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Con todos los que soy o la poderosa voz de los ancestros

Carlos Enrique Garzón

Ha pasado mucho tiempo desde la primera publicación de Antonio Preciado (Esmeraldas, 1941), y su obra poética todavía sigue vigente. Su trayectoria, tanto en la vida como en la literatura, ha sido la de un hombre comprometido con su pueblo, y ese compromiso continúa siendo, sobre todo, estético.

Preciado es un poeta vital que ha luchado por sus ideales enarbolando su voz, “esa arma cargada de futuro”, según expresaba el poeta francés Paul Eluard, refiriéndose a la poesía.

Y es que Preciado es el legítimo heredero de una poderosa voz que le llega desde muy lejos, desde la madre África; voz que irremediablemente lo posee; porque este poeta es un griot que anhela recrear la realidad con el don mágico y fecundo de su palabra; palabra afilada con amorosa paciencia como si se tratase de una certera lanza.

Por eso, su poesía está siempre al acecho; pero, también, presta para transformarse, al son de los tambores, en ave del paraíso, en alado canto:“Oíd pues mi tambor/ palpitando un estruendo,/ levantando profundas llamaradas donde siento/ que se me enciende el alma,/ en el lugar exacto donde vivo,/ en la vena más larga que me alcanza,/ aquí, donde, despierto de su sueño, / desenfrenado un abacuá me baila”.

La materia prima de un poeta es el lenguaje; y este mismo lenguaje, mediante la alquimia del verbo, es el que desvanece las fronteras físicas y mentales para iluminar aquellas zonas inexploradas de nuestra vida. Solo así podremos conocernos a cabalidad y mostrarnos, como bien titula Preciado a uno de sus libros, Tal como somos.

Por eso, este poeta, esmeraldeño de pura cepa, hace que florezca su alma cuando, a través de la ceremonia de su canto, convoca a sus milenarios abuelos para enseñarnos, orgulloso, la fuerza telúrica de sus raíces: “Aquí estuvieron desde siempre,/ firmes,/ frescos,/ exactos,/ entregando su esencia gota a gota/ para seguir viviendo/ con sus ojos abiertos en mis ojos,/ con sus cantos brotando de mis cantos,/ pues nunca se resignan a estar muertos/ y volvieron a asomarse/ abriendo su potencia anochecida/ en el nervio fecundo de mi aurora”.

Raíces desenterradas de su propio cuerpo que seguirán creciendo como brazos extendidos hacia el alba de nuevas generaciones, las cuales, llevarán consigo la savia inagotable de su origen. Aimé Césaire decía: “Mi negritud no es una mancha de agua muerta en el ojo muerto de la tierra/ mi negritud no es una torre ni una catedral/ se zambulle en la carne roja del suelo/ se zambulle en la carne ardiente del cielo”.

Estoy convencido de que un auténtico poeta, de cualquier cultura a la cual pertenezca, es, en esencia, un guardián del mito: el bardo que canta la historia mítica de su gente para que nunca olvidemos, bajo ninguna circunstancia, nuestra condición de seres humanos.

El visionario Hölderlin proclamaba esta gran verdad: “Pleno de méritos, pero es poéticamente cómo el hombre habita este planeta”. Preciado, con la muchedumbre de su verbo, sin dejar de lado y menos aún de manipular su esplendorosa identidad afrodescendiente, va más allá de su singularidad racial para constituirse en un referente de la poesía latinoamericana; porque la verdadera patria de un poeta es el idioma. Y la literatura, recalco, trasciende espacio y tiempo para encarnar a plenitud el espíritu inalienable de la existencia humana. Recordemos esa inmortal obra de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, cuyo protagonista, obsesionado por la “verdad” de sus lecturas, salió de los límites de su aldea convertido en caballero andante para, de ese modo, redimir el mundo gracias a la fe altruista de su espada.

Estas breves pero sentidas reflexiones, que apenas las esbozo, desearían ser un homenaje al poeta Antonio Preciado, a propósito de una bella antología, la mejor que conozco hasta ahora, de su señera producción poética. Dicha antología,Con todos los que soy, ha sido publicada con mucho esmero y buen gusto por El Ángel Editor, sello editorial que ha hecho de su mística de trabajo una garantía de calidad, y cuyo esfuerzo por apoyar y difundirla literatura ecuatoriana es ya reconocido y valorado, en su real dimensión, dentro y fuera del país. Su director, el poeta Xavier Oquendo Troncoso, señala en el prólogo del libro:“Esta antología personal de Preciado ha sido pensada y repensada, vuelta a mirar cada día por su obsesivo autor que quiere dejar en sus versos el mensaje claro y decidido de una voz exigente y dura consigo mismo, que se ha vuelto a ver en su trabajo poético y se ha halado las costuras de su identidad, de su patria grande, de su raza enorme…”.

Estoy seguro de que la poesía de Antonio Preciado seguirá brotando desde su vena más profunda de hombre de bien, de poeta combativo y solidario como también lo fueron en su momento Nicolás Guillén, Aimé Césaire, Léopold Sédar Senghor, Pablo Neruda, César Vallejo, Violeta Parra, Manuel del Cabral, Roque Dalton, Chabuca Granda, Francisco Urondo, y tantos otros bardos de su misma estirpe, enlazados en un abrazo fraterno por ideales comunes y cuyo legado aún alimenta la esperanza de días mejores para la humanidad.

En conclusión, este esmeraldeño universal, con todos los que es, es decir, con todos nosotros, canta para que su voz se escuche en todo el orbe. Sí, Antonio Preciado canta muy alto. Canta al ritmo de nuestro corazón con la poderosa voz de sus ancestros:

Unánime,
colmado,
numeroso,
hoy me convoco a este levantamiento,
y oigo mi vocerío
llamándome en el eco de las viejas tonadas
y en los sangrantes alaridos que andan
por los alrededores de mis huesos.

Hoy en definitiva me congrego,
me afluyo sin cesar,
me arremolino,
subo por mis raíces
sin nacer todavía,
presentido,
y me empujo hacia fuera
y me encabezo
y, multitudinario, yo me sigo.
Voy mirando hacia atrás,
rememorándome,
cantando a coro una canción perdida.

Hoy me uno a mi gentío
y en la marcha,
al paso jubiloso de mis plantas,
florecerán las piedras del camino.

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