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El niño Truman Capote y su última navidad

El niño Truman Capote y su última navidad
Crédito foto: Carl Van Vechten.
28 de diciembre de 2015 - 00:00 - Marcelo Recalde, Catedrático y escritor

Es cierto que se aprende más de un fracaso que de un triunfo. Truman Capote, Música para camaleones

Un recuerdo navideño es un cuento escrito por un niño. No importa que este niño se llame Truman Capote (1924-1984) y que haya sido uno de los estilistas estadounidenses más importantes de la historia de la literatura, ni que en realidad lo haya escrito cuando tenía más de 30 años: el escritor de esta historia siempre seguiría siendo aquel muchacho que se crió sin sus padres en Monroeville, un pequeño pueblo del estado de Alabama.

Como en muchos otros artistas, en el pequeño Truman Streckfus Persons (nombre verdadero de Capote) el anhelo de escribir nace como la necesidad de rechazar el mundo y la realidad que lo rodea. Conocido es, por su propia boca, que empezó a escribir para aplacar las penas y el sufrimiento que le trajo el desdén de sus progenitores: Archilus Persons y Lillie Mae Faulk.

Las biografías, y entre ellas la definitiva de Gerald Clarke, coinciden en un hecho: la ausencia del padre y las intermitentes apariciones de la madre lo confinaron a un mundo de desdichas y traumas. Así, ni el cariño de la incondicional tía Sook, personaje importante de su infancia y cuyo tierno e inocente recuerdo es evocado en este cuento, pudo reemplazar el afecto que nunca recibió de unos padres egoístas.

Todas estas circunstancias debieron afectarle mucho, pues, Capote, a pesar de su gran talento, actuó toda la vida como un niño débil y necesitado de afecto que siempre trató de llamar la atención de los demás. Luego de leer la biografía de Gerald Clarke, haber releído todos sus cuentos (editorial Quinteto) y de haber realizado la pertinente investigación para realizar esta nota, me pregunto si en realidad la misma literatura no fue sino otra estrategia para recobrar simbólicamente el interés ausente de sus padres por medio de la atención que despertaba en los otros (su fama). Claro, en esto, y al contrario de lo que sucede en la mayoría de los casos, se diferenció por su talento y dones literarios. Por la precisión de una prosa en la que recogía tanto “lo visto como lo oído” y en la que evidenciaba un profundo conocimiento de sí mismo y de las personas que retrataba. Introspectivo, misterioso, pero siempre preciso (“fuerte y flexible como la red de un pescador”) son palabras que bien pueden definir el estilo de Capote.

Un preámbulo biográfico

La relación de Lillie Mae y Arch (los padres de Capote) fue, desde un principio, un desastre. Truman fue un hijo no deseado. El padre fue el típico charlatán lleno de sueños, deseos y ambiciones que jamás pudo cumplir. Sin embargo, su palabrería le bastó al menos para conseguir algo: gracias a ciertas coincidencias y a su habilidad para la mentira, pudo ilusionar a la madre de Truman Capote (Lilie Mae Faulk, una de las mujeres más guapas de Monroeville) que —acosada por el pesado ambiente familiar en el que vivía— aceptó, en un momento de debilidad, casarse con él. Luego de la fiesta, que se celebró en la casa de la novia, Arch, que había prometido a su esposa una luna de miel decente, terminó llevándola a un motel de mala muerte pues, como pasaba muchas de las veces, había perdido todo su dinero en algún torcido negocio. A los pocos días, Lillie Mae aceptó para sí misma su error, entendió que Arch era un perdedor y embustero, y estaba decidida a abandonarlo cuando se enteró de algo: su embarazo.

Incapaces de ver más allá de sus propias emociones, ambos poseían uno de los defectos más comunes de ciertos padres (del que generalmente no suelen tener conciencia): el egoísmo. Luego de la separación, lo que vivieron fue una lucha, llena de odios y rencores personales, en la que afectaron directamente al pequeño Truman, pues ninguno renunció a seguir llevando la vida que había llevado hasta entonces. Así, mientras Arch seguía a la zaga de los millones que supuestamente alguno de sus dudosos negocios (que le tenían viajando por todo el país) le daría, Lillie Mae no renunció al sueño de ir a Nueva York y encontrar el anhelado éxito (dicho sueño se traducía en un objetivo: encontrar un marido con dinero). Para esto último, tuvo que dejar a Truman encargado en la pequeña hacienda de Monroeville, lugar en el que el escritor se criaría con sus tres tías solteronas (Jennie, Callie, Sook) y el solitario tío Bud.

Al respecto, Gerald Clarke dice: “En todas estas relaciones el único que sufría era Truman, y si es cierto, como dicen los psicólogos, que la mayor ansiedad de un niño (el temor original) es verse abandonado por sus padres, entonces él tenía razones para sentir esa ansiedad”.

Todo es mágico en la memoria

Un recuerdo navideño, cuento publicado en 1952 en la revista Mademoiselle, es la historia de una amistad. O, para ser precisos, del final de una amistad. Una amistad sincera. Única. Una amistad tan entrañable y desinteresada que es casi imposible encontrarla entre las personas comunes, de antes y de ahora, y que solo puede ser posible entre un niño de 7 años (Buddy) y una anciana de más de 60 (la prima Sook). Pero miento. Soy inexacto. Porque en este cuento falta un personaje, otro amigo que comparte este verdadero y puro sentimiento —y por esa razón solo puede tratarse de un animal—: Queenie, la “pequeña terrier anaranjada y blanca” de la familia.

La trama del cuento es simple pero no por ello menos perfecta y profunda: Una buena mañana de finales de noviembre, Sook —una anciana solterona, que muchas personas del pueblo consideran algo retrasada por su ingenuidad infantil, se despierta y le dice a Buddy: “¡Ha llegado la temporada de las tartas! Vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero”.

Esta noticia entusiasma a nuestro narrador-protagonista, un pequeño de siete años, que ha hecho de esta costumbre, más que un hábito, un ritual. Desde ese instante nada más ha de importarle. En lo que respecta a la prima Sook, Buddy evoca la relación que mantiene con ella de la siguiente manera: “Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña”.

Es a partir de la frase “sigue siendo pequeña” que el lector empieza a entender las particularidades de ese vínculo que une a Buddy con la vieja Sook: ambos comparten una visión extasiada de la vida que suele ser característica de la niñez. En oposición a los otros integrantes de la familia, que representan a los adultos —esos seres que han perdido esta percepción singular del mundo—, ellos, Buddy y Sook, mantienen una visión maravillada, inocente y espiritual de la realidad. Ambos creen en los fantasmas. Ambos son, a su modo, religiosos (son panteístas, pues creen que hay un dios que está presente en todas las cosas).

Ese reclamo, ese enfrentamiento entre estas visiones del mundo, en el que se contrastan dos periodos de la vida de las personas (la niñez y la vida adulta) es el que acompaña a toda hora el relato. Sin embargo, este reclamo nunca aparece, como pasa en las grandes obras, de un modo directo, sino que late subtextualmente y sugerido a lo largo de sus líneas. En este sentido, el cuento Un recuerdo navideño es una crítica al mecanicismo, a la falta de sinceridad, a la visión interesada, materialista e hipócrita con la que suelen mirar la vida la mayoría de adultos.

De ahí que uno de los temores más grandes de la vieja Sook sea ver crecer al pequeño Buddy: “Me da la sensación de que antes tenías la mano más pequeña (le dice). Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?”. La respuesta por parte del niño no se hace esperar: “Siempre”, le dice de modo contundente el protagonista del relato. Y no mentía.

Pero —y por otra parte— hay otra circunstancia que propicia el hechizo que produce el tono del narrador del relato: la persona que cuenta la historia vuelve a su pasado con ilusión, dejándonos ver que todo es mágico en la memoria. El narrador parece estar seguro de que uno solo puede ser o creerse feliz en el recuerdo. Así, Buddy, por más triste que le resulte, evoca esta última Navidad con su amiga, siempre con una placentera gota de nostalgia que demuestra su amor por ese pasado en el que, como muchos de nosotros, cree haber sido feliz.

El recíproco afecto que comparten entre ellos es tan fuerte y puro como un cristal, un diamante brillante y duro en el que el resto, es decir los otros familiares, salen sobrando. En efecto, cada vez que Buddy se refiere a los otros miembros de la familia, lo hace en términos como estos: “También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia”.

Tal es la indiferencia, tanto de Sook como de Buddy, hacia el resto de incomprensivos primos, que las tartas que han hecho no son para compartirlas con ellos en la cena navideña. Las treinta y un tartas que han preparado ese año son para regalarlas a otras personas, seres apenas conocidos: “El presidente Roosevelt […]. El pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. Abner Packer, el conductor de autobús de las seis, que cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Winston, cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal…”.

Lo importante es regalar las tartas a todos esos desconocidos que han dejado una buena impresión y un buen recuerdo en la cabeza de Buddy y Sook, pues para este singular par solo la ilusión permite el cariño (Sook piensa que cuando más se conoce a una persona más repulsiva se vuelve).

Luego de que han dejado en el correo todas las tartas y de que han gastado sus últimos ahorros en las estampillas para enviarlas a sus respectivos destinos, justo en la noche anterior al 24 de diciembre, los agotados personajes deciden festejar bebiendo en vasos de plástico el poco whisky que ha quedado (después de preparar las tartas) en las botellas. “Mi amiga está empeñada en que festejemos. [..] A Queenie le echamos una cucharada de Whisky en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria y bien cargado)”.

Este es uno de los momentos más intensos y estremecedores del relato, pues en contra de toda norma y pronóstico vemos ebrios de whisky y felicidad a un niño, a una vieja y a un terrier que cierran el ritual de la realización de las tartas navideñas con esta pequeña fiesta en la que tampoco faltan el baile ni la música. Sin duda, esta es una de las borracheras descritas más memorables de la literatura, pues el lector la entiende como un gesto emocional y rebelde que se enfrenta a la rigidez de lo establecido.

Así, Sook y Buddy bailan entusiasmadamente ‘Show me the way to go home’, un tema de la época, como si presintieran que esa amistad intensa y plena pronto será interrumpida por la malicia incomprensible del mundo exterior, que está gobernado por normas claras y rígidas. Y en efecto esto es lo que ocurre cuando los demás miembros de la familia entran en la habitación de Sook y ven aterrados el espectáculo: “¡Un niño de siete años oliendo a Whisky! ¡Te has vuelto loca! ¡Estás chiflada! […] Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!”.

Es imposible no recordar con tristeza en el corazón, ese momento en que Buddy, luego de que Sook se ha puesto a llorar en su cama, intenta consolar a su amiga:

Eres demasiado vieja para llorar (le dice Buddy).

Por eso lloro —dice ella, hipando—. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.

Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oye, como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.

Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual está prohibido) para lamerle las mejillas.

Un entrañable desenlace

A partir de este momento, dos son los rituales que los protagonistas del relato compartirán por última vez aquella Navidad: ingresar al profundo bosque para cortar “el más precioso árbol” que puedan encontrar y la entrega del regalo que se darán el uno al otro, ya que a Queenie han decidido obsequiarle “un buen hueso masticable de buey”.

En lo que respecta al árbol, luego de que han escogido “ese que mide el doble de Buddy”, lo decoran con todos los materiales que tienen en casa, pues como no hay dinero, no pueden darse “el lujo de comprar los esplendores made- in-japan que venden en la tienda de baratijas”.

Así, poco a poco, recortan en forma de estrellas, de ángeles, de peces y manzanas esas hojas de papel estaño (que han guardado en un cajón después de comer sus chocolates) y las colocan en el árbol. “Mi amiga quiere que el árbol arda ‘como la vidriera de una iglesia baptista’, que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos”. El resto de ornamentos —que han guardado de las navidades anteriores— los sacan de “un baúl que hay en la buhardilla”.

Sin embargo, luego de que han terminado de hacer el árbol de Navidad, el poco dinero que habían juntado de sus ahorros durante todo el año se les termina, cosa que les angustia pues tanto el uno como el otro ha pensado en su regalo ideal: “A ella le gustaría comprarme una bicicleta. Lo ha dicho millones de veces: Lo que más me disgusta es no poder regalar aquello que les gusta a los demás. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo, Buddy, quizá la robe”. A él le gustaría darle “una navaja con incrustaciones de perla en el mango, una radio y medio kilo de cerezas recubiertas de chocolate”.

Pero la verdad es que ninguno de los dos tiene el dinero suficiente para darle el uno al otro lo que anhela. De modo que lo que hacen en realidad los dos amigos es ir cada uno a su habitación a fabricar con sus propias manos el regalo que todos los años se entregan el uno al otro: una cometa.

La noche anterior a Navidad, nuestros entusiasmados amigos, luego de haber preparado los regalos que les entregarán a sus otros parientes (pañuelos teñidos para las mujeres y jarabe de limón para los hombres) no pueden pegar el ojo por la ansiedad que les causa el gran día:

Entonces, con toda mala intención, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo claqué ante las puertas cerradas. Uno a uno los parientes emergen con cara de sentir deseos de asesinarnos pero es navidad, y no pueden hacerlo.

Se sirven el desayuno, pero tanto a Buddy como a Sook les mata la ansiedad de ver los regalos, y apenas prueban bocado. Entonces, por fin, llega el momento de abrirlos; Buddy sentencia: “Me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan de quicio. De verdad”.

Tal es el tipo de regalos que les entregan sus parientes. Pero en realidad, para cada uno de ellos el mejor regalo es la cometa que ha hecho el uno para el otro y que ambos salen a volar por última vez en aquel día de viento, en aquel prado en el que Queenie ha ido a esconder su hueso y “en el que dentro de un año será enterrada”.

Pero antes de que acabe todo esto, en medio de ese verde paraje en el que flotan ese par de cometas, y a modo de despedida, la tía Sook le dice a Buddy:

Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviera muy enfermo, agonizante. [...] Pero apuesto que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas tal como son (la mano de Sook traza un círculo en un ademán que abarca nubes, y cometas, y hierba, y hasta Queenie, que está escarbando la tierra donde ha enterrado su hueso), tal como las has visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar el mundo con un día como hoy en la mirada.

Y así mismo será, pues a partir de ese día, los padres de Buddy han decidido enviarle a una escuela militar y alejarle de la influencia de la vieja y orate Sook. Por su parte, ella seguirá haciendo las tartas unos cuantos años más, pues luego del viaje de Buddy y de la muerte de Queenie, le resulta muy difícil levantarse esos finales de noviembre a hacer las tartas. Hasta que un día no lo hace. Ese día en que Buddy, en el colegio militar, cree ver un par de cometas en el cielo.

Conclusión

Se sabe que William Faulkner, luego de leer El viejo y el mar, uno de los últimos relatos de Hemingway, afirmó que en este texto el escritor de Illinois “había descubierto a Dios”. El escritor de Mississippi expresó estas palabras con la intención de darle un nombre a ese aspecto místico que emana del coraje de un viejo que se enfrenta a las circunstancias de la vida. Pues, lo mismo se podría decir de este relato de Capote, en el que lo mágico, espiritual y sagrado no se encuentra tanto en la ferviente fe de Sook y su visión panteísta del mundo, ni en esas dos cometas que imagina el narrador al final del relato, sino en los recuerdos y el corazón de este escritor atormentado que, a pesar de la fama y el pasar de los años, jamás renunciaría a ver sus recuerdos con la inocencia del niño que nunca dejó de ser.

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