Ecuador / Jueves, 09 Octubre 2025

Mirando casa adentro

Más allá de que si la publicación de una cuenta de Instagram que observé reciéntemente y cuyo título compartiré con ustedes a continuación tal vez sea parte de las ‘fake-news’; considero importante reflexionar en ella (tomando el riesgo, dado que vale la pena), pero a partir de la vivencia personal: (parafraseando) “Las personas del sexo masculino que son inteligentes tienen menos probabilidades de iniciar una relación sentimental con el sexo opuesto”. La razón de esta dificultad estaría, según la publicación, en que las personas inteligentes ocupan la mayor parte de su tiempo y sus capacidades intelectuales en repensar una y otra vez, en descartar las conversaciones triviales o casuales, y en la crítica y autocrítica sumamente rigurosa.

Me ha quedado retumbando en mi mente aquella publicación; y decidí compartir una breve reflexión, reitero, desde mi experiencia. Debo manifestar, previamente, que no busco ser la voz autorizada. Sí persigo el poder brindar parte de mi testimonio a otras personas con el objetivo de que puedan auto-examinarse, enmendar y así avanzar y crecer y mejorar como seres humanos; testimonio tenido a partir del camino que el buen Dios me ha permitido recorrer, y de mis luces y mis sombras.

Públicamente reconozco, con absoluta sinceridad, ser una de aquellas personas parte del club. ¿Del club? Sí, de quienes presentamos dificultades para establecer relaciones sentimentales con el sexo opuesto. No deseo ni anhelo socializar mi persona desde la arrogancia al contar con cierto grado de inteligencia. Más bien, el ‘alzar la mano’ de forma pública rompe con la conducta de una persona arrogante y, estimo, me acerca con humildad a proclamar que no soy perfecto. Simultáneamente, el no ser perfecto no me condena al mediocre consuelo de únicamente aceptarlo y seguir de esa manera, sino que lo asimilo como aquella oportunidad idónea para practicar la mejora continua en especial transitando hacia la humildad, como una cultura permanente.

Ser una persona inteligente (y, en mi caso, que busca ganarse el cielo día a día) no me convierte en un ser humano caracterizado por mirar a los demás con desprecio o para mermar su dignidad o para reducir y lastimar, emocionalmente hablando. De hecho, trato día a día de tener en mi mente que toda persona que salga a mi encuentro, poderla dejar en mejor posición que la que ella o él tenía antes de encontrarse conmigo, sea con una palabra de aliento, una sugerencia o hasta compartir parte de lo que poseo con ella o con él. Es más, estimo que la regla cristiana de evitar el mal y hacer el bien se aterriza en la interacción humana al momento en que miramos a los demás, no para mostrar nuestras grandezas, sí para ayudarlos a progresar. ¿Grande se puede ser hiriendo a los demás? Por supuesto. Es muy sencillo. El reto está en ser Grande contribuyendo en positivo a la vida de los demás. A todo esto, la dificultad de ser inteligente de cara a las relaciones sentimentales está presente, y lo afirmo desde mi testimonio. Y sí, es cierto. Al parecer las personas inteligentes (al menos en mi caso, y probablemente también lo sea el de muchos otros compañeros hombres) nos centramos y nos enfocamos, no en la belleza física, misma que definitivamente no sirve para nada y que, de paso, no es invencible ante el transcurrir del tiempo; sí nos enfocamos en ser extremadamente selectivos o críticos y autocríticos, primero con nosotros mismos y luego con el público femenino.

Me ocurre con mucha frecuencia ocupar mayor parte de mi intelecto en caer en tratar de proyectar las posibles afectaciones emocionales que se generarían -a futuro- producto de los conflictos normales que se suscitarían en una relación de pareja, o en el grado de incomodidad que podría tener ante ‘las sombras’ de la persona del sexo opuesto; relación que la defino como aquella sostenida en la estabilidad y en el atractivo por la belleza del alma de la mujer (¿de qué serviría tener a una persona con un cuerpo de guitarra si el estado de su alma no necesariamente tiene olor a rosas?); descartando así relacions pasajeras o conocidas como ‘vacile’. Ese ejercicio de repensar permanentemente y de no preferir las conversaciones amigables o conocidas como pláticas para ‘romper el hielo’, conduce a la persona a negarse la oportunidad de, probablemente, sostener enlaces sentimentales duraderos, no porque la persona no los desee sino que opta por evitar eventuales roces no violentos (que se pueden solucionar desde el diálogo), configurando así una realidad donde se pierde la oportunidad de vivir, de interactuar, de poder experimentar el ‘amor del bueno’. Recuerdo que un sacerdote que conozco en algún momento aseveró: “Hay personas que se niegan rotundamente a interactuar pro conocer, encontrar afinidad e iniciar relaciones sentimentales basadas en valores y principios debido a no querer sufrir por los inconvenientes que se puedan dar y hasta por las peleas derivadas de la discrepancia de criterios (no hablo de agresiones, ya que aquello está descartado desde la racionalidad). Pero, ese es el ‘costo de’. Lo que ocurre con estas personas es que probablemente han abrazado la soberbia y pretenden que los demás sean como ellos, lo que ata la diversidad sana a un egoísmo nada sano”.

Lo positivo ante esta dificultad está en que, en mi caso, lucho día a día para abandonar la tarea de repensar, y en criticar, a la interna, ‘las sombras’ del sexo opuesto. Y para elegir por apreciar al ser humano, y el poder, con decisión y humildad, dar ese paso en búsqueda del bien de la otra persona. Una máxima de lo que, considero, es el deber ser de una relación sentimental: el bien del otro. Lo demás, lamentablemente, es como lo dice aquel sacerdote que cité anteriormente: arrogancia y egoísmo activados para conseguir un beneficio individual. En buena hora, ese no es mi caso. Y anhelo no sea el de algún compañero hombre.