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El Chulla Romero y Flores: un hombre sin pasado

El Chulla Romero y Flores: un hombre sin pasado
10 de marzo de 2013 - 00:00 - Marcelo Recalde

La trampa

El Chulla ha caído en la trampa. La mujer con “cara de caballo de ajedrez”, Doña Francisca de Paredes y Nieto, lo ha invitado a pasar al salón en donde lo espera “lo mejorcito de la ciudad”: la dama quiere abochornarlo en público. El Chulla, pese a que intuye el riesgo no declina. Siente que algo lo arrastra, que invisibles fuerzas lo obligan a elecciones imprecisas y no convenientes. Impulsos antagónicos pugnan en su mente: aceptar implica la posibilidad de hacer el ridículo, negarse significará ser un cobarde. Decide ir. “Por algo soy el fiscalizador”, se dice a sí mismo, invocando una máscara.

Sin embargo, apenas Luis Alfonso (el Chulla) ingresa en el lugar, percibe que es un intruso y que por algunos motivos, que nunca ha comprendido del todo, se le rechaza, que el disfraz no alcanza, que la leva estrecha deja ver los puños sucios de la camisa. Los invitados se cierran. Los invitados brindan sus espaldas, los invitados se ríen, se burlan (o al menos eso cree él en sus delirios que no son de loco pero tampoco de cuerdo).  

Detengámonos un momento, veamos a nuestro personaje: está solo (1), y aunque quiera precipitarse por salir de esa incomodidad, todo esfuerzo, todo comentario, toda sonrisa por escapar lo hunden más en su “acholamiento”, en un bochorno que le atemoriza y que se muestra en esa sangre que le sube al rostro y le delata en este tipo de momentos.  

Entonces, busca un ardid. Ellos no pueden portarse de esa manera. Después de todo él es el fiscalizador. Si no le respetan como persona le han de respetar como burócrata, como funcionario. Tras de sí están la autoridad, la razón y él las hará valer… Pero a ellos poco les importa la demostración legal que él ha venido a brindarles.

Es en ese instante cuando, ya fuera de control, el Chulla empieza a gritar a todo pulmón: “soy el fiscalizador, soy el fiscalizador”. Ni que decir tiene que el efecto es desastroso, y que lo único que consigue es que volteen unos ojos ardientes en los que se revela el desprecio. Luego, el golpe de gracia. La “señora de cara caballuna” malvadamente sentencia: “Ah, olvidé presentarles a ustedes, el caballero es hijo de Miguel Romero y Flores”. “Arraray, arraray, carajo”: el secreto se ha revelado.

La mujer ha echado su carta más maligna: ha descubierto, para diversión de los presentes, el origen escondido, aquel que el Chulla ocultaba en lo más profundo no solo de la mente sino del corazón. Lo ha desnudado, lo ha abierto.

El espectro de su padre, ese alcohólico fracasado que acabó sus días corrompiendo su sangre con una india, aparece, invocado por la memoria para abochornarlo. La máscara de fiscalizador cae al suelo, hecha pedazos de mentira, pues eso es lo que es para ellos: “Arraray, arraray, carajo”.

Roland Kuhn, psiquiatra suizo, ha dicho que “la máscara termina con el pasado” y que es el deseo de tener un “nuevo porvenir” el símbolo que se quiere en ella 2. Y es, precisamente, por ello que cuando la máscara se ha desprendido del rostro del Chulla, el pasado se  conjura como un enemigo, y el origen indio, “bastardo”, se atenaza a su ser y lo define en un estado: la vergüenza.

Ya Octavio Paz, en un famoso ensayo (Máscaras mexicanas), hablaba del “cerrarse” como estrategia de defensa del mexicano, cuyo temor principal sería “abrirse”: mostrar lo que se quiere oculto, dar la oportunidad al otro de atravesar una frontera, “rajarse”.

Asimismo, el Chulla ha quedado abierto ante esas miradas. Sodomizado por esos ojos y por esas conciencias se siente vulnerable, pues desnudarse es ser nadie... Veamos qué le resta por hacer.

10-03-13-cp-sombreroCiudades como humanos

A principios del siglo XX el proyecto de modernización en Latinoamérica —al que, desde un siglo atrás, se habían adscrito los nacientes Estados-nación de la región— entra en un periodo decisivo: la objetivación histórico-social de la ciudad moderna.

La configuración de dicho proyecto, sin embargo, en el caso de las ciudades latinoamericanas, entre ellas Quito, es un fenómeno complejo y paradójico. Las tensiones crecen entre los “discursos de civilización” y las manifestaciones de “barbarie” que los contradicen.

El “orden ideal” que se quiere para las ciudades proyectadas no es tal. La ciudad se expande y su expansión escapa a lo planificado. Por un lado, el encuentro heterogéneo de personas con realidades distintas, de estratificaciones sociales diferentes y etnias y culturas diversas se opone a la construcción de ese “ciudadano ideal y prototípico”; por otro, el crecimiento de la población, producto de una migración interna en el país, rápido, desordenado e irregular, desborda el marco en que se quieren organizados los sujetos dentro de un paisaje urbano.

En medio de estas transformaciones y multiplicaciones de la ciudad, sin embargo, y según una estudiosa del tema (3), se podría identificar la conformación al menos de dos ciudades dentro de una: …una ciudad vieja —decadente, laberíntica, pobre y sucia que abarca el centro y se desplaza longitudinalmente al sur—; y una ciudad moderna —de grandes edificios, centros comerciales, restaurantes, discotecas y barrios residenciales— que se desborda en insólito alargamiento, entre las faldas de las montañas hacia el norte.

Emergen, entonces, dos Quitos. Dos enemigos que se quieren entre sí excluidos, pero que en la realidad coexisten, se entrecruzan y se mezclan en un fenómeno social, dinámico e histórico que ha determinado la construcción de la identidad de sus ciudadanos.

Hay que aclarar que no se trata de una separación quirúrgica, de una marca que divida pasado y futuro, sur y norte de manera perfecta y de un solo tajo. Una imagen menos imprecisa sería la de la ciudad como una cabeza llena de barahúnda, una Quito paranoide en la que un par de voces, sobre todo, se imponen y contrapuntean.

De este par de voces la primera es la del discurso del proyecto modernizador. Representa el futuro, la legitimidad, lo ideal, el orden y la letra, pero  también el dominio, la exclusión y la negación.

La segunda es la voz del Otro Quito. Voz enemiga del discurso moderno y sus proyectos encarnan para este lo indeseable: barbarie, pasado, pobreza, marginalidad; lo indígena, lo negro, lo mestizo… lo grotesco.

Esta pugna por poderes interpretativos —de la que aparentemente resultó triunfante la del proyecto modernizador— fue decisiva en la configuración física de nuestra ciudad (su arquitectura) y la construcción ideológica de sus ciudadanos.

Poco a poco un puñado de “creencias”, discursos, teorías, prejuicios e ilusiones  fueron conformando una ideología dominante (un sistema estructurado de  ideas y valores) que justificó,  validó e impuso como oficial esta interpretación excluyente de “la realidad” en el conglomerado de los quiteños.

En principio este discurso encontró apoyo en la poderosa clase social a la que beneficiaba directamente, pero luego -como ideología impuesta- fue paulatinamente aceptado, asimilado y “creído”, incluso, por aquellos a los que excluía, rechazaba y negaba: así explotadores y explotados lo reafirmaron.

Se trató de una conquista, un ejercicio de violencia simbólica: una imposición de la visión y de los intereses de un sector hacia otro. El que quería ser ciudadano debía “renunciar” no solo a las particularidades de su origen (ocultar su raza, tradiciones y lengua)  sino a su pasado, a parte de su historia.

Voz acallada, el Otro Quito se volvió una  sombra del Quito Moderno. Parte maldita de la que era imposible deshacerse -pues era su piel- debía maquillarse, ocultarse, disimularse y disfrazarse. A algunos de sus habitantes se les obligó a aislarse, a obedecer o callar: tales fueron las circunstancias en las que se estableció ese violento intercambio cultural, afectivo, económico y social que caracterizó al proceso de mestizaje en nuestras ciudades andinas. Se trataba de sobrevivir y a muchos, igual que a cualquier especie en amenaza, les tocó encontrar estrategias para adaptarse. Muchas de tales estrategias fueron degradantes.

La mirada de “ellos” (esos privilegiados que querían un Quito y unos ciudadanos a imagen y semejanza de las metrópolis europeas) se volvió un juicio casi sagrado.
Mirada esclavizante, mirada de miedo y -digámoslo todo- de muerte comienza, igual que un dios, a dar forma a lo que quiere ser visto.

Cada juicio de ese mirar levanta o impide un acto, recrea o apaga un gesto en ese actor que lucha por su vida. “El ciudadano debe ser de esta forma”, “una persona educada no procede así”, “qué prendas son esas”, “qué maneras de comportarte en la mesa tienes” son los cotidianos y, aparentemente, cándidos comentarios que comienzan a poner en marcha este siniestro proceso. En este dilema, muchos de esos excluidos, se vuelven actores que abandonan sus vidas para representar un papel escrito por este orden social e ideológico.

De todos ellos, sin embargo, hay un personaje, específico, que evoca el desgarro por excelencia, el umbral entre pasado y futuro, la intersección entre culturas y etnias: el mestizo (cuya representación literaria es el Chulla).

Así, lo mismo que su ciudad, este personaje, este mestizo urbano, como lo llama Manuel Corrales (4), simboliza y padece las contradicciones de este momento histórico pues emerge de esa misma violencia, no querida pero dada, que se inició con la colonización y que se reafirmaba en el proceso de modernización de la ciudad.

Agustín Cueva describe esta situación: En la narrativa icaciana, el mestizo se manifiesta esencialmente como el punto de cristalización subjetiva de todas las contradicciones sociales. Atrapado entre “dos razas”, dos culturas, dos instancias estructurales y hasta dos edades históricas, configura un lugar de desgarramiento y de desarraigo antes que un espacio privilegiado de fusión. Como solía decir Jorge Icaza: en el alma mestiza no se desarrolla en realidad un monólogo interior, sino un permanente diálogo entre dos mundos irreconciliables.

De ahí que como mestizo, es decir como un sujeto que lleva sangre indígena, el Chulla trate de ocultar los elemento raciales de su propio ser, pues ellos le distancian del ideal de ciudadano de la ideología dominante a la que aspira. De ahí, también, que abandone su pasado y parte de su  historia, y busque alejarse espacialmente del Otro Quito: tal es su fuga.

Mezcla de fascinación y odio su conciencia se aliena. Vive para el otro. Sin piso firme ni tradición que lo sostenga, en él se observa la ligereza del adolescente, del inmaduro, de aquel que depende de los demás para decidir sobre sí mismo y su futuro: un futuro que al no conectar con un presente y un pasado asimilados por un carácter, se expresa menos en el ideal o “proyecto de vida” que en la ensoñación o la fantasía. Tales son las razones para que la fuerza de su vida se pierda más en representaciones que en acciones. Tales son las razones para sentirla como un vodevil: algo simbólico y representado pero que realmente no pasa.

Entonces empieza el espectáculo: Luis Alfredo toma la levita, la máscara del ciudadano, el sombrero de copa y, aunque las prendas no son de su talla, yergue su porte y emprende la caminata. “Mira”, dice la gente, “es el Chulla”, “es el Chulla”.

Fetiche y fantoche

La máscara es una imagen congelada, acabada y realizada que propone una identidad estable. Quien se la pone se transforma pero a la vez se mantiene. Se deifica, se vuelve Dios (o el Diablo), dejando atrás el dinamismo, la contingencia e inconsistencia de lo humano.

De ahí que lleve consigo un aura de atemporalidad, de sacralidad, de no transformación o cambio. Espada o escudo, su dureza permite el ataque o la protección, pues arraigada en las conductas y ritos más antiguos de nuestra especie, ha sido un recurso invaluable como herramienta y estrategia de supervivencia: posibilita la adaptación a ciertas exigencias del exterior.

En algún momento de nuestra vida todos la hemos usado, porque hemos sido “esclavos del otro” o, para ser precisos, de “su mirada”.

Esos ojos de amenaza “exigen” que “represente” mi papel de fuerte, de autoritario, de valiente. A veces ni siquiera tenemos conciencia de ello y mi seriedad proviene de un rol que desempeño: soy burócrata, soy catedrático, soy diplomático. Me he creído el papel. La complejidad de mi personalidad se resuelve en pocos trazos: el estereotipo.

La máscara y el disfraz, como metáforas de lo estable, de lo realizado, tienen relación directa, socialmente hablando, con las creencias: de ahí que solamos asociar la máscara a lo falso, al engaño, pues, en ocasiones el disfrazado, nos quiere “hacer creer qué…”

Hay que aclarar que en el caso de este artículo, nos importa menos la función teatral y ritual que pueda tener la acción de enmascararse, que interpretar su simbolismo y significado como metáfora social: un acto por el que los sujetos adquieren identidad y valor al “aparecer” de determinada forma ante los otros.

Se trata entonces del aparecer, del representar. Cuando me enmascaro estoy esclavizando mi ser al ojo del otro, sea este el público, Dios o una clase social a la que me ofrezco como espectáculo. Mi máscara, mi persona (5), mis conductas y mis actos penden del juicio del espectador. No importa que, en algún momento, lo haga para constreñirlo al cambio social o para divertirlo o estremecerlo, pues la máscara puede tener muchas funciones. Tampoco de que esté bien o mal, eso es un asunto ético que no abordaremos de manera directa en este trabajo, sino de entender que lo humano no siempre es máscara, pues en ocasiones al otro también se le puede ofrecer un rostro, un cuerpo, una mirada.

En el caso del Chulla Romero y Flores, observamos que el acto de enmascaramiento, cumple una función definida: la necesidad de integrarse y funcionar en un tipo de sociedad específica que le empuja a encubrir su pasado,  a negar su origen y a ocultar, incluso, sus especificidades fenotípicas. De ahí su fetichismo, su preocupación obsesiva por el vestido.

También así lo entendió Icaza: Por ese tiempo —inspiración de Majestad y Pobreza— modeló su disfraz de caballero usando botainas —prenda extraída de los inviernos londinenses por algún chagra turista– para cubrir remiendos y suciedad de medias y zapatos, sombrero de doctor teñido y virado algunas veces, y un terno de casimir oscuro a la última moda europea para alejarse de la cotona del  indio y del poncho del cholo —milagros de remiendos, planchas y cepillos—” (las cursivas son mías).

Hay que acotar que no solo se trata del maquillaje o del disfraz tanto como del acartonamiento, de esa sujeción a todo tipo de clichés, tópicos sociales, conductas y lenguaje estereotipado, precisados para satisfacer las exigencias de un público y una época que quieren ver ya no a una persona y sus singularidades  sino a un personaje: el ciudadano moderno.

Pero “la máscara” tiene el peso de la piedra y no siempre “el alienado” tiene las fuerzas suficientes para sostenerla. He ahí el desgarro e ahí el conflicto.

El Chulla se esfuerza por parecer lo que “ellos” quieren que parezca, y es en este esfuerzo, en esa distancia que se abre entre el “ideal” y “realidad”, entre “futuro” y “presente”, que la máscara deja ver pliegues del rostro, que el disfraz de ciudadano deja ver los zurcidos de la pobreza y que el pasado asoma su mirar grotesco por esos ojos. Luego, los otros empiezan a sospechar y a lanzar una mirada de desconfianza… Entonces lo reconocen: “Ah es un Chulla, nomás”… “Chullita nomás ha sido”.

Fantoche. Su personaje tiene algo de ridículo pero también algo de patético. La pose exagerada y la gravedad de los ademanes le restan naturalidad. Ahora que el otro lo mira con atención empieza a notar las pequeñas imperfecciones de su vestido: puntas de zapato gastadas, puños de camisa remordidos, coderas brillosas por el uso, el zurcido de una media se escapa por el talón.

Y es este contraste entre las exigencias del ideal (ese ciudadano perfecto educado y bien vestido que se ha configurado como imaginario en la mentalidad de los habitantes de la ciudad) y la imperfección en los detalles del traje que muestra el Chulla, lo que genera esa percepción grotesca —pues lo grotesco niega toda idea de armonía o perfección estilística— y  esa sensación de incongruencia entre lo que se pretende y la realidad.

“Está mintiendo”, “mojigato, me quiere engañar”, se dice el ciudadano. Y quién quiere engañar sino aquel que tiene vergüenza de su pasado, aquel que ha hecho de su pasado su fracaso y bochorno como otros han hecho de su pasado su fuerza y su coraje.

Pasos subrepticios se escuchan a altas horas de la noche. Una puerta abierta con temor chirria despertando a algunos de los vecinos. “Es el Chulla”, exclaman esas voces colectivas.

Se sabe el resto. Arrojará el sombrero virado tantas veces, se quitará la leva, que oculta los rotos de la camisa, se sacará los zapatos, reparados hasta el cansancio; con algo de decepción mirará los huecos de sus medias trotas…

Y, de repente, en el espejo, un extraño le saltará a la vista, un rostro destemplado, plagado de imperfecciones y de desdichas, un desconocido que empieza a exigirle cuentas.

El desenmascaramientos

La señora con “cara de caballo de ajedrez” y sus invitados lo han desnudado. Desenmascarado, esas miradas empiezan a reprocharle su origen, su pasado, su mestizaje. Tal es el poder que el Chulla les ha dado: son sus dioses. Unos dioses caprichosos y que no valen mucho, pero lo suficiente como para esclavizarlo, como para ser su terror y su más grande anhelo.

Ojos de chacal, de rapiña, bestiales y grotescos, paradójicamente,  se convierten en un espejo, un espejo en el que el chulla por fin logra descubrir su gran verdad al ver reflejado en ellos su rostro. Entonces comprende: “soy una mentira”. En efecto, solo después de este bochornoso incidente, de este desenmascaramiento brutal y sin concesiones el Chulla ha podido despertar.

Paradójicamente esos seres que se han conjurado para humillarlo, para destruirlo, le han servido para tomar conciencia, para asumirse. No saben el gran favor que le están haciendo con su desprecio y sus burlas, pues el brutal martillazo rompe la máscara pero a su vez le permite observar desnudos a esos seres que lo han acosado durante toda su vida.

Entonces ve los colmillos, las garras. Su instinto de crueldad les ha impulsado a arrojar la máscara: muestran esa voluptuosa monstruosidad a la que el egoísmo y la ambición, valores también ratificados por esta singular estructura social, han dado origen.

¿Pero qué significa la desnudez en este baile de disfraces en el que se había convertido la ciudad, según Icaza? ¿Cómo aparecen la ciudad y sus habitantes cuando se desgarra el velo ideológico del discurso moderno?

En su novela el autor quiteño nos muestra la ciudad como una jungla, un espacio  donde “la humanidad desaparece” y en donde el objetivo no es buscarle sentido a la existencia, sino simple y llanamente sobrevivir.

Es el rostro, ya no la máscara; es la desnudez ya no el disfraz  lo que nos repele de esos seres. Una desnudez horrenda, pues representa metafóricamente la mezquindad y bajeza de sus intenciones morales. Monstruosa y grotesca, la exageración descriptiva sirve para metaforizar el interior de esos habitantes que han denigrado su humanidad para poder sobrevivir en una estructura social que los ha degradado.

Una sociedad de explotadores y explotados, de fieras que son capaces de atropellar y eliminar al otro si sienten amenazadas sus prerrogativas y sus intereses. Una sociedad tan violenta que, para restaurar el orden en el caos, exige que sus habitantes (de todas las clases sociales) lleven su máscara (espada o escudo como hemos dicho) y ofrezcan engaño y mentira a cualquier hora del día.

Políticos, clase dirigente, pero también ciertos burócratas (especie de esbirros del statu quo) son los defensores de la estructura social y su ideología, aquellos que la ratifican amparándose en los valores más loables del discurso moderno: civilización, progreso, desarrollo, moral e integridad.

Pero hay que aclarar que en el proceso de modernización estas grandes palabras y estos nobles discursos cumplieron una función de parapetos, de bastidores, de carcasa ideológica que sirvió para ocultar y encubrir intereses y una lucha de poderes de índole muy distinta. Detrás de esas  palabras rimbombantes, de ese protocolo, de la mención de esos grandes valores de  la civilización y humanidad, se observa una desnudez y rostros de humanos que por su calidad moral se han “engrotecido”.

“Eso es realmente nuestra sociedad” parece decirnos Icaza: una sociedad que ha planteado mal sus preguntas y que ha partido de un proyecto espurio que debería ser replanteado y re analizado. Una sociedad que ha exigido a sus habitantes que oculten una parte de sí mismos cuando se ofrecen al otro. Una sociedad que tiene un símbolo, la máscara, y que ha privilegiado un acto: la huida, ese haber hecho del Otro Quito, de su origen y de su pasado su vergüenza.

Y esta es precisamente la pregunta que Jorge Icaza responde con su novela y  con la creación de un personaje que recrea, de manera no superada por ninguna pluma hasta el momento, los conflictos más íntimos de los habitantes de la ciudad de Quito.

Sabemos lo que resta después de que el Chulla rompe la máscara: se asume, se vuelve hombre. “Ellos” querrán meterlo preso, lo perseguirán, querrán humillarlo y avergonzarlo, sin comprender que detrás de todas estas experiencias un nuevo hombre empieza a vestirse, a aceptarse, a hacer de su origen, de su raza y su historia ya no su vergüenza sino su piso, su orgullo, su suelo: Un hombre que enfrenta la mirada.

Icaza (que publicó la novela en 1958) fue el primero en proponer y observar esta noción del reconocimiento, primer anuncio de un fenómeno que cada día vemos extendiéndose: los quiteños empiezan a reinterpretar su pasado, a revalorar toda la riqueza simbólica que reviste su historia. Los quiteños empiezan a hacer las paces consigo mismos y a sentir y sentirse parte del Otro Quito. Ha tenido que pasar un siglo de esta violencia moderna para que así sea.

NOTAS AL PIE

1. Según el vocabulario colocado por Icaza a modo de colofón en su libro: “Solo, impar. Hombre o mujer de clase media que trata de superarse por las apariencias”.

2. Gaston Bachelard lo cita en su trabajo, “La máscara”.

3. Alicia Ortega, La representación de Quito en su literatura actual, artículo de internet: (http://www.uasb.edu.ec/UserFiles/372/File/la%20representacion%20de%20quito%20alicia%20ortega.pdf).

4. Para la elaboración de este ensayo se trabajó con la edición: “El Chulla Romero y Flores”, editorial Libresa, Quito, 1998 (esta edición contiene un Estudio Introductorio realizado por Manuel Corrales).  

5. Si entendemos la identidad humana como una construcción simbólica, creativa e inventiva (dinámica y contextualizada) podríamos concluir que las “personas” se visten de creencias, ideas y dudas. De ahí la estrecha relación que la palabra persona tiene etimológicamente con la palabra máscara, aspecto que también Octavio Paz destaca en otro de sus ensayos: “La llama doble”.

BIBLIOGRAFÍA

1. Bachelard Gaston, “El derecho de soñar”, Fondo de Cultura Económica, Santa Fe de Bogotá, 1998.
2. Cueva Agustín, “En pos de la historicidad perdida (contribución al debate sobre literatura indigenista en el Ecuador”· Revista Crítica Literaria Latinoamericana, Lima, 1978.
3. González Stephan Beatriz, “Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano: del espacio público y privado”, en Esplendores y miserias del siglo XIX, Cultura y Sociedad en América Latina, Monte Ávila Editores, Caracas, 1994.   
4. Icaza Jorge, “El Chulla Romero y Flores”, Editorial Libresa, Quito, 1998.
5. Paz Octavio, “El laberinto de la soledad”, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1998.

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