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A finales de la década del sesenta una canción cautivaba a muchos románticos: “Venecia sin ti”. La belleza de sus versos, la cadencia de su música y la impecable interpretación de Charles Aznavour, la hicieron inolvidable. La confidencia de la letra de perspectivas temporales tenía y tiene la premonición dolorosa de los desencuentros y sentimientos de pérdida, pero la exigencia de conocerla, reconocerla y regresar a ella es recurrente.
Han pasado los años, en algunas ocasiones he viajado a esa población mágica, junto a la mujer que amo, incentivado por la poesía, la melodía que recuerdo, he navegado sus canales, recorrido sus calles y plazas transparentes de nostalgias, con la promesa de volver. Empero, la sustancial evocación, muchas veces, surge de un paralelo lamentable, y por asociación comparativa de ideas.
La secuencia figurada al servicio del pensamiento se manifiesta al observar por lustros al puerto principal inundado -como ha sucedido en estos trágicos días, cuando mueren niños y se esfuman esperanzas- sin el enmascaramiento de metrópoli. La urbe en que vivimos y sufrimos muestra las falencias urbanísticas y carencias sustanciales de servicios básicos, atrozmente asida al cieno demagógico neo-liberal populista y aparece resignada invierno tras invierno durante tanto tiempo.
El pueblo guayaquileño, generoso y sabio, cuando la contempla en ese estado acuoso lamentable, con ingenua ironía la denomina Venecia, sustentando estupefacto su protesta y desafecto por el estado de cosas que la aquejan. Inteligente, como es el conglomerado social, sabe que Guayaquil, obviamente, no es la localidad italiana bañada por el Adriático y que todos los superfluos adjetivos que desde siempre le endilgan para retacearla de la patria, generando un regionalismo rapaz y rabulesco, son solo los argumentos ruines que durante centurias la burguesía agroexportadora y comercial que se apoderó de ella ha cultivado y financiado para sostener su dominio.
Y es que además, con honrosas excepciones, la mayoría de las diferentes administraciones municipales, provenientes de formaciones partidistas diversas -especialmente aquellas derechistas y clientelares que han ocupado el sillón de Olmedo- han hecho todo lo posible por quitarle su riqueza y belleza naturales de las que pocas ciudades del orbe podrían ufanarse: mar, río, montañas.
La historia de este despojo tiene larga data; la comunidad citadina archiva contextos geográficos y humanos de agresiones contra su ambiente de proporciones casi inexplicables y obviamente inaceptables, así por ejemplo la demolición de algunos de los cerros que la circundan para rellenar el manglar -medio natural sustancial del ecosistema huancavilca-, el brazo de mar que enlaza a la ciudad, llamado también estero Salado, contaminado hasta los tuétanos en sus riberas y caudal con deyecciones orgánicas e inorgánicas de fábricas y ciudadelas. Su ría -unión de los ríos Guayas y Babahoyo- influida por las mareas del Pacífico con cauces inmolados por el concreto de un centro comercial y un paseo.
Nuestro querido Guayaquil no podrá ser Venecia ni siquiera en forma metafórica, pero estoy cierto todavía en que tiene su mayor y mejor recurso indemne, su pueblo, aquel del 9 de octubre, del 15 de Noviembre y del 28 de Mayo, inmortal, hospitalario y progresista.