Ecuador, 26 de Abril de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

Ensayo

La ficcionalización como reescritura y desfiguración de la historia

La ficcionalización como reescritura y desfiguración de la historia
24 de agosto de 2015 - 00:00 - Alicia Ortega Caicedo. Crítica literaria y docente

Todo texto literario se construye al interior de una tradición, en diálogo con otros textos que intervienen a manera de referentes de escritura e hitos de una memoria que es, a la vez, afectiva y literaria. En este horizonte, algunos textos explicitan ese diálogo con su propia tradición: textos que se cuelan en otros, escritores convertidos en personajes de papel, narrativas que explicitan su potencia creativa justamente en el juego de apropiaciones y reinvenciones. Algunas novelas ecuatorianas, publicadas en los últimos años, se construyen alrededor de una red de relaciones y referencias a otros textos, en las que la literatura misma deviene archivo y fuente de nuevas escrituras. Son novelas que se construyen al interior de un rico entramado intertextual, en el que el saber desplegado en torno al arte, y la literatura en particular, no es mero referente sino clave de lectura, detonante de memoria, homenaje (a una ciudad, a una generación), reescritura. Tatuaje de náufragos, Conejo ciego en Surinam y La desfiguración Silva son tres novelas contemporáneas que se inscriben en este modo de fabulación literaria.

En la ciudad: memoria de la tribu

En 2008, Jorge Velasco Mackenzie publicó Tatuaje de náufragos, novela que invita a ser leída como homenaje literario a una generación -el grupo Sicoseo, en la década de los setenta y comienzos de los ochenta: escritores que consolidaron proyectos de escritura y modos de vida alrededor del mítico bar El Montreal, frente al parque Centenario. Es también un homenaje a la ciudad, en el entramado de una escritura que aúna poemas y cuadros de artistas guayaquileños con fragmentos del espacio urbano que sobresalen como soporte de una memoria generacional. En el presente narrativo, Zacarías Lima, médico forense, se ve acosado por un sinnúmero de extravagantes muertes que van minando una ya frágil salud emocional. En el marco de estas incomprensibles muertes, la novela se acerca al relato policial: siguiendo los códigos del género, el poeta y cronista Jorge Martillo, amigo del doctor Lima Paladines e integrante de la banda del Montreal, interviene en calidad de agente secreto junto a su ayudante el pintor Lizandro Mendoza y la episódica asistencia del escritor Javier Vásconez. Estos hechos son el detonante de un ejercicio de infatigable rememoración alrededor de un lugar y una época, cuyo eje vertebrador es la figura y los poemas de Fernando Nieto Cadena.

Escritores y pintores aparecen con sus nombres junto a la obra que los ha convertido en paradigma de una memoria colectiva. El nombre real produce perdurabilidad: conecta épocas diferentes, anuda rupturas y discontinuidades del tiempo histórico, provoca al lector un sentido de familiaridad que actualiza el archivo de su propia formación lectora.

Óleos y poemas de artistas guayaquileños constituyen el archivo que incesantemente hurga el novelista. El doctor Zacarías Lima es un lector voraz, escritor en ciernes, álter ego de Velasco Mackenzie. Una de las riquezas de la novela es el logrado diálogo con versos y fragmentos de los libros que hacen parte de la biblioteca personal del médico forense. Los textos leídos se insertan en la trama novelística a modo de cita, detonante de memoria y reconocimiento. Destaca la reescritura del poema De última hora, tarjeta curricular extraviada, de Nieto Cadena: los versos originales, citados en la novela, dicen así: “Hubo una vez:/ Una isla un muelle un parque una iglesia una casa una cantina un restorán/ un hotel un prostíbulo un estadio una escuela una farmacia una biblioteca…”. Zacarías Lima/Velasco Mackenzie reescribe los versos, inserta otros, agrega incisos entre signos de puntuación ausentes en el texto original: “Hubo una vez: Una isla, la del Carmen en el Golfo de México donde el poeta vivía, atacado por una diabetes que lo estaba matando. Un muelle, en el malecón del río de la ciudad de los manglares. Un parque, Centenario de años frente al bar Montreal…”.

Escritores y pintores aparecen con sus nombres reales, insertados en la trama novelística, junto a la obra que los ha convertido en paradigma de una memoria colectiva; referentes de una generación, una época, una tradición artística: Nieto Cadena, Jorge Martillo, Dalton Osorno, Agustín Vulgarín, Fernando Artieda, el grabadista Walterio Páez, los pintores León Ricaurte, Juan Villlafuerte, César Andrade Faini y Enrique Tábara, entre otros. La sola enunciación del nombre propio real de escritores y pintores, libros, cuadros, lugares emblemáticos, produce en la novela un efecto de perdurabilidad. El nombre propio conecta épocas diferentes, anuda las rupturas y discontinuidades del tiempo histórico, provoca en el lector un sentido de familiaridad que actualiza el archivo de su propia formación lectora.

Especial lugar ocupa el pintor César Andrade Faini, cuyo óleo titulado ‘Carnaval’ parece cifrar las claves necesarias para resolver las muertes y extraños mensajes que acosan al médico. Es posible pensar que la novela de Velasco Mackenzie no es sino la reescritura de un cuadro, un ejercicio de traducción en el que las palabras fabulan la historia que formas y colores narran de otra manera. Finalmente, el misterio de las extrañas muertes no llega nunca a resolverse. Los informes que entrega Martillo se insertan como capítulos de la novela, así como los poemas, óleos, algunas esculturas y lugares de la ciudad en una escritura que, sin dejar de reflexionar sobre ella misma, cautiva la atención del lector. “Yo no confío mucho en las palabras escritas en los diarios. El universo poético es el único en que confío”, solía repetir Zacarías Lima. Es ese universo el que alienta Tatuaje de náufragos en el esfuerzo por rememorar una tripulación ausente, aquella que pobló los días y las noches de complicidades y lecturas en el Montreal.

El riesgo de comerse los papeles

Miguel Antonio Chávez publica, en 2013, Conejo ciego en Surinam, cuyo protagonista es un conejo, agudo observador y testigo de la realidad circundante. El escenario principal es un patio, que conecta los departamentos en donde viven M., asesor creativo para agencias de espionaje, y B., estudiante argentina que cursa una maestría en Golpes de Estado. En este patio habita el conejo, un conejo hedonista, que gusta de la música de Stockhausen, cuya mirada de “mamífero pensante” imprime en la narración un efecto de caricatura y cierta ajenidad con respecto a la cotidianidad humana. M. y B. son agentes de una Organización Secreta que parece regir los hilos invisibles y conspirativos que sostienen el orden requerido en el mundo. La misión de M. es asesinar al presidente de una nación sudamericana, innombrada en la novela. El asesinato debe realizarse en el marco de la Feria Internacional del Libro en la ciudad, en la cual está invitado M., en calidad de novel escritor. El registro narrativo de estos episodios es casi una parodia acerca de las fuerzas que controlan la estabilidad geopolítica a escala mundial. En el fluir de esta narración, el autor intercala, mezcla, nombres de políticos, escritores, artistas, que crean un efecto de verosimilitud en el relato de una historia reinventada y reescrita con los más diversos códigos, provenientes de una heterogénea biblioteca y de la industria cultural contemporánea. Esa biblioteca entra en la novela de manera propositivamente desordenada, en girones, como guiños de lectura que disparan diferentes caminos de indagación al interior de un escenario que privilegia el punto de vista animal -que combina la inocencia, la magia, el humor-, para narrar una suerte de sinsentido que parece gravitar al interior de la esfera humana.

El conejo enceguece, como está anunciado desde el título, porque se come el manuscrito de un texto narrativo escrito por M. Un manuscrito materialmente envenenado, que reescribe, en clave fantástica, el relato bíblico del Edén y la expulsión del Paraíso. Si atendemos la potencia alegórica del conejo, podemos pensar que su ceguera parece alertar acerca de los peligros de una lectura de extrema cercanía, como si acogerse a la literalidad de las palabras, comerlas sin masticarlas para luego devolverlas, resultara letal, al menos un ejercicio peligroso. “¿Qué es un lector sino un conejo que apenas puede ver las espesas manchas que proyectan sus propios ojos?”. La novela se construye al interior de un entramado intertextual, que exige un lector en movimiento: uno que pueda escapar a la tentación de comerse los papeles, que no es otra cosa que ser devorado por la literalidad de las palabras. Stockhausen, Mario Levrero, un Manual de crianza de conejos, Umberto Eco, David Bowi o John Cage, entran como referentes de una escritura que apuesta por el “desbloqueo creativo” en la posibilidad de trasegar un archivo de múltiples resonancias y diversas procedencias. Un archivo que moviliza una amplia interlocución con el mundo de afuera desde el patio de la casa propia.

La dosis de humor es la fuerza narrativa que conduce la escritura, una que combina humor y ternura, facturas narrativas provenientes del policial y la literatura detectivesca, en el horizonte de una reflexión de carácter metaliterario que no deja de preguntarse sobre el estado de las cosas en el mundo contemporáneo. Es justamente la presencia del conejo, su conducción narrativa, la instancia que dinamiza protocolos de lectura lúdicos, móviles, que, por el lado de lo fantástico y la potencia alegórica, conducen al lector por caminos grotescos y bizarros -en algunos momentos, al modo de una caricatura animada- de la escena contemporánea en clave de humor. Una escena frente a la cual el conejo no deja de tocar la puerta.

Todas las escrituras la escritura

El rodaje de un cortometraje por parte de un grupo de jóvenes universitarios en Guayaquil centra la trama anecdótica en la novela de Mónica Ojeda, La desfiguración Silva (2014). Su escritura procura, desde diferentes ángulos narrativos y formatos discursivos, juntar los fragmentos de una historia, exponer los sucesos tal como son recordados por quienes los protagonizaron. Las diferentes intervenciones narrativas -desde la mirada en retrospectiva de cada uno de los personajes- fracturan la linealidad del relato, producen un efecto de oralidad testimonial, perforan la escritura a partir de constantes digresiones en torno al cine, la literatura, el arte conceptual. Esas digresiones saturan al texto a modo de un acumulado de conversaciones sumergidas: la novela contiene capítulos que son parte de entrevistas, un cuaderno de rodaje, un guión de cortometraje, poemas, un ensayo literario, una biografía. Los personajes discuten y reflexionan sobre arte, porque es el mundo en el que se mueven: son estudiantes de literatura, de teatro, profesores de guión cinematográfico, periodistas. La novela apuesta por una escritura que interroga los alcances de su propia expansión discursiva, en tanto la narración va tejiendo nexos entre películas y recuerdos. Como si la novela misma se construyera al interior de un entramado intertextual, en el que el saber desplegado en torno al arte no es mero referente sino clave de lectura a modo de señaléticas que ordenan un mapa conceptual, una bitácora de exploración creativa.

Los autores de estas novelas son, ante todo, lectores de una tradición cultural: escriben desde una biblioteca compartida, cuyos catálogos se desordenan y cobran una nueva fisonomía en virtud de una particular relación afectiva con personajes, libros y escritores que pueblan nuestra memoria literaria.

Tres hermanos, cinéfilos y lectores empedernidos, roban un misterioso guión cinematográfico, inventan un personaje histórico, fabulan la biografía de Gianella Silva como la única mujer del grupo tzántzico, directora y guionista, cuyos cortometrajes habrían sido reseñados en la histórica revista Pucuna. El fantasma Silva adensa la escritura, a la vez que la interroga en sentido lúdico: reseñas, episodios biográficos, un guión de su autoría, arman un archivo apócrifo alrededor del cual se construye la novela: el entramado intertextual (cabe decir también intervisual) deviene escenario de un enigma que actualiza la pregunta por el autor y el sentido de originalidad en todo acto de creación: “El arte es un constante rehacer de lo que ya se ha hecho, un auténtico proceso de falsificación”, sugiere Irene, partícipe del clan conspirador de los hermanos Terán. Los personajes son fundamentalmente lectores y espectadores de cine, y es esa práctica la que agencia un proyecto que sitúa la lectura como acto creativo, desde donde es posible reinventar la historia. Referentes de una biblioteca/videoteca compartida se cuelan en la narración, la invaden, exhiben las múltiples complicidades de la escritura cinematográfica con la literatura contemporánea. Detrás de la invención de Gianella Silva, la autora escenifica el proceso creativo: como si la ficcionalización no fuera sino siempre la re-escritura de otro texto, la deformación de una historia, la desfiguración de un referente (real o ficticio).

“La historia empieza con la escritura -me dijo Duboc por teléfono-. Tienes que entenderlo o estás jodido: lo que ellos querían era cambiar una parte de la historia, agregar una mujer a los tzántzicos, una cineasta brillante en donde no hubo cineastas brillantes; una mujer en donde solo hubo hombres y también inventar a la mejor creadora que haya existido jamás en este país de mierda”.

La historia comienza con la escritura ciertamente, o, cabría precisar, con la reescritura, como parece sugerir el título del cortometraje, Amazona jadeando en la gran garganta oscura, pues se trata de un verso de Alejandra Pizarnik, del poema ‘Formas’. Una constante reflexión acerca del acto creativo como engranaje metonímico atraviesa la novela, en tanto cada referente incrustado en ella expande la escritura, articula nuevos matices en la comprensión del entramado anecdótico, en el marco de un escenario que dinamiza prácticas de influencia, parodia, cita, como mecanismo de aprendizaje, estrategia lúdica que funda y, a la vez, quiebra toda tradición. El personaje central, el fantasma de Gianella Silva, es inventado como miembro olvidado del movimiento tzántzico. Ulises Estrella y otros integrantes del movimiento vanguardista de los años sesenta son también nombrados, como referentes de la escena cultural ecuatoriana del siglo XX. El nombre propio hace posible el encuentro del lector con fragmentos de la historia real, puesto que opera como huella/testimonio de un acontecer. Si por un lado, el nombre de cineastas y guionistas detona el fluir de un pensamiento metacrítico, por otro, y de manera simultánea, el nombre del movimiento tzántzico, el de Ulises Estrella y de otros escritores, articulado al motivo que empuja la trama anecdótica, se relaciona con una idea matriz que empuja la novela desde la enunciación de su título: la travesía de la escritura, en tanto reescritura que desfigura/desdibuja/deconstruye la historia, dinamiza la potencia creativa en todo proceso de exploración artística. Una exploración en la tradición, puesto que toda re-escritura supone un gesto de reconocimiento.

En la novela dos personajes portan el mismo nombre: Gianella Silva, escritora y encargada de la dirección fotográfica del cortometraje, y la Gianella Silva tzántzica, personaje apócrifo del movimiento, conjugan algo parecido a un juego de espejos, al interior de un divertido entramado intertextual que indaga en la problemática del simulacro y las repeticiones, al tiempo que desestabiliza toda certeza de representación y semejanza: “La verdad, la única en este desierto de repeticiones, es que mi nombre no es Gianella Silva: es Gianella Silva”, frase que deshace la vieja equivalencia entre semejanza y afirmación, tal como lo planteó Foucault en la lectura que hizo de Magritte. Este juego que inventa una mujer allí en donde nunca existió, en la pretensión de reivindicar la única mujer tzántzica, es un poco reírse de la historia, desestabilizarla desde una interrogante con marca de género. Esa interrogante parece situarse al inicio de la escritura, casi como detonante en el señalamiento de un hueco, de un contenido vacío frente al cual la escritora apela no a la historia “real”, sino a la desfiguración de ella desde el deseo y la experiencia lúdica.

Los autores de estas novelas presentadas son, ante todo, lectores de una tradición cultural: escriben desde una biblioteca compartida, cuyos catálogos parecen desordenarse y cobrar una nueva fisonomía en virtud de una particular relación afectiva con personajes, libros y escritores que pueblan nuestra memoria literaria. Reconocer en la lectura a escritores en calidad de personajes despierta en nosotros eso que el historiador Maurice Halbwachs denomina “el sentimiento de lo ya conocido”.

NOTAS

1.- Velasco Mackenzie, Jorge (2008). Tatuaje de náufragos, Quito: Ministerio de Cultura.

2.- Chávez, Miguel Antonio (2013). Conejo ciego en Surinam, Bogotá: Mondadori.

3.- Ojeda, Mónica (2014). La desfiguración Silva, La Habana: Editorial Arte y Literatura. Premio Alba Narrativa.

Para estar siempre al día con lo último en noticias, suscríbete a nuestro Canal de WhatsApp.

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media