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Un mundo en donde se vive el 'síndrome de Brad Pitt'

Si conseguimos salir de la espiral del consumo tendremos la capacidad de discernir lo esencial de lo accesorio.
Si conseguimos salir de la espiral del consumo tendremos la capacidad de discernir lo esencial de lo accesorio.
Foto: cortesía de Pixabay
10 de enero de 2017 - 00:00 - Redacción Actualidad

En Ecuador, en 2015, se celebraron 60.636 matrimonios y 25.692 divorcios. Mientras la tasa de matrimonios se está reduciendo en los últimos años (era de 6,3 por cada 1.000 habitantes en 1999 y es de 3,7 en la actualidad), la tasa de divorcios muestra un crecimiento muy significativo, pasando de 7,3 en 1999 al 15,8 en 2015.

Simplificando, diríamos que en los últimos 15 años se han reducido los matrimonios a la mitad, mientras que los divorcios se han duplicado. Si se mantienen estas tendencias, no estamos lejos del año en el que el número de divorcios supere al de matrimonios. Antiguamente se solía decir que el matrimonio era para toda la vida, pero lo cierto es que, para las 50.000 personas que se han divorciado en 2015, la vida conyugal les ha durado una media de 16 años. En término medio, las personas que se divorciaron en 2015 tenían unos 40 años (39 las mujeres y 42 los hombres).

Vivimos tiempos en los que las relaciones de pareja, por lo menos las que se institucionalizan mediante la celebración del matrimonio, están lejos del ideal canónico de estabilidad. Tradicionalmente, los amantes del statu quo rasgaban vestiduras cuando se anunciaba un divorcio y aseguraban que el incremento de las separaciones matrimoniales era un indicador de la decadencia moral de nuestras sociedades crecientemente secularizadas. El dato, en cambio, puede interpretarse también en positivo, como una expresión de la creciente autonomía en la búsqueda humana de la felicidad, a pesar de que, por otro lado, también puede verse como evidencia de la frustración de ese anhelo. Sea como sea, lo cierto es que el creciente número de divorcios podría estar indicando una insatisfacción cada vez mayor de las personas en relación con su vida en pareja. Cabe entonces preguntarse el porqué de esta situación.

Una de las hipótesis que se plantea como posible explicación tiene que ver con la idealización de la vida en pareja o, dicho de una forma más coloquial, con la existencia de modelos de pareja ideales a los que todos aspiramos. Digamos, por ejemplo, que si mi modelo de pareja es Brad Pitt, todos los novios que pueda tener siempre serán aproximaciones imperfectas a este ideal. Lo mismo se podría decir de otras personas que, gracias a la globalización de las industrias culturales, se han proyectado en nuestros imaginarios como parejas ideales, llámense Clooney, Roberts, Beckam o Shakira. Tal vez por eso suelen gustar tanto las comedias románticas, ya que en ellas se muestran ejemplos (siempre edulcorados) de parejas ideales con final feliz. Al querer reconocernos en el espejo de estas personas, la imagen que obtenemos suele ser siempre desesperanzadora. De esta forma, se ha popularizado la idea de que en algún lugar del mundo nos espera nuestra media naranja, la persona que nos complementa perfectamente, nuestro príncipe azul que nos hará felices y con quien comeremos perdices: una persona atractiva, amable, cariñosa, inteligente, que tenga mucho dinero, éxito y reconocimiento profesional, sensibilidad social, que se lleve bien con su familia, que sea buen amante y que nos proporcione una vida plena y feliz. En pocas palabras, lo que queremos es un ‘Brad Pitt’, y, claro está, aun aprovechando su reciente soltería, las probabilidades de que este señor se enamore de uno(a) son más bien remotas. Y los que finalmente lo hacen no son más que una sombra de él. Por consiguiente, comparadas con nuestro ideal de pareja, nuestras parejas reales nos van a generar siempre cierta insatisfacción.

Pongamos un ejemplo práctico. Usualmente pasa que nos enamoramos por primera vez cuando somos aún unos adolescentes imberbes. Se trata de una sensación desconocida hasta entonces, una mezcla de placer y de dolor, una extraña necesidad de estar cerca de una persona -que puede acabar generando dependencia emocional e incluso física- y que, a menudo, se mezcla con la natural curiosidad por iniciarse y experimentar en el fértil campo de la sexualidad. A veces pasa que nuestro amor es correspondido y entonces todo se vuelve fantástico; tenemos la íntima sensación de que hemos encontrado a la persona con la que siempre seremos felices. No obstante, con frecuencia las cosas no funcionan como uno esperaba y la relación se acaba rompiendo. Al cabo de un cierto tiempo, es probable que nos volvamos a enamorar. Esta vez estamos seguros de que el amor no es fruto de un capricho adolescente, de la curiosidad por iniciarse en la vida en pareja o, incluso, de la presión social que se produce al comprobar que todos tus amigos tienen novia o novio y tú no. No, esta vez nos sentimos plenamente satisfechos y tenemos la sensación de haber encontrado a la persona ideal: es más atractiva que la anterior, practica deporte regularmente, se cuida, sabe cocinar, le gustan los autores de la generación Beat, el jazz, el cine independiente y, sobre todo, besa de una forma que hace que uno quiera vivir eternamente dentro de un beso. Una mañana de domingo nos dice que sale a comprar el diario y no regresa nunca más. Semanas más tarde una amiga te cuenta que le han visto bailando en una discoteca de moda con una persona de su mismo sexo.

Después de la tempestad llega la calma y con las últimas lluvias de mayo, un día por casualidad, mientras paseamos tranquilamente por el parque disfrutando del olor de la hierba aún húmeda, conocemos a la persona que será nuestro tercer gran amor. Se trata de una persona sensible, bien educada, con la cabeza en su lugar, con mirada franca y alegre, y risa descomplicada; una persona que, con su sola presencia, te transmite la intensidad de un abrazo y que te acaricia con las palabras, que inspira confianza y a quien le gusta adormecerse mientras arremolina su mano en tu pelo. Una persona, en definitiva, con la que te imaginas formando una familia.

A veces pasa que, como no somos inmunes al paso del tiempo, todos cambiamos y, al cabo de unos años de convivencia, la relación se acaba disolviendo por mutuo acuerdo. Con un sentido abrazo nos decimos adiós y nos deseamos suerte para el resto de la vida.

Cuando nos enamoramos por cuarta vez una pregunta empieza a sobrevolar por encima de nuestros pensamientos: si con mis anteriores parejas tuve la sensación de que me hacían plenamente feliz y luego he descubierto que estaba equivocado, ¿qué me garantiza que con esta nueva pareja no me pase algo parecido? Cuando te haces esa pregunta te das cuenta de que has caído en el ‘síndrome de Brad Pitt’. La creencia en la existencia de una pareja ideal, la búsqueda de una mayor felicidad y la angustia por el cada vez más cercano final de la vida son ingredientes que nos llevan al abismo de una vida de eterna frustración. No hay evidencias razonables de que el camino de la frustración pueda conducirnos a una vida feliz. Como mucho, nos puede llevar al autoengaño. ¿Cuál es el precio por aceptar que nuestra vida es imperfecta, que existe un costo de oportunidad en todas y cada una de nuestras decisiones y por asumir en nuestras relaciones sentimentales una cierta cuota de renuncia o resignación?

El ‘síndrome de Brad Pitt’ es una metáfora que nos puede ayudar a comprender que, seguramente por primera vez en la historia, las personas tienden a aplicar en sus relaciones sentimentales pautas, mecanismos y actitudes propias de la sociedad de consumo. Si es cierto que el motor de la sociedad del consumo es la continua insatisfacción, que compramos atrapados por el poder seductor de la publicidad y que, una vez comprado aquello que deseamos nos acaba interesando cualquier otra cosa, cuando aplicamos estas pautas a la vida sentimental la consecuencia será, como no puede ser de otra manera, una permanente insatisfacción. Solo si conseguimos salir de la espiral del consumo nos volveremos personas realmente libres, llegando a discernir lo que es esencial de lo que es accesorio, lo que es una necesidad de lo que es un simple deseo, dando un primer paso hacia la emancipación de una sociedad-trampa que nos hace rehenes de las mercancías y que nos aliena, paradójicamente, mediante la sacralización de la propiedad y la seducción de los objetos. Decía Oscar Wilde que la única diferencia entre un capricho y un amor eterno es que el capricho dura más.

El camino al Buen Vivir pasa justamente por saber salir de la espiral de insatisfacción, tanto material como emocional, y ser conscientes de lo bello y lo bueno de todo lo cotidiano y cercano. (I)

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