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El Telégrafo
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Arte político, Una reflexión que pone en debate las relaciones entre la práctica artística y la política

Arte político, Una reflexión que pone en debate las relaciones entre la práctica artística y la política
17 de febrero de 2013 - 00:00

En muchos momentos de la historia del arte y de la cultura visual el tema político ha sido evidenciado de manera frontal.  En algunas ocasiones dichas visualidades han sido literalmente usadas en apoyo para proyectos políticos de envergadura, sea en bien o en detrimento de una o varias poblaciones, o resemantizadas en épocas posteriores para ajustarse a distintas necesidades que surgieron o se afinaron más adelante. 

Vienen a mente dos ejemplos que literalmente cumplieron roles opuestos, el de colonización a través de las imágenes religiosas que impusieron españoles y portugueses desde inicios del siglo XVI en una América a la que culturalmente se iba trastocando; o, a fines de los años de 1920, la creación de un cuerpo de imágenes y textos conocidos como “indigenistas” y que pretendían ejercer presión para la descolonización de los sectores más maltratados de las sociedades andinas por parte de sus propios gobernantes.   En este sentido, imágenes como las de Guayasamín en Ecuador, Orozco en México o Sabogal en el Perú, siguen siendo usadas en las luchas reivindicatorias de los mismos grupos indígenas que en la actualidad han logrado armar y convocar, afinar y oficiar desde sus propias demandas e instancias.

Si hablamos de arte en general, podríamos decir que todo arte es político aunque sea abstracto o supuestamente apolítico porque lleva implícito comentarios sobre el mundo que los rodea.  En la rivera opuesta diríamos que el arte es político únicamente en la medida en que la sociedad, la prensa o los políticos toman nota de ello y se generan discusiones, interpelaciones e incluso juicios alrededor de los álgidos temas que se ponen en escena.  Es decir, un arte es político en tanto y cuanto genera controversia pública.  Sin embargo, y de acuerdo con Claire Bishop, autora del libro Artificial Hells: Participatory Art and Politics of Spectatorship, creo que el arte debe leerse dualmente, en su contexto tanto artístico como político.  Es decir, sin priorizar la obra de arte en sí y tampoco enfatizar en la recepción activa de las diversas audiencias.

En el siglo XIX se habló de un arte político, sobre todo vinculado a la caricatura política a lo Daumier o posteriormente las de los latinoamericanos;  a fines de 1920 y tras la Primera Guerra Mundial se volvió a imágenes contendientes y denunciadoras, tal el citado caso del Indigenismo. Cabe recordar que el nacimiento de estos cuerpos visuales no necesariamente llamaban a la participación directa y democrática del receptor.  En los casos citados provenían de los sectores de poder y se esperaba un consumo de los mismos sin mayores criticidades por parte de la misma población indígena.  Hace poco, un dirigente otavaleño señaló que el Indigenismo fue un “mea culpa” de los sectores blanco-mestizos y que estas imágenes no se compadecen con lo que ellos como sector indígena pronunciarían o sentirían.  Hablo, por supuesto, a la luz de las actuales luchas de reivindicación.

Sin embargo, a partir de fines de los años 60, en donde se empezaron a crear nuevas respuestas y preocupaciones de las clases medias y trabajadoras, de estudiantes y grupos espirituales y políticos de izquierda, se empezó a hablar más bien de un arte socialmente comprometido o participativo.  En países como Estados Unidos a lo largo de los años 70 y 80 este tipo de arte recibió mucho apoyo y financiamiento.  El discurso detrás de estos proyectos era casi siempre el mismo: crear comunidad, empoderar a la gente, reparar las frágiles relaciones sociales.  No era un arte para el mercado y podía ser muy agresivo, perturbador o perverso.  En ocasiones la radicalidad de los proyectos artísticos presentados los hacía y los hace   más inalcanzables al edulcorado mercado de bellos e imperturbables objetos de consumo.  Dos mundos que parecen no reconciliarse.

En 1984, el artista Jeremy Diller  realizó una interesante obra denominada “La batalla de Orgreave” (The Battle of Orgreave), en la que se reconstruyó una huelga minera en campos británicos.  Este trabajo propició un movimiento contestatario que recorrió Europa y Norte América y que sigue haciéndolo.  Está presente, sin embargo, la necesidad de ir buscando nuevos vocabularios críticos con los cuales enfrentar las actuales tensiones.

Existe, además, algo que la citada Bishop trae a cuenta de manera enérgica.  No se trata tan solo de arte y política.  Existen dos componentes adicionales que son fundamentales y en los cuales se debe reflexionar profundamente: la ética y la estética. Cuando se habla de estética se  hace no como una apreciación formal de la belleza o lo bello sino a lo Ranciére, como un régimen de creencias en donde percibimos las obras de arte incluidas las prácticas más antiestéticas.

Pero, me pregunto, ¿qué pasa cuando las instituciones estatales promueven proyectos de minería y cultura con el fin de maquillar políticas públicas que han sido cuestionadas por los propios “beneficiarios” a los que se acalla con “bonos” del más diverso tenor?  En primera instancia este tipo de “arte” suele ser todo menos estético ya que los “jurados” son funcionarios públicos que conocen poco o nada de la problemática artística, y menos aún ético puesto que no está permitido disentir con quienes han formulado las acciones negativas relacionadas con la minería.  Si se lo hace, disentir, las autoridades premian al artista o al colectivo no con la transformación o al menos discusión sobre la realidad incómoda, sino con un jugoso cheque o promociones ligadas a programas festivos.  Y allí parece quedar concluido el problema.

En la mayoría de ocasiones sucede lo de la Corporación Minería y de Cultura creada en  2002 bajo el ala del Instituto de Ingenieros de Minas de Chile.  Muy activos, por cierto, dotan de dinero a proyectos como la reproducción del Hombre de Cobre, momia encontrada en 1899, con el fin de realizar una exposición itinerante, o concursos que instan a pintores y escultores a usar productos mineros en sus obras.  De políticos y políticas públicas, ni hablar.  O, en otro orden de cosas, como sucedió hace poco en el concurso del monumento público en Quito convocado por el actual Gobierno ecuatoriano para promover la figura del presidente liberal Eloy Alfaro, la mayoría de concursantes (pocos artistas formados) se inclinó por seguir el discurso oficial.  El jurado internacional y profesional, en cambio, premió la puesta en escena de una obra simbólica y especialmente interesante, aunque falló en considerar seriamente su emplazamiento al costado del sensible parque   El Ejido.     

Esta situación se vuelve dramática en América Latina puesto que los artistas –pintores, instaladores, bailarines o músicos- viven precariamente; el mercado de arte es extremadamente limitado, existen pocas fundaciones privadas que auspicien proyectos independientes sin controlar el contenido o la funcionalidad de tal o cual empresa artística.  Muchos artistas han debido venderse al mejor postor.  Aquellos que no lo hacen usualmente han quedado aislados o han tenido que emigrar.  

En buena parte, sin embargo, está por descubrirse aún el arte de resistencia y activismo que caracteriza, por citar un candente ejemplo, el arte de los años 80 en América Latina.  Debido a ello celebramos enfáticamente la puesta en escena, aún en pie, de la muestra Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años 80 en América Latina, organizada por el Museo Reina Sofía en colaboración con la AECID, y curada por 25 investigadores de la Red Conceptualismos del Sur.

A través de 600 obras fotografías, videos, grabaciones sonoras, dibujos, entre otros, se presenta una visión de las tensiones entre el arte, la política y el activismo que tuvieron lugar en distintos territorios de América Latina, muchos violentados por las dictaduras militares.  El cuerpo es central, así como las redes de comunicación poética alternativas que se crearon entonces.  Nuevos lenguajes, ocultos y paralelos que no pudieron ser silenciados más.  En esta exposición se entrelaza hábilmente la participación de organizaciones políticastales como Madres de Plaza de Mayo y Mujeres por la vida, con los colectivos de artistas como 3Nós3, Las Yeguas del Apocalipsis, Taller NN, Colectivo de Arte Participativo - Tarifa Común, Polvo de Gallina Negra, Gang, CADA, Periférico de objetos, o artistas como León Ferrari, Néstor Perlongher, NeyMatogrosso, Juan Dávila, Gianni Mestichelli, Paulo Bruscky, Clemente Padín, Sergio Zevallos, Miguel Ángel Rojas  y tantos otros.

Entonces, estoy de acuerdo con JanŠvankmajer: “La imaginación es subversiva porque enfrenta a lo posible con lo real”.  Y es precisamente la imaginación la que se adelanta en dar cabida a lo que puede ser, no lo que es, no lo que los políticos, politiqueros, desean que creamos sobre su tarea encubridora, pocas veces descubridora y participativa.  Quizás por ello me pregunto si las instancias políticas oficiales pueden de veras crear escenarios en los que disentamos abierta y honestamente sin ser eliminados subrepticiamente o engullidos por el sistema que es lo mismo que ser acallados.

Si un gobierno como el nuestro, en palabras de la ministra de Cultura, Erika Silva, declara que “El arte no lo crea el Estado, solo facilita para que los artistas… lo desarrollen” y acto seguido añade que el Ministerio tiene definidos cuatro ejes programáticos, uno de estos el “Generar una Nueva Identidad Ecuatoriana Contemporánea”, ¿no estaremos frente a una nueva imposición estatal?  ¿Por qué y para qué generar o demandar la generación de una identidad ecuatoriana contemporánea cuando sabemos de memoria que es imposible retornar a la imaginada nación decimonónica? ¿Que frente a la movilidad humana se vuelve cada vez más imposible reclamar los derechos de una nación o una nacionalidad en singular cuando solo en los últimos 25 años el que creíamos ecuatoriano no lo es más?  ¿No será que el artista comprometido políticamente con el ser humano y con su entorno no puede ni quiere moverse por las líneas programáticas citadas y encuentra otros caminos de reversión de los instituidos o que se quiere instituir en una búsqueda tanto plástica como intelectual de excelencia que puede llegar a cuestionar de tajo las mismas políticas públicas?  Si esto es posible, si existe cabida para el disenso y para traer a cuento otras problemáticas, entonces, con seguridad el artista puede y debe negociar su propia participación y la de su obra.

Caso contrario, ¿convendría, por citar un caso, que la Galería Arte Actual (Flacso, Quito) se afiliara a las estrategias de los ministerios de Cultura, Educación o Turismo?  Las pocas muestras de arte político independiente son acogidas en la referida galería.  Lo hacen muy bien, el espacio es estupendo pero sigue siendo reducida, muy reducida la audiencia.  El artista político, el arte político, cuenta con limitadas fuentes financieras para llevar a cabo proyectos de largo aliento si consideramos que la adquisición de estos trabajos por parte de coleccionistas serios es actualmente inexistente.  Con nostalgia recordamos al polémico coleccionista y marchante Wilson Hallo que supo acoger bien o mal el marginal arte de los años 60 a 80 en Ecuador, prueba de ello la exposición curada en  2011 por Susan Rocha en el Centro de Arte Contemporáneo (CAC) en Quito denominado Inhumano 1960-1980. El cuerpo en el arte ecuatoriano.

Entra en escena el artista-amigo Pablo Cardoso.  Conversamos de muchos temas alrededor del arte político/ arte y política.  No cree en un arte político etiquetado de esta manera, sino más bien en una intencionalidad política.  El artista penetra en la sensibilidad de su espectador, es un arma de una delicadeza y profundidad enormes, diferente a la estrategia panfletaria y fugaz de la política de barricada.  
Desgraciadamente –estamos de acuerdo- los artistas en Ecuador han tenido muy poca voz.  Casos aislados como Manuela Ribadeneira u Oscar Santillán confirman la regla.  Manuela ha logrado un equilibrio excepcional entre la concepción artística y los fuertes contenidos políticos desarrollados.

Quizás en Quito se exhibe con mayor frecuencia y fuerza un arte de participación política. Existen colectivos como Al-Zurich o La Selecta que han venido trabajando años para participar con la comunidad y llegar a consensos o disensos en torno a las realidades vividas y en plena construcción. Hay aquellos, en cambio, que usan su condición de minoría –Manuel Cholango por citar el más evidente- para buscar un autoprotagonismo y emplear su filiación indígena para obtener licencias para realizar cualquier cosa bajo el discurso de la discriminación.  En estos casos, el trabajo de un buen artista pueden verse debilitado.

Volviendo al tema minero me he preguntado en muchas ocasiones por qué los artistas locales que suelen alertarnos al resto de la población, no tuvieron reacción alguna salvo alguna que otra manifestación aislada.  Viene a mente la obra Cineraria (2012) de Tomás Ochoa con resonancias del pasado; una obra de recuperación de archivo y crítica de la minería, las relaciones de poder a comienzos del siglo XX, pero que pueden ser actualizadas y leídas a la luz de los hechos actuales, comenta María Fernanda Cartagena.
 Ella no cree en la autonomía inmanente del artista sino en la negociación permanente con el Estado, la academia, las instituciones privadas.  Cada caso y cada paso son y deben ser espacios diferenciados.

Sostiene que en las actuales políticas de gobierno las líneas de debate son sumamente interesantes; habría que ver si somos todos capaces de que la retórica se cristalice en prácticas que permitan cambios notorios y notables en torno a prácticas que debieran estar en desuso.  Hablamos de desconolonización, derechos culturales, interculturalidad y tantos otros que han sido y siguen siendo debatidos.

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