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La indiferencia social - el precio de la precariedad

Vivimos tiempos en los que la abundancia se ha convertido en espejismo y la escasez en cotidianidad. Las calles de nuestras ciudades lo dicen con una crudeza que ya no podemos ignorar: hombres y mujeres durmiendo a la intemperie, niños haciendo malabares en los semáforos para sobrevivir, madres con bebés en brazos pidiendo una moneda para el sustento diario. La pobreza ha dejado de ser un concepto abstracto para convertirse en rostro, en mirada cansada, en historia truncada. El problema no es únicamente la falta de recursos, sino la indiferencia social que crece con cada día. Lo advertía Monseñor Leonidas Proaño, el “obispo de los pobres”: “No se trata solo de dar pan, sino de transformar las estructuras que producen la miseria”. Y, sin embargo, como sociedad, seguimos observando la miseria como si fuera paisaje urbano, sin reaccionar frente a un tejido social que se desgarra silenciosamente.

Los indicadores de desigualdad están a la vista. Familias enteras endeudadas, otras excluidas del crédito y de las oportunidades. Perfiles profesionales empujados a realizar trabajos domésticos o informales para sobrevivir, y jóvenes cada vez más alejados de la universidad porque los costos son impagables. Padres y madres que duplican los esfuerzos para comprar uniformes y útiles escolares de bajo costo, mientras la educación pública se deteriora y la privada se convierte en privilegio de pocos.

La precariedad no se limita al bolsillo: es también sanitaria, emocional y cultural. El sistema de salud está saturado, miles de personas carecen de acceso a medicinas básicas, y la pobreza mental se refleja en la incapacidad de soñar con un futuro distinto. Edgar Morin, en su propuesta de un “pensamiento complejo”, recuerda que los problemas no pueden analizarse de forma aislada, porque todos forman parte de una red de interdependencias. La crisis económica no está separada de la crisis educativa, ni esta de la sanitaria, ni estas de la crisis ética y política que nos atraviesa.

En medio de esa maraña de carencias, corremos el riesgo de refugiarnos en la queja. Pero la queja, aunque legítima, termina siendo un círculo vicioso que nos paraliza. La Madre Teresa de Calcuta lo decía con sencillez: “A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota”. Agradecer lo que tenemos —un techo, un plato de comida, la posibilidad de estudiar o de trabajar— no significa negar la realidad dura, sino tomar fuerzas para resistir y transformar. La gratitud es el primer paso para no sucumbir al pesimismo colectivo. Agradecer lo poco nos permite reconocer lo mucho que falta por hacer. Pero la gratitud debe ir acompañada de acción. Porque no podemos cerrar los ojos ante una sociedad en la que cada vez más personas duermen en la calle, los negocios informales proliferan en las aceras como expresión de sobrevivencia, y miles sueñan con migrar para buscar en otros países lo que aquí no encuentran.

El drama de la escasez nos revela también la fragilidad de nuestras instituciones. Las autoridades competentes se hacen de la vista gorda, atrapadas en la burocracia o en sus propios intereses, mientras los ciudadanos nos vamos acostumbrando a normalizar lo inaceptable. Como si no pasara nada. Como si la fractura social no nos alcanzara a todos. El desafío, entonces, es doble: agradecer lo que tenemos, pero al mismo tiempo no aceptar como normal la injusticia que deshumaniza. Se trata de recuperar la empatía, de entender que detrás de cada madre que pide caridad en un semáforo, de cada joven que abandona sus estudios, de cada profesional que emigra, hay un trozo de nuestra propia identidad como nación que se pierde.

La historia nos enseña que ninguna sociedad puede sostenerse sobre la desigualdad permanente. Sin cohesión social, sin justicia distributiva, sin educación accesible, el tejido comunitario se convierte en harapos. Quizá ha llegado el tiempo de escucharnos como ciudadanos, de exigir a nuestras autoridades que asuman con responsabilidad su rol, y de comprometernos cada uno en lo que podamos, desde lo pequeño. La escasez no debería ser el signo de nuestra época, sino el punto de inflexión para construir una sociedad distinta. Una donde agradezcamos lo que tenemos, sí, pero donde la gratitud se convierta en fuerza para transformar, no en resignación para conformarnos.