Ecuador / Domingo, 02 Noviembre 2025

“Patines de plata”: un retorno al pasado

Una película rusa nos lleva al siglo XIX con el tono de un cuento romántico edulcorado. Es “Patines de plata” (2020) del director norteamericano-ruso, Michael Lockshin, que recoge algunas de las líneas argumentales de la novela “Hans Brinker o los patines de plata” de la escritora decimonónica estadounidense, Mary Elizabeth Mapes Dodge, conocida en su tiempo como una de las más representativas autoras de literatura juvenil. Esta novela, publicada en 1865, toma como escenario los Países Bajos y cuenta el deseo de una pareja de hermanos aún niños de competir en una carrera de patines, aunque su padre sufre de una enfermedad, hecho que no les impide inscribirse en la competición para lograr el dinero suficiente para ayudar a su progenitor. El filme de Lockshin traslada el argumento central a San Petersburgo y hace que su protagonista, Matvey Polyakov, sea un joven de pocos recursos, el cual igualmente buscará la manera de auxiliar a su padre panadero que está enfermo; lo singular es que, en su intento de obtener el dinero, junto con sus patines de plata, se enfrenta a la opción de formar parte de una banda de ladrones, lo que le conduce a conocer a una especie de princesa de las clases altas.

Pues bien, con estos ingredientes, “Patines de plata” es una inteligente adaptación donde Lockshin se toma sus libertades para representar a una Rusia decimonónica que vivía en un esplendor queriendo igualarse a las naciones de Occidente. Cabría pensar que el director en realidad hace homenaje a su nexo con Rusia y su narrativa que, con tonos románticos y fantásticos, se desentiende de alguna literatura costumbrista o psicológica que le habría caracterizado. Su línea de trabajo sigue en todo caso la literatura y el cine que podría entroncarse con lo surrealista y también con una especie de realismo mágico. Esto porque la película tiene matices brillantes, azules claros y amarillos que dotan de calor y de misterio a la trama, pese a que el ambiente esté pintado por los hielos invernales y, por lo tanto, seguramente el frío propio de las regiones rusas. Es decir, nos hallamos ante un filme dinámico que evade lo gris y lo triste, bordeando la comedia, incluso la sátira.

De este modo, en “Patines de plata”, aunque es claro el acento social porque el director contrasta la vida callejera, sus oquedades y contradicciones, con el mundo palaciego y harto extraño de las burguesías rusas, no se resiente al pintar una especie de mundo de hadas en el que todo parecería obvio: pobres contra ricos, ladrones contra el sistema. 

Precisamente en estas contradicciones que Lockshin hace aparecer ciertos detalles. Los ladrones, es el caso, se visten como la gente burguesa, por lo cual pocos podrían dudar de sus intenciones y destrezas para robar cosas que no les pertenecen; se trataría de mostrar a unos carteristas cuyo fin es quitar a las clases altas lo que les sobra y además ponerlos en ridículo. El contraste está en que sus “finalidades” vendrían a ser plausibles. Es aquí donde el filme tiene un sentido de mordacidad, porque en el fondo, habría que preguntarse si los ladrones son tales por necesidad o para descolocar a grupos sociales que viven de la explotación de las amplias capas de desposeídos de la sociedad. A partir de ello, el director hace una especie de disección de la vida social del siglo XIX: capitalismo boyante, ciudad esplendorosa, vida ciudadana que aparenta felicidad y prosperidad, noches blancas plenas de movimiento, flâneurs o paseantes que disfrutan de las transformaciones de la modernidad.

El otro grupo representado es el de la propia burguesía, imitadora de Occidente y que mantiene su estatus al margen de la modernidad que alimenta, tal vez por menosprecio o porque sus horizontes de expectativas eluden el localismo y las taras que este puede contener. Alguien que rompe con ese estado de existencia es Alisa Vyazemskaya, hija del primer ministro, este dueño, asimismo, de una ostentosa mansión. Recalquemos que Alisa tiene muchos deseos. Claramente, los suyos contrastan con los deseos del joven Matvey, el cual requiere ayudar a su padre enfermo; más bien, Alisa quiere conocer al chico de sus sueños, pero, además, estudiar ciencias y enseñar. Como toda película que ahora sigue el estilo Disney, el encuentro entre ellos es un camino acostumbrado y lleno de aventuras; aquí el director carga las tintas en la línea romántica para que nos convenzamos de que hay algo común en las vidas de sus personajes. Pero ese otro deseo, de ser más trascendente en la vida con una profesión y una meta, es quizá un atisbo sugerente en el contexto de una Rusia y un mundo occidental en el que se ponían malos ojos y se despreciaba a las mujeres que no cumplían con la labor de esposas y madres; estudiar o relacionarse con el mundo extraburgués eran signos intolerables en sociedades conservadoras, las que, en cierto modo, se pretendían liberales. El retrato, sin embargo, no queda en la mención, sino que, de cara al siglo XX, parte argumental de “Patines de plata”, termina mostrándose como evidencia: aparte de haber roto con la idea tradicional de tener una pareja de su misma condición, a la mujer se la presenta autosuficiente y, más aún, profesional; ella compite con los grandes cerebros de la ciencia. Es con esto que el filme se reivindica en su tratamiento que, a veces, parecía estar tomando, insisto, los caminos del típico cine Disney.

Y quizá acá valga la pena anotar un asunto más. Lockshin, el director, aunque toma la novela de Mapes Dodge, creo que en realidad se conecta con la estética literaria y el tono crítico de Mijaíl Bulgákov. Por algo, luego Lockshin filmó “El maestro y Margarita” (2024), basada en la obra homónima de dicho autor. En otras palabras, en “Patines de plata” recoge lo surrealista, lo fantástico, lo social y también lo satírico del escritor ruso, cuestión que le da un aspecto distinto, por lo cual merece que se le eche una mirada como la que hago hoy en esta columna.