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Ecuador, 14 de Mayo de 2025
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El Apáchida (o el Korresponsal de Guerra)

Día segundo o tercero en la otra orilla. Refugio de parias apodados por la administración pública los SDF (los Sin Domicilio Fijo). Tanto gusto, yo soy el Apátrida. He anclado hace muy poco y aún no tengo cama. Duermo sobre tres butacas que juntas miden lo que una cuna. Duermo sin muñecas y sin biberón.

Duermo en pugna con un gato enorme, lleno de pulgas que lo llamo Caifás. Durante toda la noche, gime de tanta pulga enfiestada en su pelambre y se rasca como si tocara un charango, hasta hacerse daño.

Yo lo pateo y se eriza, no maúlla, resopla, insultándome en su lengua. Cae al piso y otra vez busca la cuenca que dibuja mi cuerpo ovillado. Es invierno y temo ocupar demasiado espacio en este refugio.

No sé quién es la gente que me alberga, ya que me trajeron borracho y golpeado. No sé nada de este refugio que es como una cárcel particular sin cerrojo, aunque nadie la abandona, a causa del frío. Nadie me dirige la palabra ni se preguntan si continúo vivo. Una mujer en mandil me dijo sonriendo con la boca vacía: pareces quasimodo sin joroba.

Dos veces al día golpean la puerta de mi celda y, cuando la abro, el plato de comida me espera en el piso. Quita, Caifás, le digo al gato, abofeteando su hocico que ya está adueñado del plato.

A lo largo del día, doy los tres pasos que hay de pared a pared, hasta que me mareo. Entonces, me tiro en las butacas con el único libro que he hallado en la pocilga: Hambre, de Knut Hamsun.

Día cuarto o quinto. Estoy casi de cabeza para que me circule la sangre. El refugio se llama Le temp de cerises. Las habitaciones están divididas por tabiques tan delgados que las noches son tormentosas.

A las siete en punto, suena un timbre y todo se calla. Es como si se vaciara el refugio, aunque poco a poco oyes las respiraciones, los susurros, las toses, los llantos, los traqueteos. El vecino de la derecha carraspea, gime, lustra zapatos, juega dominó, aunque todo amortiguado de silencio como si estuviera lejos. Igual, el vecino de la izquierda ríe solo, habla solo y entona más con viento que con silbo el himno al Gólgota.

Durante la noche entera, se oyen ruidos, pero todos sin romper un nivel de silencio que es como una capa debajo de la que nos hallamos como atados. Es evidente que son huéspedes asiduos, diestros en convivir sumidos a las normas impuestas por la dirección del refugio.

Yo hago lo posible y hasta lo imposible por evitar moverme, pese a las pulgas, pese a los calambres, hasta que ya no resisto el dolor de la espalda o del hombro o de la cadera y entonces cambio lo más delicadamente posible de posición; sin embargo, el maldito Caifás se esponja y me maúlla disgustado. Para colmo, los resortes de las viejas butacas chirrían con saña.

La cosa es peor aún cuando debo ir al baño. Paso horas reteniéndome. Sintiendo el crecimiento de la vejiga hasta que ya no puedo más. Entonces, abro la puerta que gime como alma en pena y me encamino descalzo por el helado corredor hasta el fondo.

El baño consiste en un orificio negro como una cuenca sin ojo. Orino casi en cuclillas y con un imaginario cuentagotas, pero la acústica es tal que suena a cascada. En la noche no echar agua, dice por ventura un cartel sucio sobre la pared. Hace unas tres madrugadas, un SDF nuevo intentó salir a la calle no sé si para orinar o fumar, pero al abrir la puerta, ésta soltó un lamento de ganado con hambre y, además, el frío se escabulló por toda la casona. Agarren al loco, gritó una voz desde alguno de los incontables conventillos. Otra voz gritó: aplíquenle la bolsa de plástico. Otra voz: arrójenlo a la nieve.

A estas horas, nadie entra ni sale ni vive. El único momento bueno es cuando se duerme. O cuando los perros y los cazadores traen una presa a la Barona que, por lo general, se trata de algún muchacho: el refugio se desbarata con sus gemidos, sus movimientos de ballena en la cama, en el piso, sus carcajadas y la música y los aromas del salvaje festín.

Por lo general, dura noches enteras con sus días, ocasión que todo el mundo aprovecha para vivir: se dialoga, se bebe, se ríe, se pelea, se folla. Yo peleo a mis anchas con el gato, musito alguna canción, me masturbo imaginando cópulas con Isadora. Sobre todo saco el cuaderno que oculto al fondo de la destripada butaca y escribo otro fragmento de mis crónicas de guerra. Otra página de mi diario amatorio, antes de que me olvide. Porque en esta morada ocurre a todos el olvido, según dicen.

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