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El Telégrafo
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La lacra en el rostro de las letras

La lacra en el rostro de las letras
13 de enero de 2013 - 00:00

Un poco de funcionalismo y mucho de especulación

Lo feo es lo opuesto a lo bello, y lo bello es un criterio que depende de la época; puesto que el siglo XVII estuvo marcado por la hambruna y las epidemias, las personas sentían fascinación por las mujeres sobrealimentadas y robustas que Rubens presentaba en sus óleos, pero tan solo diez años después de su muerte ocurrida en 1650, Velásquez presenta “La dama del espejo”, mujer de cuerpo espigado, cintura de avispa y nalgas rotundas que marca una nueva sensibilidad.

Pero no viajemos hacia el pasado, tan lejos, las muñecas de rostros regordetes y brazos rollizos con que jugaban nuestras madres hace menos de cincuenta años parecen tener, junto a las actuales barbis, graves problemas de obesidad, y esas mismas muñecas, rubias, rosadas y sedosas, deben parecerles feas a las niñas afros, asiáticas e indígenas.

Y es que los conceptos de lo bello y lo feo, nos dice el escritor y semiólogo italiano Umberto Eco en su “Historia de la fealdad”, están en relación con los distintos períodos históricos y las diferentes culturas: «si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos o pudiesen dibujar con la mano y hacer obras como las que hacen los hombres, semejantes a los caballos el caballo representaría a los dioses, y semejantes a los bueyes el buey, y les darían cuerpos como los que tienen cada uno de ellos».

Marx, el filósofo que se ocupó de nuestros bolsillos, habló de lo feo desde el dinero, y aseguró que la tenencia de este puede aplacar la fealdad: «Soy feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Por tanto, no soy feo, porque el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, queda anulado por el dinero».

La belleza humana, como vemos, está mediatizada, pero existe un ideal de belleza física que se extiende, con pequeñas modificaciones, a lo largo de siglos y culturas, un ideal de belleza física signado por la simetría. Sobre este tema, el artista Oscar Tusquets afirma en su obra: “Contra la desnudez”: «… amamos el rostro de Heracles de Pericles, tanto como los griegos de hace 25 siglos amarían el de un joven Marlon Brando. El rostro de Nefertiti tiene tres milenios, pero nos parece ahora el de una sofisticadísima modelo, el de una maniquí; impoluto, satinado, absolutamente depilado». De ahí, puedo añadir, que el rostro de la reina fue enaltecido por artistas como Luis Buñuel y Salvador Dalí a inicios del siglo XX.  

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Hace más de cincuenta años, el Darwiniano filósofo Desmond Morris aseguró en su polémica obra “El mono desnudo”, que a diferencia del resto de especies animales, los humanos “sin olfato” debemos confiar en lo que vemos para ponernos en celo; en el rostro proporcionado y saludable, en la cadera ancha que promete un parto sin complicaciones; en los senos grandes, llenos de alimento. Igual las hembras de la especie, ellas también consideran deseable el cuerpo grande y triangular del macho, los órganos musculosos que en nuestro mundo violento, en perpetuo enfrentamiento, indica posibilidades de sobrevivencia.

Respecto a esta misma teoría, Tusquest dice que una encuesta funcionalista realizada entre personas, tanto de Manhattan como de tribus aborígenes de Australia, demostró que las mujeres prefieren, para padres de sus hijos, a especímenes de ojos grandes (ven mejor), separados (abarcan más campo), de piernas largas (corren más a prisa para atrapar a su presa o huir del depredador), musculosos (defienden con más facilidad a la familia). Por idénticas razones vinculadas a la sobrevivencia del más apto, los machos humanos prefirieron hembras con anchas caderas (para que den mejor salida al bebé) y buenos senos (para que amamanten mejor a las crías). Y tanto machos como hembras eligieron personas muy simétricas. La simetría, dice Oscar Tusquets, es una característica extremadamente deseable; “… un erizo, una estrella de mar, una medusa, esperan que su alimento se acerque, y cuando está a tiro lo capturan, en el momento en que estas evolucionaron a otras que se desplazan abandonaron la simetría radial para adoptar una configuración más eficiente para perseguir a la presa o para escapar de depredadores, una estructura de simetría especular”. Esta simetría especular, funcional, es lo que nos aleja de las especies inferiores y hace, cuando es proporcionada, a algunos ejemplares de la especie humana, más bellos que otros.

Dice Tusquest al respecto: «En una ocasión, almorzando con el gran director de fotografía  Nestor Almendros, hablamos de la estructura de diferentes rostros y de la mejor manera de iluminarlos y de fotografiarlos, aprovechando la oportunidad de conversar con un especialista me atreví a preguntarle, qué rostro de entre todas las actrices con las que había trabajado le había agradado fotografiar más, “no sé, quizá el de Kim Basinger, es tan simétrica”. En ese momento la respuesta me sorprendió, pero la he recordado y la he ido entendiendo a lo largo de los años, Kim Basinger es el organismo vivo más alejado de una medusa, es el espécimen más avanzado de la evolución de las especies».

También García Leal, en su libro, “La ley del más bello”, define esta categoría en función de la estética y asegura que los senos prominentes son bellos no solo porque se asocian a una lactación más eficiente, sino también por razones estéticas y eróticas, en la medida en que ofrecen una visión frontal de las nalgas, algo importante si consideramos que la cúpula de la especie humana es esencialmente frontal.

Sabemos además, gracias a la ciencia, que cuando vemos un rostro y un cuerpo bellos, lo que estamos viendo es un indicador de salud, y por lo tanto, deseable para aparearse.

Todo esto para decir, con base en el funcionalismo y apoyándome en la opinión de especialistas, que más allá de las estéticas impuestas por la pintura, la moda, la publicidad en épocas y culturas distintas, quien tiene la última palabra al hablar de lo bello y lo feo es la implacable naturaleza, y que con dinero o sin dinero, la fealdad se pasea muy oronda por las calles y, por supuesto, por las páginas de la literatura universal; se ensañó con la nariz superlativa, sayón y escriba, pirámide de Egipto  del Cyrano de Bergerac, y con la joroba del fabulador Esopo; y en el inabarcable territorio de las artes plásticas, feos son los monstruos de narices chatas de Notre Dame; los cristos torturados de los maestros flamencos; los cuellos descabezados de las angélicas mártires y los diablillos que someten a los pecadores, al menos aquellos que la Iglesia representaba antes de que escritores post renacentistas como Milton, los convirtieran en dandis tentadores.

Los feos de la literatura

Hay en el mundo clásico una inmensa profusión de monstruos creados para causar miedo. En el Antiguo testamento habita Leviatán; en El Banquete, de Platón, El Andrógino; en la Historia natural, de Plinio, El Basilisco; en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, se bambolean unos pechos asquerosos; y en La tempestad, de William Shakespeare, nada Calibán, un pez rancio con piernas de hombre y aletas semejantes a brazos.

Ni siquiera la mujer, expresión esencial de belleza, se salvó de ser considerada fea, monstruosa… Por influencia del cristianismo, que definió a la mujer como la raíz misma del pecado, durante la antigüedad e inicios del barroco, autores fundamentales de la literatura universal retomaron el vituperio del que fue objeto la mujer en las obras de Horacio, Cátulo y Marcial. Así, Dante Alighieri ve en su descenso al purgatorio una mujer «más bien tartaja, y bizca, y patituerta, y manca…». Giovanni Bocaccio afirma que la mujer es animal imperfecto, agitado        por mil pasiones desagradables. «Tenía esta (…) cuando salía de la cama por la mañana, la cara verde, amarilla, desteñida de un color niebla de pantano, y rugosa como lo están los pájaros en muda, arrugada y costrosa y todo desmoronada…».

Todo este tratamiento de la mujer devino posteriormente en la construcción de las brujas y sus largas narices y sus verrugas y sus quijadas como escuadras y sus risas y su maldad… Las brujas habitan el Macbeth, de Shakespeare; La noche de Walpurgis, de Goethe; El pueblo de las brujas, de Lovcraft; y hasta Blancanieves, por no hablar de muchos de los cuentos de los hermanos Grimm, en las que representan, además, en opinión de Italo Calvino, el paso de la sociedad nómada a la sociedad agrícola.  

Los feos del renacimiento son el gigante Gargantua y su hijo Pantangruel, personajes de Rabelais, desproporcionados y deformes, pero también heroicos, debido al humanismo que empieza a imperar en la época.

En su afán por mostrar absolutamente virginales a las doncellas a las que envileció, Sade caracterizó después, sátiros desagradables, extremadamente delgados o excesivamente obesos, callosos, malolientes y mugrientos, capaces de torturas sin fin. Pero no nos equivoquemos, sus perversiones también lo llevaron a poner en el centro de sus narraciones a ancianas de pellejos colgantes, completamente desdentadas, llenas de verrugas, eczemas y gruñidos resollantes, del mismísimo infierno.

Empezaron a atormentarnos después Frankenstein, Mr. Hyde y ejércitos de zombis y, por supuesto, Drácula, el genial personaje que Bram Stoker caracterizó entre sueños de opio, fusionando al vampiro del folclor de varios países europeos con el histórico conde rumano Vlad Tepes y los murciélagos americanos.

En este breve recorrido he olvidado a muchos que el inmenso Jorge Luis Borges incorporó en su Libro de los seres imaginarios, bestiario que ofrece las particularidades de cada uno de los monstruos que atormentaron a la humanidad desde el principio de los tiempos hasta la época clásica.

Si bien por otra parte hay en la historia de la literatura universal monstruos bondadosos como Cuasimodo o Frankestein, por lo general los feos de la literatura han sido caracterizados según la teoría de Cesare Lombroso, en la que el feo siempre es criminal, en la medida en que los defectos de la mala alimentación y otras enfermedades se hallaban entre los marginales. Esta teoría llevó a autores como Focault a caracterizar al homosexual del siglo XIX, a Franceso Nastriani a subrayar los rasgos de las prostitutas y a Edmondo de Amicis a atribuir a Franti, personaje de su clásica Corazón, fealdad y maldad en dosis proporcionales.  

Humberto Eco se refiere en su Historia…, al gusto que autores como Baudelaire experimentaron por la fealdad; a la monstruosidad que artistas como Otto Dix hallaron en la decadencia de la era industrial, y la desproporción artificial construida por surrealistas, dadaístas y cultores de lo kitsch y lo camp. Pero esos son temas en los que no voy a incursionar; demasiado me he detenido en preocupaciones antropológicas y estéticas como para ingresar, además, a los insondables territorios de la psicología y de las artes plásticas, especialmente cuando el objetivo de este artículo es, simplemente, demostrar la fealdad de mis feos preferidos de la literatura.

Espejos rotos o mis feos preferidos

La obra de Ian Fleming no es, ni mucho menos, mi preferida; pero la consigo porque en las páginas del autor de la imperecedera saga del agente secreto 007 se condensan las feas características que desde siempre se atribuyeron en la letras a los enemigos de las culturas, de los sistemas, de las naciones, y, por ejemplo, en su libro: Desde Rusia con amor, la soviética es lesbiana, del mismo modo en que el enemigo de Flash Gordon es asiático, o los enemigos del blanco y rubio Tarzán eran los mismo africanos  sobre los que reinaba con gritos.

Y bueno, díganme si detrás de la puerta no se escurre, por decisión de Kafka un personaje feo: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia».

El argentino Roberto Arlt presenta a Rigoleto, un jorobado al cual el narrador estrangula, porque le disgusta y porque considera, como Lombroso, que los deformes son personajes malvados: «… desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, cómo detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y vigoroso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traílas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba… Es terrible…, sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos…, de manera que al estrangularlo a Rigoleto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel».

En una abadía olvidada por todos, incluso por Dios; en una abadía medieval en perpetuo invierno, gobernada por un ciego que cree a rajatabla que Jesús jamás rió y que es visitada por la Inquisición en la medida en que ocurren detrás de sus gruesas paredes crímenes sobrecogedores; en una abadía creada por Umberto Eco, habita Salvatore, un jorobado de cabeza deforme que habla todas las lenguas y ninguna, y se arrastra, entre las sombras, en busca de un cuerpo caliente al cual poder acariciar.

Sobrecogedores son los personajes del cuento de Mario Benedetti, “La noche de los feos”: «Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por la que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos llenos de resentimiento, que solo refleja la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro».

El escritor austriaco Boris Vian nos regaló en Que se mueran los feos, novela de tinte policiaco que da cuenta de las investigaciones genéticas del doctor Schultz, un científico empeñado en mejorar a la humanidad hasta convertir a los habitantes en guapos y vigorosos. Los colaboradores de Schultz, al tiempo en que consiguen óvulos y esperma, venden las imágenes tomadas durante los experimentos y no tardan en conformar una red de venta de fotos porno.

En este circo de fenómenos literarios también habita Jean-Baptiste Grenouille, personaje de la inolvidable novela de Patrick Süskind, El perfume. Este asesino dotado con el más fino olfato de la historia de la letras, no solo nace entre las vísceras viscosas y sanguinolentas de una pescadería, sino que se caracteriza por su extrema fealdad, pues no solo es de baja estatura, encorvado y cojo, sino, además, dueño de un rostro cruzado por múltiples cicatrices y manchas propias de la desnutrición, y, por si fuera poco, por tener los dientes rotos y podridos.

El amante bilingüe caracterizado por Juan Marsé suma a su pusilanimidad y el abandono de su bellísima mujer, quemaduras que le desfiguran el rostro como uno de aquellos papeles que estrujamos y arrojamos por sobre el hombro al tarro de basura, que achicharran, además, las cejas, el bigote, el alma…

En “Auto de fe”, Elías Canetti, premio nobel de literatura 1981, puebla la historia de personajes feos. Kien, el protagonista, después de soñar que sus libros son quemados, se casa con su asistenta, una mujer iletrada y embrutecida, con la cabeza torcida, orejas anchas, chatas y prominentes, que balanceaba la cabeza y los hombros al hablar y al caminar. Más aun, el mismo Kien se convierte en mendigo y empieza a vagar por las zonas de sombra de la ciudad, con el alma llena de alucinaciones y una realidad inenarrable.

Y hablando de los monstruos de la literatura, no podemos dejar de nombrar la prolífica obra de J.R.R. Tolkien, autor que no solo realizó en El Hobbit y la trilogía El señor de los anillos, una síntesis de la mitología europea medieval, sino que identificó a sus personajes, durante la Segunda Guerra Mundial, con los aliados (hadas, elfos, hobbits) y las fuerzas hitlerianas que desean tomarse la tierra media (orcos). En la obra de Tolkien se sintetiza, acaso mejor que en ninguna otra, la noción del paraíso, del Olimpo custodiado por altísimas montañas, decorado con cascadas y vegetación exuberante, edificado con torres de techos circulares y columnas griegas y, por extensión, se sintetiza también la idea medieval del infierno, del hades, el mundo subterráneo, atravesado por ríos de lava, en perpetua oscuridad. En la obra de Tolkien se presenta, como en el anverso y el reverso de una moneda, el cielo y el infierno, lo angélico y lo demoniaco, lo bello y lo feo.

Feos locales

Si es cierto, como asegura Miguel Donoso Pareja, que antes de la década del treinta no existe en Ecuador un proyecto literario verdaderamente consistente, nuestra literatura surge plagada de indígenas alcoholizados, de mestizos que se avergüenzan de sus raíces, de montubios machistas y pendencieros, de seres que distan mucho, en suma, de semejarse a héroes románticos. Ya en estos años, Pablo Palacio caracterizó a su “Doble y única mujer”: «Mi espalda, mi atrás, es, si nadie se opone, mi pecho de ella. Mi vientre está contrapuesto a mi vientre de ella. Tengo dos cabezas, cuatro brazos, cuatro senos, cuatro piernas, y me han dicho que mis columnas vertebrales, dos hasta la altura de los omóplatos, se unen allí para seguir –robustecida- hasta la región coxígea».

Pero es Huilo Ruales Hualca quien ha creado los personajes más retorcidos y esperpénticos de la literatura nacional; príncipes devenidos en ranas, vagabundas sarnosas, minusválidos como sapos gigantescos que caen en espirales de decadencia y que tras acuchillar a cantineras se arrastran bajo la lluvia y sobre el lodo. Me refiero con este último ejemplo a Jesús, el antihéroe de El alma al diablo, uno de los mejores cuentos que se han escrito en estas tierras.

En la obra de Ruales puede apreciarse una propuesta estética  que busca en las sombras, en la decadencia, en la lujuria de lo feo, aquello que requiere ser perennizado en la literatura, como en su momento lo hizo Rimbaud, poeta que tras pasar una temporada en el infierno, encuentra a la belleza, amarga; como lo hizo Rilque, quien elogió a las prostitutas; como lo hizo Baudelaire al cantarle a una ninfa macabra.

Y no quiero terminar este breve texto sin mencionar El teatro de los Monstruos. En este, el libro de Viviana Cordero que más me gusta, habita Sinatra, personaje que se presenta a sí mismo en los siguientes términos: «A mí me dicen Sinatra, que quiere decir Sin Atractivo. Nací con el apéndice cerca del pecho, un ojo casi cerrado, la nariz chueca y el lado izquierdo paralizado por completo. Sí, nací mal, nací feo, nací deforme. Mi padre siempre decía:
-¿Quién es el más feo de la casa?
Y yo tenía que responder:
-¡Yo, papá! –con gran sonrisa».

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