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El Telégrafo
Roberto Follari (*)

Tras las huellas de Borges

17 de junio de 2016 - 00:00

Se cumplen 30 años de la muerte de Jorge Luis Borges, y abundan los recordatorios y conmemoraciones. Seguramente él habría tenido sobre ellos algún comentario irónico. Como pocos supo advertir la vanidad de la fama, si bien no resultó ajeno a promover la suya. Escritor enorme por su mezcla de lo fantástico y lo cotidiano, por su capacidad para desconfiar de la solidez de cualquier verdad. Citas auténticas mezcladas con apócrifas, personajes míticos caminando con otros terrenales, el juego permanente con la intercambiabilidad entre quien escribe y quien lee.

Fue un poeta menor, un narrador mayor. Pero no por el dibujo preciso de sus personajes, sino por lo arquetípico de estos, por esos malevos y gauchos de alguna manera inventados y de alguna otra genuinos, por ese ‘hombre de la esquina rosada’ que valía como soporte del tango, cuyas letras detestaba por lloronas y sentimentales. Quizá por ello rechazó la conversión de uno de sus versos -acerca de “un tal Jacinto Chiclana”, matón y orillero- en cantada milonga, gracias a una musicalización que vino nada menos que desde Astor Piazzola.

No pudo escribir novelas. Fue ciego casi la mitad de su existencia, y dicen que infortunado para la relación con las mujeres (tan diferente en ello a su amigo Bioy Casares). Por cierto que su vida -preñada de viajes y de premios- tuvo cierto estilo propio de un personaje literario. Reaccionario y antiperonista acérrimo, fue también de izquierda cuando joven, y supo decir frases certeras contra los militares de la dictadura (los calificó como “ejecutores de un gobierno de buzos”, para exhibir a sus personeros como inexpertos). Su incomprensión de lo popular se expresa en la frase lapidaria según la cual “los peronistas no son buenos ni malos, son incorregibles”.

Maestro del idioma, prestidigitador del adjetivo, admirador de los ingleses -no solo literatos-. Se refirió a algunos adversarios como hombres “de vasta ignorancia”, y definió a Buenos Aires como la ciudad con la cual “no nos une el amor, sino el espanto”.

Es que así era Borges. Vayan la memoria y el recuerdo al excelso espadachín de la lengua, al ficcional personaje de sí mismo, al escritor que conjuró a la vez la argentinidad y lo universal, y también al rioplatense que -en cierto modo- no supo vivir sino de espaldas a la singularidad y la historia de lo latinoamericano. (O)

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