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El Telégrafo
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De cómo bailar en Hollywood y no morir en el intento

De cómo bailar en Hollywood y no morir en el intento
03 de marzo de 2013 - 00:00

Si conocen historia, no es por haber leído, sino de haberla visto en el cine americano, con grandes escenarios y música grandiosa, en el sutil estilo de los americanos…
Piero, Los americanos

Hace algunos años inicié desde plataforma SUR -un espacio de experimentación visual y de lo literario que actualmente coordino-  una serie de ejercicios visuales y teóricos en torno a la noción de lo masculino. En el marco de este proyecto ha habido alrededor de una docena de encuentros en los que un grupo de hombres –usualmente entre 5 y 10, y siempre distintos-, empuñando aguja e hilo, cosemos mientras nos preguntamos sobre ese escurridizo tropo de las masculinidades.

Así, el acto de coser (literalmente) es al mismo tiempo metáfora de una acción más profunda en la que los diálogos que surgen permiten “descoser” las costuras que unen el andamio de esa acción denominada ser hombre. En una de las reuniones más recientes, y en la antesala de la entrega de los premios oscar surgió rápidamente el tema del cine de Hollywood como estrategia para moldear las subjetividades [masculinas].

En un instante volví a mi infancia en Vienna, Austria y a mis incontables duelos de revolver que, siguiendo las enseñanzas del maestro John Wayne, mantuve durante horas con mi propia imagen enmarcada por un espejo de cuerpo entero que mi madre exhibía en la puerta de su armario; de algún modo me “hice hombre” disparándole a mi propia imagen. Mientras me pinchaba con la aguja para recordar que en algún rincón de este caos tengo un cuerpo, recordé la estampa masculina de John Wayne, el más famosos actor en personificar docenas de films como cowboy y otras tantas docenas como patriótico soldado norteamericano, modelo occidental de lo masculino por excelencia. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, recordé cientos, miles, de escenas con John que moldearon esa compleja y problemática “masculinidad de película” que tanto mal le ha hecho al mundo.

Terminado aquel encuentro me senté a sistematizar los recuerdos y las reflexiones de esa jornada. Incluyo aquí algunos de esos apuntes…

Desde que en la década de 1990 Francia usara varios de los premios del festival de Cine de Cannes para apaciguar la ira China, desatada por las pruebas nucleares que las Fuerzas Armadas francesas realizaban en el atolón del Mururoa, me he vuelto asiduo espectador de las entregas de premios. Me apasiona unirme a todos esos críticos, teóricos y comunicadores que intuyen que detrás de cada estatuilla hay algo más: un mensaje, una advertencia, una proclama. La forma en que la academia de cinematografía de los eeuu reparte anualmente los premios se articula en torno a un modelo que jerarquiza las emociones humanas, complejos entramados de respuestas químicas y neurológicas frente a un estímulo externo, como estrategia inconciente para moldear las subjetividades de su población y del mundo entero. Así, la triada emotiva instala a la épica [nacional] como la madre de todas las emociones, la soledad del guerrero inconforme como la hija emotiva y la comedia romántica [melodramática] como la santa espiritualidad de la emotividad.

Uno de los aspectos centrales para tales estrategias emotivas es la relación realidad-representación que desde Hollywood se sugiere al ámbito global. La milenaria discusión sobre la dialéctica objetiva-subjetiva de la realidad que habitamos es zanjada de manera eficaz por las retóricas del cine industrial(izado): la realidad no preexiste a la conciencia humana, sino que puede y debe ser construida a través de relatos elaborados con fines geopolíticos para establecer una clara e inapelable cartografía global de buenos y malos, muy malos [y por ende feos!]. El primer recurso para asegurar tal delimitación axiológica pasa por la economía política de las emociones.

Apuntes para un western incorrecto (nota personal # 31)

ESC. 67 CALLE, EXT. DÍA
John y Jim parados frente a frente, a unos veinte metros de distancia el uno del otro, en el centro de la polvorienta calle de Phoenix, Santa Fe o Laredo. Ambos en actitud de duelo armado llevan los brazos ligeramente arcados insinuando la inminente acción de desenfundar.

Una noche soñé que le apuntaba a John Wayne con un 38 “Smith & Wesson del especial”. En el sueño el desgraciado no tenía miedo. Al contrario, se reía dejándome en claro los principios de la verdad instrumental repitiendo la frase de uno de sus primeros western: “un hombre debe hacer lo que cree que es correcto" [“A man ought to do what he thinks is right”]; esa noche desperté sin atreverme a dispararle. Me sentía culpable por haber pensado en “matar al padre”. Dos décadas más tarde un ex presidente norteamericano parecía haber soñado por igual con Wayne; en un extraño momento de la historia mundial trazó una línea divisoria entre “ladrones y policías” con una frase que parecía extraída de un western: “los que no están con nosotros, están contra nosotros”; el resto ya es historia [conocida]. Una vez que la línea hubiera sido rasgada sobre el suelo con la punta de un fusil (presumiblemente con la bayoneta ajustada) los bandos quedarían definidos de manera [casi] irreversible. No hay peligro de perderse: los buenos siempre son buenos y los malos siempre son malos. A esta dicotomía maniqueista se añade sutilmente una suerte de destino que obligaría a los primeros a seguir el llamado para eliminar a los segundos. Así, las verdades blancas, destinadas a ser las que sobrevivan la limpieza de lo maligno, preexisten como universal abstracto.

En este ejercicio la caligrafía de Hollywood es implacable; en todas sus películas los bandos son clara y estéticamente diferenciados.  Para muestra un botón: Argo, la ganadora del último oscar enfrenta a un apuesto y varonil Ben Affleck con dictadores y soldados iraníes poco agraciados, yo diría que la puesta en escena apunta a sujetos feos que no se han bañado en días. La identificación visual es apenas la puerta de entrada para la identificación emotiva; Affleck personifica desde su belleza los valores patrióticos de una nación que, por antonomasia, está poblada por la belleza: sus héroes son bellos, sus valores son bellos, su historia es –finalmente- bella. El otro –en este caso Irán- no tuvo los favores divinos. Su fealdad se agrava con la ira que lo inunda tras la adjudicación de un premio que legitima una sola versión de aquel episodio de la historia.

Apuntes para un western incorrecto (nota personal # 32)

ESC. 67 CALLE, EXT. DÍA (cont.)
El rostro tenso de John.
El rostro tenso de Jim.
John mueve los dedos de ambas manos y da un paso hacia delante.
Jim ajusta su sombrero y da un paso adelante.

En el cine épico –aquel relato apologético de la gesta de humildes héroes que sacrificaron su vida por defender los valores de la civilización occidental: progreso, razón, democracia, libertad de empresa, etc.- tal emoción se materializa en lo que Piero cantaba como “los grandes escenarios y la música grandiosa”. Es en la grandilocuencia del efecto visual en donde la pregunta por el sentido se disuelve con el estruendo y el humo de las bombas. Si Spielberg recreó el Día D, no fue para salvar a ningún soldado, ni mucho menos para preguntarse por el sentido de la guerra como catalizadora de la modificación del mapa de la geopolítica mundial (si bien los eeuu entraban a la IIa Guerra Mundial en condición de “colados”, saldrían de la misma como la nueva potencia mundial), sino para reafirmar en el espectador un condicionamiento operante que deja en claro el innombrable sacrificio humano necesario para defender “el bien”. La aceptación colectiva es ya un mero trámite.

El cine de Hollywood no es bobo, sino perverso. Cada fotograma obedece a intereses específicos de una ideología en la que no hay puntada sin dedal. Los modos en los que determinadas narrativas bélicas se reciclan hablan de un fin último que apunta a posicionar una nación por encima de todas las demás. Uno de los recursos para tal propósito es juntar a todos los países del margen, aquellos que en la vida real habitan en el borde del mapa, y reinventarlos como países aparentemente ficticios, bautizados con graciosos nombres como Tecala, Azmenistan, Bandar, Birani, Banania, San Carlos, San Martin o San Marino (la lista de países ficticios disponible en la web asciende a varios cientos de nombres). Tales denominaciones intentan sugerir que, en el plano de la representación, toda intervención a un lugar imaginario es apenas un supuesto no consentido. En el plano real parece replicarse tal ficción en la que el cine se vuelve el mensajero de una severa advertencia a ese otro, país no-civilizado que corre el riesgo de ser invadido. Es como si asistiéramos a una película de ficción en la que el ganador del más importante de todos los oscar fuera anunciado no desde el Teatro Chino de Los Ángeles, sino desde uno de los salones de alguna casa blanca y por alguna primera dama. ¡Dios nos libre de tanta ficción hiperrealista!

En las semanas posteriores al 11 de septiembre, la gran mayoría de canales de tv en los eeuu reprogramaban películas de guerra. El viaje a Afganistán era acompañado del ánimo propicio, como cuando pude ver Speed (Keanu Reeves maneja a toda velocidad un bus que lleva una bomba) en un bus que viajaba a cien por hora por las curvas de la vía a Santo Domingo. Todo es cuestión de actitud.

Para todo lo demás hay una copia pirata por un dólar, seis por cinco dólares.
Central para el relato épico es el creciente hiperrealismo capaz de graficar de manera precisa las crueldades de la guerra, dejando intactas las perversas estrategias retóricas del poder. Así se vuelve importante lo que sucede (cómo se ve y se escucha) y no porqué sucede. Y es que para Hollywood (patriarca de la industria cultural) es fundamental que la frontera entre realidad y ficción se disuelva; esto no con el fin de permitir una relación poética con el mundo, sino para controlar de manera intencionada la percepción de una audiencia que ya se ha vuelto global. Si la “realidad” se construye/inventa, entonces aquello que los demás llamamos realidad ya no es importante para la producción; mientras importantes movimientos no-hollywoodianos como el Neorrealismo italiano, el cinema verité o el Nuevo cine latinoamericano, entre muchos otros, le apostaban a una puesta en escena en medio de la misma realidad (entornos no intervenidos! solía ser la consigna más general), la máquina-hollywood le apostaba a las realidades “inexistentes” de sus estudios. Y es que algo que parece una mera estrategia de producción remite a la comprensión que del mundo hace la primera potencia.

A lo largo de casi 120 años de cinematografía mundial la brecha entre realidad y representación se ha ido cerrando de manera asintótica. Así, los cuadros “saltados” de películas como El viaje a la luna de Georges Melies o Frankenstein de Thomas Alva Edison, rodadas con cámara de manivela (el extraño caminado de los actores de esta época inicial desafiaba el código realista que se le imputaba a la imagen), daban paso a secuencias filmadas en cámaras con precisos motores aportados por la industria relojera. La sensación realista, aunque aún silente, se había intensificado a través de la fluidez cinética. El deseo de “representar” la realidad de la manera más fiel se apuntaló en avances tecnológicos como el sonido (mono primero, estéreo y Dolby surround después), el color y la dimensión de las salas y respectivamente de sus pantallas. Las películas romperían en su momento la bi-dimensionalidad exigiendo al espectador el uso de lentes 3D. La desgastada delgada línea insuflada por Hollywood se rompería finalmente con la acción de James E. Holmes quien, con el cabello teñido de rojo y vestido como el Guasón,  disolvería a balazo limpio ficción y realidad durante del estreno de The Dark Knight Rises (el último episodio de la saga de Batman) sobre la audiencia en la sala de un cine de la ciudad de Aurora, Colorado. Y es que, tal como lo dijo John Wayne en Stagecoach, un western dirigido por John Ford en 1939,: “un hombre debe hacer lo que un hombre debe hacer” (“A mans got to do what a mans got to do” ).
En el cine prefabricado (parto de las ideas de D. Hubermann y J. L. Brea según las cuales el sentido de lo visto se desprende de la recepción subjetiva de cada espectador), en donde el mensaje habita en el texto y no en el subtexto; el espectador no necesita hacer esfuerzo alguno para ordenar lo que siente y, por ende, lo que piensa. Al más clásico estilo pavloviano, la máquina-hollywood advierte qué es lo que se debe sentir.

Apuntes para un western incorrecto (nota personal # 33)

ESC. 67 CALLE, EXT. DÍA (cont.)
El rostro tenso de John.
John escupe una mezcla de saliva y tabaco de mascar.
En la cintura de John un porta-revólver. El arma ha sido reemplazada por una zapatilla celeste de taco alto.
El rostro tenso de Jim.
Jim juega con un palillo entre sus dientes.
En la cintura de Jim un porta-revólver. El arma ha sido reemplazada por una zapatilla rosada de taco alto.

La otra punta de lanza para administrar las emociones de la audiencia es la llamada soledad del guerrero inconforme desde la que operan un montón de argumentos de la dramaturgia más predecible y repetitiva. Se trata de un sujeto que, a diferencia del espectador común, desafía al sistema pues no tiene nada que perder. En muchos casos se trata de policías, detectives, agentes o comandos especiales retirados de la acción y que tuvieron su momento de gloria en el pasado, pero ahora habitan de manera discreta el tedioso olvido, interrumpido tan solo por una visita inesperada en la que alguien del gobierno les pide “un último trabajo” [“one last job”] porque el país “te necesita”. La receta, repetida por Hollywood hasta la enésima potencia, es muy simple - a los dos minutos de iniciada la película ya sabemos el final.

Así el enviado del gobierno pide el favor al héroe de la soledad del guerrero inconforme quien dice que “no, mis días como agente/polícia/soldado/domador de narcos han terminado”. El héroe simula entonces que sigue con su nueva ocupación: armar aviones, podar plantas, pegar fotos en el álbum o beber whiskey.

En ese momento el agente hace una pausa y pide a los demás hombres de terno negro y gafas oscuras que salgan. Surge así un momento de intimidad masculina en el que dos hombres duros negocian el futuro del mundo. Una vez que el discurso de la causa nacional ha fracasado, el enviado del gobierno se juega entonces su última carta la cual consiste en detonar en el héroe una motivación personal. De esta forma el héroe se entera que el malo de la película ha secuestrado a la bella rubia que solía ser su amante, pero a la cual no ha visto en años. En otra variante el malo ha secuestrado al hijo del héroe o el malo es incluso un enemigo personal del héroe y hay una cuestión de honor que los dos machos –el bueno y el malo- deben zanjar de una vez por todas. Cualquiera sea la constelación de los hechos, el héroe termina aceptando y cumpliendo la misión. Las razones personales incluyen finalmente, aunque no siempre de manera deseada, aquello que el Estado-nación quiere. Todos hemos vista este plot y sabemos que el héroe, al final de la película, aunque esté a punto de morir a manos de su enemigo, le gana al malo en el último instante en una contienda apretada (el equivalente de un marcador de 15 a 14).

La triada emotiva finalmente se cierra con la comedia romántica de tono melodramático en la que dos dulces y encantadores –aunque bastante torpes- sujetos americanos de raza blanca (ellos la llaman caucásica) son, sin darse cuenta, “el uno para el otro”. Me permito precisar que se tratará en el 99% de los casos de parejas de distinto sexo, lo otro no le gusta demasiado a la máquina-hollywood, encargada de fabricar binarismos: bueno-malo; bello-feo; hombre-mujer; etc. El argumento suele ser bastante lineal: los torpes tortolitos se conocen pero no son conscientes de ser almas gemelas; así,  triangularán su urbana soledad de clase media con su mejores amigos –ella con su mejor amiga; él con su mejor amigo- buscando en los actos del habla un consejo que solo el corazón puede darles. Estas escenas de consultaría para dummies suele aparecer en montaje alterno; ellas dicen algo que ellos, en otro plano, responden y viceversa.

Este recurso se prolonga a lo largo de los tres actos. Al final de la película, cuando el guionista ha hecho lo humanamente imposible (conscientes de las babosadas que, a pedido del productor, escribe, esta clase de guionistas lo hace para sobrevivir en la difícil industria del cine) por “estirar la cuerda” (un recurso dramatúrgico que, similar a las angustias del ámbito sexual, busca aplazar y extender el clímax más allá de lo posible y tolerable), uno de los personajes está a punto de cometer un terrible error; por lo general es ella quien está a punto de casarse con un imbécil whatever.

Entonces aparece una secuencia que, como pócima mágica, le ha funcionado a Hollywood para generar empáticas emociones en el espectador: el tortolito macho, a una distancia física considerable -cuadras, manzanas, kilómetros o millas lo separan de la capilla en la que ella, vestida de hermosa novia blanca, empieza lentamente su marcha nupcial al altar de los sacrificios en donde el ya mencionado baboso de Bob o John o Mark la espera con cara triunfal- descubre que es ella la elegida! En ese momento el pobre mamón del editor debe hacer coincidir en tiempo real la secuencia en la que él supera la distancia física (casi siempre es con un recurso de transporte que apela a un híbrido melodramático de épica kitsch y comedia Light en el que lo llevan los bomberos, una moto robada, el caballo de un policía despistado o incluso un planeador) con el tiempo en el que ella recorre la alfombra del corredor central de la iglesia.

Así, como si las teorías de la expansión y contracción del universo lo inspiraran, el editor -verdadero mago de la máquina-hollywood- logra alternar un montaje ajustado entre una carrera masculina que, en la vida real, toma entre veinte minutos y seis horas, con una virginal caminata de un escaso minuto y medio. El resto es pan comido: el cura le pregunta al baboso de Bob o John o Mark si acepta como legítima esposa a la mensa alma gemela de un otro que corre despavorido, pero motivado por el amor, a lo largo de avenidas congestionadas. El baboso siempre la mira antes de responder (un gesto que, al otorgarle al editor unos instantes de gracia, este agradece infinitamente) con un SI rotundo y categórico. Afortunadamente, antes de que ella responda lo que en realidad no quiere decir, el director de fotografía ha insertado un plano de alguna abuela emocionada que solloza entre los espectadores; si alguien en ese mismo plano le da un pañuelo y ella lo acepta, el editor gritará agradecido; ahora la novia puede decir lo que quiere porque el verdadero amor ha llegado.

Unas veces ingresa por el corredor e interrumpe, otras, el guionista lo hace entrar por el techo o por una ventana. Entonces el más sorprendido es Bob o John o Mark quien no atina a decir nada mientras los bobos amantes corren al encuentro. En el cine romántico de Hollywood, como siguiendo la tradición iniciada con el hombre prehistórico y perfeccionada en el viejo oeste, suele ser el hombre el que debe luchar por su mujer, la cual es convertida así en presa y botín.

Ya lo había dicho John Wayne en el momento más alto de su fama: “la mujer tiene derecho a hacer lo que quiere, siempre y cuando la cena esté lista para cuando los hombres lleguemos a casa”. En muchas de las versiones de este género romanticón la boda en curso no se cancela, se transfiere. Ya sea que lo insinúe el cura o el nuevo novio, la ceremonia continúa tras la sustitución de Bob o John o Mark por el héroe de la historia. Los novios se casan, tienen hijos y forman así una familia. El ideal social norteamericano se ha cumplido.

Elemento central de la narrativa emocional hollywoodense es, sin duda alguna, el final feliz o happy end. Cuando en el mundo real una victoria, una misión cumplida o una boda serían los momentos iniciales de nuevas y complejas etapas de vida con conflictos nuevos, el happy end hollywoodensis sugiere con su cierre narrativo en el momento de mayor felicidad una irreal suspensión de la vida misma.

Como si los tortolitos se quedaran inmóviles para la eternidad la película corta a los créditos. El espectador abandona la sala ansioso por hallar su propio happy end, por escurridizo que este pudiera ser.

Apuntes para un western incorrecto (nota personal # 34)

ESC. 67 CALLE, EXT. DÍA (cont.)
JOHN
(en voz alta)
…ya lo sabes! …el que primero la atrape y se la ponga…

JIM
(desafiante)
…se queda en el pueblo…

Corte. Se imprime.

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