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El Telégrafo
Antonio Quezada Pavón

Vivir con presupuesto ajustado

05 de mayo de 2016

Por desgracia, pocas personas en este planeta tienen inmensas reservas de oro y bóvedas llenas de diamantes. La mayoría de nosotros tenemos que vivir dentro de nuestras posibilidades y con un presupuesto limitado. Esto es más cierto en estos tiempos recesivos en los que la idea de una vida lujosa se parece más a un modesto departamento en el que pagamos hipoteca al Biess y no a una mansión lujosa en Samborondón. Hemos tenido continuas etapas con economía complicada en el país, desde la salida de la dictadura militar en 1978 y la elección del gobierno democrático de Jaime Roldós después de una Asamblea Constituyente y con la guerra de Paquisha de 1981 con la cual se inició una época de devaluación e inflación que no la conocíamos desde hacía casi tres décadas. Las terribles ‘sucretizaciones’ de deuda en dólares propiciadas por el nefasto Osvaldo Hurtado y los subsiguientes gobiernos de León Febres-Cordero, Rodrigo Borja y Sixto Durán con su increíble guerra del Cenepa, en la que ganamos la batalla pero perdimos el territorio. Luego vinieron en seguidilla los gobiernos inconclusos de Abdalá Bucaram, Fabián Alarcón, Jamil Mahuad, quien entregó el país a los banqueros; luego Gustavo Noboa, que le tocó promulgar las normativas de ‘dolarización’ denominadas Trole 1 y 2; y luego Lucio Gutiérrez y Alfredo Palacio; seis presidentes en un lapso de 10 años. Fueron períodos muy tormentosos. Y parece que de todo esto que sucedió hasta 2007 nos hemos olvidado completamente. Y mucho se debe a Rafael Correa y su modelo de gobierno que nos convenció y de hecho nos dio la esperanza de que se podía salir de la pobreza y que existía para nosotros el Buen Vivir. Pero también nos hizo gastadores y despreocupados. Cada cual a su manera lo hemos hecho por 9 años consecutivos.

No hay duda de que las familias ecuatorianas teníamos que  vivir con presupuestos muy ajustados. Sabíamos al dedillo que tener un presupuesto era igual a pensar en el dinero en forma analítica y lógica para restringir el gasto en aquello absolutamente necesario e importante, eventualmente propiciar el ahorro y, por supuesto, evitar el exceso de deuda. Casi no conocíamos las tarjetas de crédito y cuando las usábamos nadie nos proponía ‘corriente o diferido’, pues eran instrumentos de débito más que de crédito y al fin de mes había que pagar dichas cuentas en forma completa.

No importa dónde vivamos, la cultura de nuestro entorno afecta la forma como pensamos acerca del dinero. Algunas sociedades pregonan el evangelio del derrochador consumismo y de pronto hemos caído en este tipo de pensamiento por varias razones: una es nuestro intrínseco espíritu aspiracional; y otra por una subyugante campaña mediática de que este tipo de modelo fomenta el crecimiento económico y defiende nuestra civilización occidental y no se dan cuenta de que aquellos países que lo promueven están acosados por déficit presupuestal y población incrementalmente pobre. Pero hay otras culturas que refuerzan la importancia de extrema frugalidad y un sentido de siempre estar preparados para lo peor y es el ejemplo que nos sacan a relucir cuando algo nos va mal en la forma como hemos aprendimos a actuar. Entre estos dos extremos hay un gran rango de actitudes y creencias acerca del dinero.

Es tiempo de regresar a tener una clara percepción del confort y del dinero. Acaso creemos que nuestro sentido de confort requiere que poseamos las masivas y costosas tecnologías modernas. ¿Son nuestros valores centrales medidos en términos de que más de estos ‘juguetes’ igual a más felicidad? Si es así, debemos definir cuál es nuestro poder adquisitivo para comprar estos ‘juguetes’ sin sacrificar aspectos críticos de nuestras finanzas, como es el ahorro y la necesaria inversión en educación, salud y vivienda. Y esto va también para el Gobierno. (O)

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