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Wilfrido Muñoz Cruz

Una sociedad sin pausa: Del deseo al exceso

18 de mayo de 2025

Habitamos en un mundo donde todo parece tener ritmo sexual: los anuncios, los memes, las canciones del momento, los cuerpos en los videoclips y los chistes en reuniones. Lo sexual no solo se ha normalizado, banalizado, cosificado y sobreexpuesto: se ha transformado en un código dominante que atraviesa la conversación pública con una fuerza que roza la saturación. En la calle, en la radio, en los chats y en espacios deportivos, el tema es recurrente que se ha convertido en lenguaje, obsesión y mercancía. Pero ¿Qué dice esto de nuestra sociedad? ¿Cómo llegamos al punto en que la estética corporal se ha vuelto norma del discurso cotidiano?  

Intentaré no reducir la crítica a una supuesta decadencia moral, sería no solo superficial, sino excluyente. La visibilización de cuerpos no normativos, de sexualidades diversas, de experiencias trans, queer, o intersex, es también un acto de justicia simbólica. La diferencia es que estas formas de expresión suelen ser invisibilizadas y explotadas. Sin embargo, en esta era sin censuras, con poco tino, el deseo ha mutado en espectáculo, la genitalidad se ha vuelto metáfora común. Lo curioso es que no estamos frente a una cultura más erótica — sino de una estética del exceso y el exhibicionismo permanente. Como señaló Michel Foucault en La historia de la sexualidad (1976), las sociedades modernas no han reprimido el sexo: lo han administrado, lo visibilizan, gestionan, lo rentabilizan como dispositivo de poder. Hoy, en una época donde la libertad de expresión ha derribado muchas barreras morales, nos enfrentamos a un nuevo dilema ético: la sobreexposición sin reflexión. 

La política ha comenzado a hablar con tono de callejón. Personajes que se burlan con insinuaciones sexuales, algunos discursos cargados de humor vulgar, y liderazgos que apelan al escándalo y la virilidad como forma de dominación. En los medios, el horario ya no segmenta lo explícito. Cadenas de televisión y plataformas reproducen contenidos que apelan a lo sexual como si fuese el último recurso para atraer la atención de la audiencia. En los algoritmos de las redes sociales, los cuerpos especialmente femeninos y los disidentes, se han vuelto moneda de validación, se exponen para ser evaluados, deseados o anulados. La vanidad física se confunde con autoestima; la desnudez con empoderamiento. La búsqueda de likes se alimenta de escotes, abdominales, bailes provocativos o gestos sugerentes. No es solo una estrategia de marketing, se apuesta a la tendencia, es un síntoma cultural. Como explica Byung-Chul Han, en La sociedad de la transparencia (2012), “[...] en la sobreexposición se pierde el misterio, y sin misterio no hay eros”. Vivimos en un régimen de exposición donde “[...] todo debe mostrarse, incluso lo más íntimo, hasta el punto en que lo íntimo deja de existir”. 

Lo complejo es que la sexualidad que se difunde masivamente no es diversa, respetuosa, ni erótica en el sentido profundo, sino una especie de pornografía cotidiana disfrazada de humor o provocación. El doble sentido es celebrado como ingenio, pero muchas veces esconde machismo, homofobia, misoginia, racismo o simple banalización emocional. 

La música urbana —aunque rica en ritmo y producción— ha amplificado este fenómeno; el pop, el rap, el trap han caído muchas veces en letras que repiten patrones de cosificación femenina, hipersexualización del cuerpo y glorificación del deseo masculino. Lo falo, la penetración, la sumisión, el placer unilateral se han normalizado como imaginario. ¿Qué pasa con las emociones, la ternura como encuentro humano y no solo como descarga? No se trata de moralismo ni censura. Se intenta re-humanizar el lenguaje. De entender que el cuerpo no es objeto, que la mujer no es un trofeo, que la sexualidad no debe ser sinónimo de vulgaridad o entretenimiento, y que el humor puede ser creativo sin necesidad de caer en lo grotesco. 

La crítica no debe negar el goce o el placer. Entre el deseo legítimo y su explotación hay un abismo. Debe rescatar su profundidad y advertir que una sociedad plagada de información, que erotiza todo, puede terminar vaciando el sentido de lo verdaderamente íntimo. Umberto Eco advertía, “[...] la obscenidad no depende de lo que se muestra, sino de cómo y por qué se lo muestra”. ¿Por qué no fomentar una educación sexual profunda, sensible, inclusiva y ética libre de prejuicios? ¿Por qué no promover narrativas artísticas que exploren el cuerpo y el deseo sin reducirlos a lo mecánico? 

Es hora de hacer una pausa cultural. De preguntarnos si lo que consumimos o replicamos no es el reflejo de una necesidad de conexión mal canalizada, de una autoestima social herida, o de una rebeldía superficial. El sexo no debería ser tabú, pero tampoco mercancía. En un ambiente sobre estimulado quizás el verdadero acto revolucionario sea diversificar los relatos, recuperar la poesía del cuerpo, volver al erotismo con respeto y dignificar el lenguaje.

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