El Club
Un filme del chileno Pablo Larraín, “El club” (2015), conlleva la inquietante pregunta de si es ético el silencio. Para comenzar, su título no parece aludir a nada o, si lo hace, inmediatamente nos hace creer que será una película alrededor de alguna agrupación unida bajo un propósito de los miles que puede haber o, en algún caso, una asociación de individuos de cierta condición que disfrutan o persiguen una finalidad. Esto podría estar al inicio de su argumento, cuando nos encontramos con unas personas de tercera edad que conviven en una casona y que están preocupados por adiestrar un galgo, además de que asisten, con cierta distancia, a las competencias de perros que hay en un pueblo pesquero. Hasta acá incluso pensamos que estos individuos de tercera edad que, por otro lado, son sacerdotes, tienen un pasatiempo por fuera de la labor pastoral que podría caracterizarles.
Pero el título, aunque sugerente, no dice más allá de lo que denota. Es claro que debemos seguir el curso de la historia para percatarnos de que los sacerdotes viven en una casona que está como en los linderos del pueblo, en una colina alta; pareciera que ellos cumplen rutinas que les son propias a su condición, tal como nos hace enterar una mujer, una monja, que, asimismo, les asiste y vive con ellos. Ella dice que, como sucede en cualquier congregación religiosa cristiana, hay una rutina que consiste en levantarse temprano, orar, tomar el desayuno, seguir en la oración y el recogimiento, etcétera, etcétera. Sin embargo, es notorio pronto que esta comunidad está incomunicada del resto del pueblo, este, además, medio vacío, medio solitario, donde sus habitantes también se dedican a rutinas demarcadas por la pesca y el comercio. De vez en cuando vienen turistas jóvenes que buscan aprovechar las olas del mar para surfear.
La comunidad, compuesta por cuatro sacerdotes y la monja, pronto recibe a un quinto, también de tercera edad. Y este va a ser el desencadenador de una trama oscura o siniestra que, a medida que se desarrolla, nos deja perplejos. Este quinto elemento trae consigo la sombra de la pedofilia que inmediatamente detona con la presencia de una víctima que lo busca, lo inquiere y lo obliga a tomar una postura. La muerte del sacerdote recién llegado supone, narrativamente hablando, la investigación, si bien policial, sobre todo de la Iglesia católica, suscitando el arribo de otro clérigo que hará la labor del investigador, es decir, de quien va a hurgar lo que en efecto es la naturaleza de esa comunidad sacerdotal que vive medio recluida y alejada del pueblo, ahora vigilada por la víctima del pedófilo que por desesperación se habría inmolado.
Larraín nos pone ante una comunidad que, en efecto, causa extrañeza. Como señalaría Mark Fisher en su libro “Lo raro y lo espeluznante”, de hecho, es eso: espeluznante, es decir, pese a que está allá en un lindero del pueblo, en realidad, su presencia abre a lo desconocido. No es que sea algo que está en un lugar cuando no debería estarlo, que es lo que dicho autor denomina lo raro, sino que es una presencia donde se nota una ausencia y que Larraín, por medio del dispositivo cinematográfico, va a llevar a que el espectador sienta lo que el común del pueblo parece desconocer. La paradoja está inscrita.