (¿Jarmusch?), Andrade tiene clara la estética que pretende en términos de su relación con la cámara y su desplazamiento; aunque quizás, en referencia estrictamente al montaje, se note que el trabajo pasó por la indecisión de varios cortes.

De allí que algunos asistentes hayan dicho que la historia les gustó pero que no les terminó de cerrar en tanto puesta en escena (o en pantalla, más bien). Como si hubiera cosas, momentos remitidos a la elipsis y que debieron constar de manera más explícita.

Esto, de todas formas, no estropea para nada la experiencia del espectador frente a una película inteligentemente concebida, contada con agilidad, honestidad y potencia, que uno “empieza a querer” desde los primeros minutos (gran intro, por cierto). Lo bueno pesa, y notablemente más que lo otro.

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media