Ecuador, 26 de Abril de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

La razón ilustrada vs. el pensamiento mítico: combate de la modernidad latinoamericana, de Juan Bautista Alberdi a Arturo Andrés Roig

La razón ilustrada vs. el pensamiento mítico: combate de la modernidad latinoamericana, de Juan Bautista Alberdi a Arturo Andrés Roig
17 de febrero de 2013 - 00:00

No hay pensador latinoamericano durante el siglo XIX que, a partir de la creación de las naciones posindependentistas, no se haya visto en la necesidad de plantearse un modelo ideológico que se inserte en la lógica de modernización del Estado y que solvente la noción de progreso capitalista desde la configuración ideal de lo propio.

Muy a pesar suyo, ha dicho Bolívar Echeverría, porque en su afán modernizador, cuya intención ha sido la adopción de un modelo más acorde con la dinámica del mercado mundial, este nuevo orden no ha podido escapar a aquello que ha querido abandonar: la modernidad barroca latinoamericana establecida durante los siglos XVII y XVIII (1).

Precisamente esa conformación a ultranza que las capas ilustradas de nuestras sociedades han impuesto, logró afianzar una estructura de poder donde el continuo progreso que se pretende alcanzar maquilla las contradicciones insalvables entre opresores y oprimidos. 

La idea de progreso, pues, importada como súmmum del Despotismo Ilustrado de la Francia borbónica, implanta las dicotomías categóricas desde las cuales se va a racionalizar esta estructura “moderna” de América Latina: civilización-barbarie, ciudad campo, blanco-indio, etc. Las primeras atenderán a la dinámica del desarrollo, a la acumulación, a la industrialización, a lo culto; mientras las segundas, serán devaluadas a lo imaginario, a lo mítico, al pasado que se debe dejar atrás. Y, por ello, el pensamiento latinoamericano ha debido estructurarse en la medida de ese orden del cual quiere partir para la creación de la nación. Es decir, no ha habido la posibilidad de escapar de la institución de la razón ilustrada porque a partir de ella se funda la idea de lo propio. Así, en eso que hemos de considerar identitario, nuestro, no cabe lo Otro, lo que no puede ser aprehendido por el saber. 

Entonces lo Otro se erige como amenaza del progreso, en tanto impide la patriarcalidad del entendimiento humano por sobre la naturaleza (2).  Con lo Otro se compagina el componente social que se había desconocido; las culturas autóctonas, que antes y después de la Conquista se habían organizado en torno a lo mítico, debían someterse al objetivo de instituir al hombre en señor y, por lo tanto, liberarlo del miedo por medio de la disolución del mito como manera de explicar el mundo: “La sobrevivencia de los otros, los cuasi “naturales”, los socios no plenos del Estado o los semi-ciudadanos de la República, siguió a cargo de la naturaleza salvaje y de la magnanimidad de “los de arriba”, es decir, de la avara voluntad divina” (3).  Pero voluntad divina del poder y el conocimiento. 

Pero el afán desmedido por la incorporación en la modernidad y la consolidación de la sociedad burguesa mercantil ciega la posibilidad de voltear la mirada al mundo de lo indígena y de lo mestizo que se había permeado y configurado como valor —ocultado— de las sociedades latinoamericanas. Si la historia del pensamiento latinoamericano nace en torno a la conformación de la idea de nación durante el siglo XIX y solo desde allí se instituye como discurso alrededor de lo propio, lo es en la medida en que apunta a su reconocimiento dentro de la razón totalitaria de la Ilustración. De allí que se afirme radicalmente la idea de América como una invención Europea. Desde luego, si la modernidad europea erigía su Razón como soberana sobre lo existente, América se volvió el mito que había que racionalizar, interpretar, y por lo tanto, destruir. Juan Bautista Alberdi lo decía en estos términos: “En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta: 1.º el indígena, es decir, el salvaje; 2.º el europeo, es decir, nosotros, los que hemos nacido en América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán (dios de los indígenas)” (4).  

Con ese argumento se negaba y se impedía la participación social y política del indígena en la configuración del Estado nación: “Hoy mismo, bajo la independencia, el indígena no figura ni compone en nuestra sociedad política y civil” (5).  Así, frente a la necesidad urgente de universalizar lo propio latinoamericano en el modelo moderno europeo, asistimos a una continua desvalorización de los grupos marginales. El mecanismo es doblemente trágico porque no se inserta en la lógica ilustrada europea de racionalizar el componente mítico, es decir, interpretarlo como visión del mundo dentro del logos filosófico; no, aquello resultará posterior. Para la afirmación de la idea de nación, la respuesta será desconocerlos, afincarlos en la irracionalidad de lo salvaje o imbuirlos del espíritu del mal.

Sin duda se reproduce el discurso de los conquistadores en esta neocolonialidad de “europeos americanos”. En la búsqueda de un sistema que legitime el nuevo orden de la nación, descuidan el debate en torno al modelo propio que ha de surgir como premisa sobre la que se asienta la figura del Estado. La idea suele ser general: si nace de América, pues ha de ser americana. Y la adhesión inmediata  al sistema anglosajón se eleva como suprema: “Sin ir más lejos, ¿en qué se distingue la colonización del Norte de América? En que los anglosajones no admitieron a las razas indígenas, ni como socios, ni como siervos en su constitución social”, dice Sarmiento (6).  En esa medida se deslegitima también la colonización española. El imperativo es renunciar al orden colonizador, apostar por la idea del progreso consolidada en el mundo anglosajón: “¿En qué se distingue la colonización española? En que la hizo un monopolio de su propia raza, que no salía de la edad media al trasladarse a América y que absorbió en su sangre una raza prehistórica servil. ¿Qué le queda a esta América para seguir los destinos prósperos y libres de la otra?” (7). 

Lo que no puede asimilar Sarmiento es la herencia de esa “raza prehistórica servil”. Exterminar a esa raza será, pues, su cometido. Para él, solo el pueblo que posee en su sangre los elementos sociales de la vida moderna coloniza y funda naciones. La razón Ilustrada subyace y funda a su vez esta idea, en la medida en que: “Lo que podría ser distinto es igualado. Tal es el veredicto que erige críticamente los límites de toda experiencia posible. La identidad de todo con todo se paga al precio de que nada puede ser idéntico a sí mismo” (8).  Es decir que tal armonía de las razas que postula Sarmiento tiende a encajar en la estructura moderna de mediación universal donde todo existe con todo. No es posible, entonces, el reconocimiento de la diferencia, las distintas cualidades del pensamiento, hay que adoptar o repetir el sistema más adecuado a la prosperidad, al desarrollo de la industria, de la ciencia, sin importar el costo social. 

El modernista latinoamericano apuesta, desde el ideal romántico, a la individualidad; reivindica el genio, el superhombre, el héroe de la edad homérica (9).  Rodó dimensiona su idea de unidad fundamental de la naturaleza, donde el hombre no debe desarrollar una sola faz de su espíritu, sino aspirar al conocimiento íntegro de lo humano, es decir que no hay límite en la capacidad de comprender. La plenitud del ser interesa sobremanera al pensamiento de Rodó. Idea que le servirá para subestimar el orden positivista que se estaba imponiendo en América, “la creciente tendencia a la heterogeneidad”. El cientificismo, desde luego, propugnó durante siglo XIX la idea de progreso mediante el desarrollo de la técnica y el concepto de especificidad de las ramas de la ciencia. Pero, para Rodó, esta idea estrecha el horizonte de desarrollo de cada inteligencia y perjudica al sentimiento de solidaridad. Exalta “la vida en el concierto de todas las facultades humanas” y produce la “mutilación de vuestro espíritu por la tiranía de un objetivo único e interesado” (10).   

No será si no hasta la segunda década del siglo XX, sobre la base del campo crítico abierto por el modernismo y la desvinculación de la literatura y el pensamiento latinoamericanos de la tarea de construir la nación en términos políticos, que el debate en torno a lo propio adquiere nuevos matices. El pensamiento, entonces, adquiere especificidad y el afán ya no es tanto justificar la inserción de la nación en el orden de la modernidad. Más bien aquello se empieza a poner en entredicho y se vuelve objeto de reflexión. La revalorización de lo mestizo —“raza síntesis del globo” dirá Vasconcelos— será entonces uno de los postulados a los que debe propender lo propio.

La tesis de José Vasconcelos (11) es una de las más determinantes: postula que la antigua civilización de la Atlántida prosperó y decayó en América. Los imperios azteca e inca son rezagos de la decadencia de esa cultura “antigua y superior”. Al decaer los atlantes, también se trasladaron a Egipto, la India y Grecia, donde se funda el desarrollo de la cultura occidental o europea. Vasconcelos observa cuatro troncos raciales: el negro, el indio, el mogol y el blanco. La raza blanca, organizada en Europa, se ha convertido en invasora del mundo, pero su predominio será temporal, porque su misión es actuar como puente. Ella pone las bases materiales para la consolidación de una nueva raza, la quinta raza universal.

La pugna de esa raza, es decir, entre sajones y latinos, ha sido y es el principal conflicto que vive occidente para la época de Vasconcelos. Dicha pugna, en tanto, se ha trasladado a América, donde las repúblicas ibéricas han cometido el error de querer “hacer vida propia”. Niega, por tanto, el incipiente patriotismo que surge en América por negación de la herencia española. Para él, el mestizaje radica en el reconocimiento, por una parte de los antiguos imperios precolombinos y por otra del conflicto entre latinos y sajones, que nos ha heredado nuestra raíz hispánica. Pensar así es vivir conforme al más alto interés de la raza. Las independencias de los países hispanoamericanos han truncado en cierto modo el sentido “vasto y trascendente” de la raza cósmica.

Vasconcelos retoma una idea martiana y la forja como valor. Mientras el pensamiento del siglo XIX intenta sobreponer la categoría de lo blanco criollo en tanto racionalidad y degrada o desconoce lo indio y lo mestizo, en la primera mitad del siglo XX hay un intenso debate en torno a la recuperación de lo autóctono. Para Vasconcelos, incluso “el indio no tiene otra puerta hacia el provenir que la puerta de la cultura moderna”. Nuestra raíz latina ha “desbrozado” ese camino, y tendrá que deponer su orgullo en pos de la redención posterior del alma, que significa la variedad del mestizaje.

La crítica marxista al sistema capitalista que se difunde en América y se asienta en un gran sector intelectual enrumbará, por otro lado, a buena parte del pensamiento latinoamericano del siglo XX hacia la reivindicación de las clases marginadas del proceso político instaurado desde la racionalidad moderna del progreso. José Carlos Mariátegui será, pues, uno de sus más insignes representantes. Por supuesto, de la mano también de la conciencia crítica que deviene del fenómeno literario indigenista o realista social, donde aparecerán nombres como José María Arguedas, César Vallejo, Ciro Alegría y Jorge Icaza, por citar unos pocos ejemplos.

Pero será sin duda Mariátegui el mayor ideólogo social de su tiempo en cuanto al problema del indio se refiere. En sus 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana (12) problematiza sobre la condición de los indígenas peruanos. Mariátegui busca su reivindicación, pero no sobre la base de medidas administrativas, educativas o de infraestructura, sino sobre una base económica y política de acceso a la propiedad real de la tierra. Su crítica, profundamente socialista, descalifica las tesis que consideraban la cuestión indígena como un problema que debe solucionarse en los órdenes administrativos, jurídicos, étnicos, morales, educativos o eclesiásticos. Para él, el carácter individualista de la legislación de la República supone la absorción de la propiedad indígena al latifundio y aquello es lo hay que subvertir por medio de la disolución del feudo.

“La Conquista fue, ante todo, una tremenda carnicería”, dice (13).  Los virreinatos establecieron un régimen de brutal explotación. El sistema de trabajos forzados instaurado en la Colonia para la explotación de las minas y los obrajes diezmó a la población indígena. El esclavo negro, traído como solución a la progresiva falta de fuerza de trabajo, además, reforzó la dominación española. La independencia, sin embargo, no constituyó un movimiento indígena, más bien se aprovechó de su masa. La aristocracia latifundista conservó sus derechos feudales sobre la tierra y las aparentes disposiciones emancipadoras que tendían a proteger al indio no pudieron contra la feudalidad subsistente. Para Mariátegui, la feudalidad criolla posindependentista se ha comportado más duramente que la feudalidad española; apenas modificó sus lineamientos de explotación. La República ascendió a una nueva clase dominante que se apropió sistemáticamente de las tierras de los indios.

Así, solo la propagación, en términos de Mariátegui, de las ideas socialistas ha llevado un fuerte movimiento indígena tendiente a su reivindicación: “Este mismo movimiento se manifiesta en el arte  y en la literatura nacionales en los cuales se nota una creciente revalorización de las formas y asuntos autóctonos, antes despreciados por el predominio de un espíritu y una mentalidad coloniales españolas” (14).  Desde el criterio de Mariátegui, la cuestión del indio debe tender a una solución social y sus realizadores deben ser los propios indios, a quienes les falta vinculación nacional.

Dicha vinculación nacional ha de venir, entonces, de la mano del acceso real a la tierra, componente no solo asimilable como bien productivo del que se ha despojado al indio, sino también desde su carácter cultural de relación con la naturaleza. Devolver la tierra al indio significa, en otros términos, recuperar el espacio perdido, el orden mítico esencial de las culturas autóctonas. La tesis de Mariátegui no concibe el fenómeno dentro de la lógica del progreso, del proyecto de la Ilustración. No sabemos si su postulado de acceso a la tierra por parte del indio significa asumir su cosmovisión dentro de la lógica de la modernidad, porque Mariátegui está pensando en términos de revolución socialista, de apropiación de las clases marginales de los bienes de producción, que le han sido negados por imposición del sistema capitalista y el régimen hacendatario. Terminar con esa estructura feudal es uno de los pensamientos básicos de su propuesta, proyecto que, como sabemos, no acaba de consolidarse hasta nuestros días. El acceso real del indio a la tierra está todavía en entredicho.     

Otra vena del pensamiento crítico latinoamericano  (15) deviene de los análisis que surgen alrededor de la mitad del siglo XX y que tienden a la reflexión histórica, filosófica y política de las estructuras discursivas ilustradas que han solventado el proceso de modernización en nuestros países. Podemos citar, en la línea de nuestro ensayo, por ejemplo, el extenso estudio doctoral de Leopoldo Zea en torno al positivismo en México y, sobre todo, su conferencia “Derechos humanos y problema indígena” (16), donde reflexiona sobre el papel del indígena en la formación e integración de las nacionalidades en Latinoamérica. La tesis de Zea es que el indio, desde el momento de la conquista, pasó a formar parte del “proletariado”. La división de clases tomó en América el carácter de una división de castas, un carácter racista, algo que en Europa ya había trascendido: “El conquistador y sus descendientes, al igual que los antiguos griegos, trataron de justificar su vasallaje, negando al indígena la calidad del Hombre; bestias o menos que bestias debieran ser esos entes tan distintos física y culturalmente de sus conquistadores” (17).  Con la formación de las repúblicas, los criollos mantuvieron el papel social, cultural, político y económico predominante, como hemos ya advertido, pero el indio ocupó el papel de proletario del campo o de las ciudades. Una condición social de carácter vergonzoso justificada sobre la base ideológica del desarrollo capitalista. Sin embargo, dice Zea, esta misma división social permitió la aportación de lo indígena a la cultura y nacionalidad latinoamericanas. Desde que inicia su servidumbre, se introduce también su impronta en la dinámica cultural.         

Es decir que si por un lado la razón ilustrada instituía su señorío sobre el mundo, deificaba su dialéctica en términos de dominación; por otro lado, en América Latina se creaba una resistencia, si no en términos ideológicos, sí en la mecánica de la cultura: el barroco latinoamericano, como dice Echeverría, “la disposición a la autotransformación”.

Pero dicho carácter de la cultura latinoamericana que reside en la mixtificación pone sobre el tapete, a partir de la resignificación de lo indígena, una categoría que desde Vasconcelos parecía abandonada: lo mestizo. Desde luego que detrás de ello hay grandes y conflictivos procesos sociales que lo hacen posible, como la Revolución Mexicana y los movimientos indígenas del altiplano andino. La reflexión crítica del pensamiento latinoamericano deviene de esos hechos sociales que permiten la asimilación de nuevas categorías alternativas a la estructura de dominación. Aun cuando la idea de Zea es idealista (“El mestizo y el mestizaje con el que desaparece la odiosa discriminación racial que, de una manera u otra, hizo posible el orden heredado por Latinoamérica y que va felizmente desapareciendo” 18), obliga a repensar la dinámica cultural que se ha hecho presente y que se ha ocultado en el discurso filosófico, incluso en el mismo pensamiento crítico, que se ha ocupado hasta bien avanzado el siglo XX de su carácter universal o no dentro de la filosofía occidental.       

Desde el planteamiento de Zea, ya no son los blancos los llamados a sustentar la nacionalidad ni a construir el aparato estatal, sino lo mestizo como complejo articulador de la sociedad. No digo el mestizo, sino su carácter mestizo, como adjetivo, porque su definición misma como sujeto devuelve el conflicto frente a lo blanco, lo indio, lo negro…

La invitación, entonces, desde mi lectura de Zea, es superar la dicotomías propias de la dominación, que introduce la obligatoriedad de la definición totalitaria. La mestización es, entonces, de carácter incluyente. Mestiza es la cultura latinoamericana y el mestizo —hijo del conquistador y el conquistado— es parte de esa otra “racionalidad” que se ha forjado en América Latina. 

Ahora bien, ¿cuáles serán entonces las tareas de lo mestizo? Una de ellas sin duda será la reconstrucción genealógica que permite vislumbrar la suma de contradicciones que pueblan el carácter de lo latinoamericano. Otra, además, surgirá sobre el complejo debate respecto de la “modernidad” en nuestros países. Y una tercera aparecerá a partir de la posibilidad de hacer “filosofía sin más” en Latinoamérica.  

En parte lo han hecho intelectuales como Augusto Salazar Bondy, para quien la reflexión propia de la cuestión hispanoamericana ha estado marcada en torno a la peculiaridad, la autenticidad y originalidad de nuestro pensamiento; es decir, en torno a si existe una filosofía de Hispanoamérica, y no una filosofía en Hispanoamérica, es decir que la filosofía hispanoamericana no ha sido posible ni ha de ser posible si se plantea como una personalidad histórico-cultural propia, más bien debe plantearse como una reflexión auténtica, de un pensar que sea filosofía simple y llanamente; lo hispanoamericano, así, vendrá por añadidura. Establece también un rasgo histórico negativo y determinante en la configuración del pensamiento latinoamericano: que “el pensar indígena no fue incorporado al proceso de la filosofía hispanoamericana” (19).    

Para Salazar Bondy, la filosofía tiene que ver con lo esencial del hombre, con la verdad total de la existencia racional, y tiene que responder a lo más propio de su sustancia. En Latinoamérica, en cambio, se ha producido un pensamiento a modo de imitación, con contenidos teóricos de otros hombres de diferencias históricas muy marcadas; en suma, un pensamiento calcado que revela un existir inauténtico, pretendido. Vivimos según modelos de cultura que no tienen asidero en nuestra condición de existencia; “una conciencia enajenada y enajenante”, “una novela plagiada”. Salazar Bondy propone que un pensamiento genuino y original solo podrá alcanzarse si se produce una transformación de la sociedad mediante la cancelación del subdesarrollo y la dominación.

Nuestras naciones deben forjar su propia filosofía en contraste con los contenidos asumidos por los grandes centros de poder actuales. Hay, entonces, una tarea por hacer, una tarea de liberación, que se encuentra dentro de quien reflexiona y debate sobre esta realidad. 

Esta filosofía sin más será pues la preocupación de la obra de Arturo Andrés Roig (20), tan caro al pensamiento ecuatoriano. Roig parte de la premisa hegeliana que establece que el comienzo de la filosofía y de la historia surge de la afirmación de un “nosotros”. Afirmación que requiere, para Roig, del plantearse al nosotros mismos como valiosos. Cuando nos referimos a ese nosotros como “latinoamericanos” designamos una naturaleza particular que nos obliga a una identificación que excede una realidad histórico-cultural particular. Así, dicha afirmación requiere de que realmente existe esa identidad que se señala como supuesto. Ese ente histórico que llamamos América Latina tiene, pues, una construcción donde pesa tanto el “ser” como el “deber ser”, que se presenta como proyecto. El nosotros latinoamericano no solo se plantea como uno en ese doble sentido de sus categorías, sino que se asienta sobre la idea de diversidad intrínseca.

La diversidad es el lugar desde el que nos presentamos y respondemos por el nosotros, que mientras adquiera una clara conciencia, alcanzará un mayor o menor grado de universalidad en su unidad, tanto de lo que es como de lo que debe ser. Aunque ese reconocimiento se produzca siempre desde una parcialidad, está pensado en función de una unidad, entendida como actual o como posible. Pensamos lo diverso poniendo frente a él lo uno, porque la unidad es condición para la comprensión de lo diverso. Una tarea dialéctica que, según Roig, no debe ser respondida como pretendió la metafísica al recurrir al mundo de las esencias.

En la multiplicidad se encuentra la unidad y a la vez no lo está, lo que permite la comprensión de los entes culturales, de donde se puede rescatar la presencia del “nosotros” como elemento ontológico, activo y transformador. Los latinoamericanos afirmamos un “yo” y a la vez un “nosotros” en un devenir que es el de la sociedad como ente histórico y cultural; sujetos abiertos a un proceso transformador que destruye las categorías ontológicas del ser. Nos encontramos “haciendo el ser”, un ser social que se configura mediante un hacer parcializado que pretende fundarse en lo universal y a lo cual aspira como justificación posible. La diversidad es el lugar desde el que nos presentamos y respondemos por el nosotros, que mientras adquiera una clara conciencia, alcanzará un mayor o menor grado de universalidad en su unidad, tanto de lo que es como de lo que debe ser.

Para estar siempre al día con lo último en noticias, suscríbete a nuestro Canal de WhatsApp.

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media