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Según el andarín, los triunfos del azuayo en Juegos Olímpicos y mundiales tienen doble mérito porque se formó en una nación que no tenía medallistas, ni tradición en esta disciplina

El medallista mexicano que llamó Jefferson a su hijo en homenaje al marchista ecuatoriano

Bernardo Segura muestra la medalla de bronce que obtuvo en Atlanta 1996. En la pared cuelga una foto en el podio junto con Jefferson Pérez y el ruso Ilia Markov.
Bernardo Segura muestra la medalla de bronce que obtuvo en Atlanta 1996. En la pared cuelga una foto en el podio junto con Jefferson Pérez y el ruso Ilia Markov.
Paula Mónaco / El Telégrafo
26 de julio de 2016 - 13:24 - Paula Mónaco para El Telégrafo, corresponsal en México

Ya no sentían dolor. El cuerpo exhausto se había desconectado de la mente, que viajaba en un vuelo indescriptible. Debajo del podio del estadio olímpico de Atlanta, a instantes de recibir sus medallas, el ecuatoriano Jefferson Pérez y el mexicano Bernardo Segura, trataban de comunicarse pero las palabras les resultaban inútiles, incapaces de transmitir la energía que desbordaba sus corazones.

“La primera de mi país, la primera de mi país”, era lo único que Jefferson podía pronunciar. “¡Ya hiciste historia!”, le respondía Bernardo y de allí no pasaba el diálogo.

“Jefferson no lograba decir con palabras lo que sentía, estaba súper emocionado, y su entrenador estaba como loco. Después, cuando caminábamos rumbo al podio era como que andábamos sobre las nubes”.

Veinte años después, Segura recuerda cada detalle de ese 26 de julio de 1996, la carrera que significó la primer medalla olímpica de oro para el deporte ecuatoriano. “Me acuerdo de todo. Jefferson y yo nos topamos en la pista de calentamiento. Él tenía la gorra que siempre usaba y su conducta era atenta y humilde”.   

“En la competencia lo noté muy seguro: con su gorrita abajo, su forma de respirar…Siempre fue muy maduro, concentrado y disciplinado pero en ese momento su postura y su respiración demostraban confianza, aun sin hablar te dabas cuenta”.

Antes de la carrera, el nombre del ecuatoriano no aparecía en la lista de favoritos y los locutores decían que quedar entre los 15 mejores sería un gran logro para su país. “Esa es una gran ventaja porque compitió sin presión psicológica –destaca el marchista mexicano- pero para mí no era un desconocido, ya sabía que era un atleta de peligro. Sabíamos que era bueno y joven”.

En los 20 kilómetros de Atlanta eligió una buena estrategia “porque los jueces no estaban encima de él por no ser favorito y aprovechó para canalizar la presión hacia otros. Hasta el kilómetro 8.5 íbamos a dos segundos de distancia. Jefferson no tenía ninguna amonestación y por eso cerró tan fuerte”. Segura guarda silencio por un instante y resume “fue muy bonito”.

Para el mexicano resulta imposible olvidar lo complejo de marchar más de una hora en un día de calor y humedad como ese 26 de julio de 1996 en Atlanta. Hidratarse era un alivio, también tener el respaldo de personas como Jefferson. “En la competencia había camaradería. Cuando íbamos en un grupo compacto no te podías acercar a las mesas con esponjas y agua, entonces él me los pasaba a mí y yo a él”.

-¿Gestos como ese se dan con frecuencia?- pregunto.

-Si alguien te pide ese favor sería inhumano no hacerlo. Pero es frecuente entre competidores de la misma nacionalidad, no entre atletas de distintos países.

En este caso la razón era clara: “La rivalidad existe con europeos y asiáticos. Ser latinoamericanos es tener hermandad”.

Jefferson y Bernardo, de 22 y 26 años de edad en ese momento, se acompañaron hasta el final. Ya sobre el podio, se tomaron las manos y las levantaron juntos en el último gesto triunfal.  

Segura y Pérez  se conocieron por el año 1989, cuando el ecuatoriano vino a participar en una competencia de bajo presupuesto que organizaba un diario deportivo. Tenía unos 15 años, “era juvenil apenas y ya llamaba la atención porque le sacaba más de cinco minutos a los atletas de aquí, ¡en la altura de la Ciudad de México! Se veía que era fuera de serie”, cuenta Segura, quien siempre admiró “su técnica y biométrica perfectas”. También destaca su entrega: “Hubo veces en que le iba mal pero igual daba el 120%. Terminaba en condiciones físicas tremendas. Se desmayaba, se golpeaba, pero era evidente que hacía mucho esfuerzo”.  

“Él venía cada año con Miriam Ramón y otra muchacha de apellido Vera”, recuerda su rival y amigo de esos tiempos cuando igual compartían la pista y los entrenamientos y momentos de descanso. “En 1994 nos tocó viajar juntos en autobús a Puebla para una competencia donde él quedó segundo y yo tercero. Siempre bromeaba con que iba a traer un Zhumir pero en realidad quien los traía era su entrenador, los regalaba. Al final (del torneo) varios muchachos agarraron buenas borracheras pero Jefferson nunca. No tomaba, ni siquiera lo recuerdo bailando y eso que tenía muy buen pegue con las mexicanas, ¡bastante!”, bromea y aclara que sobre sus conquistas amorosas “no puedo dar nombres”.

Eran tiempos de gloria para la marcha mexicana: cosechaba medallas, concedía becas de preparación, crecía en estructura  y realizaba muchos torneos bajo la guía del entrenador polaco-mexicano Jerzy Hausleber. Bernardo Segura rememora que Jefferson le decía “en mi país no hay apoyo al deporte ni a la caminata. Me gustaría venir porque aquí sí apoyan”.

Los triunfos de su único medallista, en Juegos Olímpicos como en mundiales “tienen doble mérito porque se formó en un país no preparado, que no tenía medallistas ni tradición en marcha. Seguramente tuvo que afrontar muchas dificultades cuando aquí la única dificultad era conseguir dinero o en países como Rusia tenían cientos de medallas, a ellos una más o una menos ni les afectaba, ¡es distinto enfrentarse a la adversidad del Ecuador de entonces y superarlo todo! Creo que ese oro de Jefferson debe tener triple valor”.

Para Segura, polémicas como la no concesión del primer lugar en Pekín 2008 no merman el mérito de su entrañable amigo. “Ganar una medalla más no lo hace más grande ni más pequeño, Jefferson es Jefferson y en la mente de los latinoamericanos siempre estará ese 26 de julio”.  

Han pasado dos décadas. El marchista olímpico mexicano hace un balance de su propia carrera deportiva y resalta: “me gusta poder contarle a mis hijos y a mis nietos la emocionante historia de cuando ‘yo competí con el mejor de todos los tiempos’. Imagínate cuánto me gusta esta etapa de mi vida que como homenaje, a uno de mis hijos le puse su nombre”.

Se ausenta por algunos segundos, entra a las habitaciones de su casa y regresa con un marco de madera. Adentro una fotografía lo muestra con Jefferson Pérez, su colega y amigo, y Jefferson Segura, su hijo. La exhibe orgulloso: “Mi hijo nació en 1998 y decidí ponerle Jefferson Daniel por Daniel Plaza (español), campeón olímpico en Barcelona 1992, y por Jefferson, campeón en 1996, los dos medallistas olímpicos que conocí antes de que naciera. ¡Y eso que Jefferson no es un nombre muy común en mi país!”.

Revisa fotografías y cuadros con sus mejores participaciones atléticas. Señala al cuencano en las imágenes, enumera sus medallas, récords y logros. “Soy una persona agradecida con la vida y el deporte por haberme permitido vivir a plenitud en este tiempo. Ha sido una fortuna competir contra él”. (I)

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