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María Kodama, la Andrómaca que vigila a Jorge Luis Borges

María kodama durante la entrevista en la embajada de Argentina en Ecuador.
María kodama durante la entrevista en la embajada de Argentina en Ecuador.
Foto: Mario Egas / EL TELÉGRAFO
30 de junio de 2018 - 00:00 - Fausto Rivera Yánez

María Kodama no es María Kodama. Es una mujer que, incluso antes de que Jorge Luis Borges muriera, se convirtió en una prótesis —física, afectiva e intelectual— del escritor argentino.

Ella, con plena determinación sobre su nueva identidad, ha dejado de existir para convertirse en una extensión de la memoria de su marido y en la guardiana celosa —y a ratos reaccionaria— de toda su obra.

Afectada por la altura de la capital, Kodama —entre bocanadas de oxígeno y mate de té— recibe en exclusiva a Cartón Piedra en la residencia de la embajada argentina en Quito.

De todo lo que se ha dicho sobre Borges, ¿qué es lo que más le disgusta y también celebra?

No sé. De todo lo que se ha dicho, eso no me va ni me viene.

¿No está pendiente?

No, para nada.

Pero hay esta imagen suya de que está muy consciente de todo lo que se dice o se publica sobre él...

Eso es otra cosa, su obra es mi responsabilidad. Justamente me la dejó porque sabía cómo era. Yo me enteré de que me había dejado su obra cuando se murió. Su abogado me llamó desde Ginebra a decirme que Borges me hizo su albacea.

¿Nunca supo que eso pasaría?

No, porque si no lo dejaba. Y él lo sabía. Yo sabía que iba a ser el infierno cuidar su obra.

¿Y ha sido un infierno?

No sé si un infierno, pero ha habido una serie de cosas, de cierta gente…

¿Quiso renunciar a esa responsabilidad en algún momento?

No, eso sí que no. Sé lo que significaba para Borges su obra como para haber renunciado. No puedo permitir que cualquier loco haga cualquier cosa. Éticamente no puedo. Y además son personas que no valen nada para ellas mismas. Esa es la realidad, entonces tratan de agarrarse de Borges para ganar notoriedad, nada más.

¿Qué pasará cuando usted muera?

Todo eso ya está arreglado (ríe).

Algo que escasea cuando se habla de los gustos literarios de Borges son las autoras mujeres. ¿Él tenía alguna preferida?

Una de las preferidas de Borges era Emily Dickinson. Le gustaba mucho Silvina Ocampo, pero decía que era una pena que no fuera cuidada en el estilo, ya que ella había introducido en la literatura argentina algo muy interesante, que era mostrar la perversidad en los niños, un tema que nadie había tocado y ella lo había conseguido. Pero para Borges el estilo era todo, entonces decía que era una lástima que Silvina no fuera cuidada en ese aspecto.

¿Usted lee a autoras argentinas contemporáneas?

Yo no leo las cosas contemporáneas, no tengo tiempo. Yo me levanto a las siete de la mañana, salgo de mi casa, tengo que corregir tesis que me mandan desde distintas partes del mundo, debo atender a periodistas, alumnos, preparar conferencias. Y además, por ejemplo, a mí lo que me gusta es leer a los trágicos griegos. Yo estudié en la Facultad de Filosofía y Letras, y seguí letras modernas. Y quienes seguíamos esa carrera obligatoriamente teníamos que elegir tres cursos de latín y cinco de griego, o viceversa. Entonces, cuando el profesor de griego entró yo me anoté en los cinco cursos de griego. Y la verdad es que uno ahí encuentra todo, la forma la disección que hacen del alma humana los griegos es única. ¿Para qué leer otras cosas?

¿Tiene un libro griego de cabecera?

Digamos La Ilíada, ahí hay cosas que son maravillosas. Cuando Borges partió y me preguntaron qué sentía yo, no podía decir qué sentía emocionalmente de las otras personas porque soy mitad japonesa, y somos más reservados con la intimidad. Entonces encontré justamente en La Ilíada la contestación perfecta. Cuando Andrómaca trata de retener a Héctor que va a luchar contra Aquiles, y sabe que va a morir porque Aquiles es un semidiós, ella le dice: «Héctor, tú eres mi padre, mi señora madre, y mis hijos, pero por sobre todas la cosas eres el amor que florece» [Kodama repite esta frase, pero en griego]. Es maravillosa esa definición, que es de alguna manera lo que te dicen cuando te casas: «Dejarás a tu padre, tu madre, y seguirás a este hombre o mujer hasta que la muerte los separe».

¿Se comunicaba con Borges a través de los libros?

A veces sí. Él me envidiaba porque yo podía leer en griego y él no. A veces quería que le leyera cosas de La Ilíada. Y después fue interesante porque yo tuve una experiencia respecto a La odisea. En un lugar que ahora no recuerdo, me habían invitado a una feria de libro y me dijeron que me harían escuchar algo. El lugar era con almohadones en el suelo, así que me siento y ponen una grabación. Yo la escucho y me preguntaban lo que pensaba. Y de pronto me digo ¡qué es esto! Y eso era lo que debía escuchar Ulises en el mar y por eso, aterrorizado, mandó a sus marineros a que se ataran al barco. Creo que eran los sonidos de los tiburones, que eran como humanos, no eran sonidos de animal, eran como voces de mujeres. Una experiencia maravillosa.

¿En qué obras recuerda a Borges?

No sé. Está conmigo, lo siento conmigo siempre. Es una sensación que no puedo traducir. Íntimamente está conmigo y, además, todos me ayudan a que eso se sienta, con las conferencias, las entrevistas.

¿No se ha sentido cansada de que siempre sea así?

No, porque lo amo, yo no podría hacer mi vida de otra manera. La vez pasada fue divertido porque vimos junto con una amiga una obra en un teatro del pueblo, y era sobre Encarnación Ezcurra, que era la mujer de Juan Manuel de Rosas. La actriz que la interpretaba era extraordinaria y la situación era muy divertida porque Encarnación crea la Mazorca, que después se le fue de las manos, para proteger a Rosas. Todo eso lo hacía porque amaba a Rosas y luchaba contra cualquier cosa que quisiera hacerle mal. Y la obra de teatro está basada en cartas que encontraron y que la actriz lee y las va tirando al escenario.

¿Usted se siente como Encarnación?

Y es una historia genial, porque por ejemplo, la madre de Rosas no quería que Encarnación se casara con él, así que Juan Manuel le dice a su amada: «Hacé una cosa, como mi madre entra a mi cuarto para leer mis cosas, escribí una carta diciendo que estás embarazada y dejala en mi cuarto». La chica hace eso y, lógicamente, la madre cuando lee esa carta inmediatamente quiere casarlos. Así que Encarnación se queda viviendo en la casa de Rosas, pero la madre esperaba ver al niño y no pasaba nada. De pronto, Rosas le dice que tiene que llevar a Encarnación a una casa de la tía porque hay mejor aire y porque el médico ha dicho eso. Se la lleva y la madre se da cuenta de que algo raro pasa, pero cuando Encarnación vuelve, su hijo le dice que ha perdido el niño. Es genial.

¿A usted tampoco le gustaban las novelas como a Borges?

Él me decía que en las novelas, de pronto, aparecen almohadoncitos, tazas de té, y eso no le gustaba. Decía que en un cuento o en un poema, uno ve si el escritor es bueno o no. Porque es como una flecha lanzada a un centro, uno inmediatamente se da cuenta si es que acierta o no. En la novela nadie espera la perfección. Hay muchas cosas que están en el medio de la novela para llenar el espacio y que no tienen mucho sentido. No le gustaban a Borges.

¿No rescataba ninguna?

Él tenía varias ediciones de distintas traducciones de La Divina Comedia. Quería saber qué traducción era mejor que otra, eso le interesaba. En la biblioteca de Borges había muchas ediciones de ese libro y, cuando viajaba, siempre trataba de ver cuál era la última que se había hecho y las comparaba con las anteriores.

¿Y alguna novela que usted rescate?

Digamos, yo a veces conversaba con Borges y decía que hay tres islas que dieron la gran literatura psicológica, que son Inglaterra, Japón e Islandia. Y en Europa, recién en el siglo XIX, aparecieron la novelas psicológicas. Eso es también debido a que eran islas y, en ese momento, una isla era una prisión, no es como ahora que hay barcos, aviones. Así que la gente tenía que escapar de la prisión y la única forma de hacerlo era escribiendo.

¿Cómo ha sido su relación con la literatura japonesa?

La gran literatura japonesa de esos siglos es de mujeres, porque los hombres usaban los ideogramas chinos, hànzì, y en Japón eso se consideraba literatura japonesa, en el sentido clásico. Pero las mujeres japonesas escribían en hiragana, katakana, y ellas sí se quedaron como las representantes de la literatura, porque además tienen cosas de una delicadeza increíble. Me gustó mucho La novela de Genji.

¿Por qué no aprendió japonés?

Todavía recuerdo el nombre de los animales en japonés que me enseñaba mi padre, pero de pronto Kodama [así llama a su progenitor] dejó de enseñarme. Cuando lo cuestionaba él me decía: «Usted quería estudiar literatura, así que su lengua es español, si en algún momento quiere estudiar japonés, lo hará». Mi padre muere y le digo a mi madre: «Qué pena que haya parado de enseñarme porque ahora sería mi segunda lengua y sería muy útil». Y ahí ella me cuenta que le había pedido que no me enseñara. En ese sentido fue maravilloso ver el respeto que se tenían cuando estaban separados. Porque él pudo haberme dicho: «Su madre era una bruja, me prohibió enseñarle». Y mi madre se pudo haber callado para siempre, pero en cambio tuvo la honestidad de decirme la verdad.  

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