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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Todo es relativo

26 de agosto de 2015

En estos días de agitación política, leer las redes sociales es un interesante ejercicio de observación de la naturaleza humana. Porque ocurre algo que si no fuera trágico sería cómico: todo el mundo exige a los demás lo que, en actitud flagrante, no está dando ni de fundas. Y es a todo nivel y en todo sentido.

Están por ejemplo los defensores de la libertad de expresión que contestan con interminables andanadas de insultos a quienes se permitan expresar una opinión o idea medio diferente a la que ellos defienden como verdad absoluta. Los que no conciben que alguien piense diferente si no le pagan por eso. Por suerte no se trata de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, pues si así fuera, de ley habría no solo golpes, sino quién sabe si hasta un cadáver… o más.

Están los impolutos, los ‘higiénicos’, los puristas de lado y lado que juzgan con guantes quirúrgicos y se olvidan que en su purismo esquizofrénico han terminado cambiándose de bando.

El grupo más patético es el de los que están con el corazón en trizas porque el Presidente es grosero y prepotente. Se paran ante las cámaras en una actitud que podríamos definir como “la víctima con hombría”. Les brilla un punto de humedad en el párpado inferior porque su corazón sangra, pero atacan la mesa con un sesudo dedo índice que, si la acción se repitiera cinco veces más, terminaría horadando el mueble con todo éxito. Aparte de que hablan golpeado, en tono marcial, y juran que no se les escucha prepotentes.

Están los que promueven y aceptan unas deportaciones y repudian otras, dependiendo del bando en el que milite la persona a quien se le podría deportar. O sea, la xenofobia selectiva.

Están las feministas pro-Correa y las feministas anti-Correa, que en el trance de atacarse ni se dan cuenta de cuánto y cómo se parecen entre sí. Y junto con ellas, los radicales de lado y lado que actúan en espejos pensando que lo que ven al frente no es necesariamente su reflejo. Están, por supuesto, los que dicen medias verdades, olvidando que, como dijo un gran poeta, “dirán que mientes dos veces si dices la otra mitad”.

Tal vez sea demasiado pedir, en un gran ejercicio de humildad, pedirnos a nosotros mismos dejar de mirar el error ajeno y corregir el propio. Subir un peldaño en la escala de la consciencia humana. Dejar de echar la culpa y hacernos responsables.  Sacar la viga de nuestro propio ojo para saber si lo que reluce en el ajeno realmente es una brizna de paja. Pues si nos exigiéramos a nosotros mismos la décima parte de lo que exigimos a los demás, otra sería nuestra realidad. (O)

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