Todos los seres humanos repartidos en los diferentes países del mundo, tenemos —por obvias razones— una identidad personal. En nuestro país, además de esa identidad personal, mantenemos también identidad familiar, a la que la mayoría consideramos muy necesaria; de tal manera que constan en nuestra cédula los nombres de nuestros progenitores.
Aquella sabia determinación del ayer nos hace mostrar con satisfacción nuestro origen. En muchas ocasiones existen homónimos, pero gracias a la identificación de nuestros mayores nos personalizamos. Ahora se pretende eliminar el dato específico, aduciéndose que existen personas que no “han sido reconocidas” debidamente por el padre o la madre. Verdad es que aquellas existen, pero la proporción es mínima y no justifica una reforma, que vendría a lastimar a la gran mayoría, por la razón inicial ya enunciada.
Arturo Santos Ditto
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Guayaquil