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Wilfrido Muñoz Cruz

Sociedad del mínimo esfuerzo: entre diplomas sin sabiduría y productividad vacía

05 de junio de 2025

Vivimos tiempos en los que la comodidad ha dejado de ser un derecho alcanzado y se ha convertido en el refugio colectivo de la mediocridad. Nos enfrentamos a una cultura donde el ingenio perezoso —el del más listo, no el más sabio— ha desplazado al esfuerzo constante, la curiosidad rigurosa y la excelencia como valor. El pensamiento crítico se diluye, la creatividad se disfraza de ocurrencia rápida, y la eficiencia se interpreta como “hacer lo mínimo en el menor tiempo posible”.

El fenómeno es más profundo de lo que aparenta. Hoy, ser astuto —o como se dice en voz baja, “avispado”— se premia más que ser virtuoso. Se normaliza no leer, no pensar, no dudar. Se sobrevive con fórmulas precocidas, repitiendo narrativas superficiales. La pereza intelectual es justificada con discursos como “ya todo está inventado”, y el esfuerzo sostenido es visto como ingenuidad improductiva. El conocimiento ha sido reemplazado por la apariencia de saber.

La paradoja es inquietante: estamos rodeados de profesionales con múltiples títulos académicos, certificaciones internacionales y diplomas vistosos. Sin embargo, la sociedad no mejora, no se transforma, no avanza con la velocidad que se esperaría de tanto “saber acumulado”. Como señalaba Byung-Chul Han, vivimos en una sociedad del rendimiento, pero con una base vacía: “La hiperproductividad sin pensamiento nos acerca más al agotamiento que a la evolución”.

Lo que ocurre es una inflación de credenciales y una devaluación del conocimiento. Se educa para aprobar exámenes, no para crear soluciones. Se trabaja para cumplir horarios, no para generar valor. La lógica de los atajos ha contaminado todos los niveles: estudiantes que copian, empleados que sobreviven sin aportar, líderes que simulan gobernar. El sistema exige requisitos absurdos a unos, mientras permite que otros circulen impunemente con discursos vacíos y hojas de vida maquilladas.

Pero no basta con la crítica. Si algo nos exige este momento histórico es una refundación del valor social del esfuerzo, del mérito bien entendido, de la productividad con sentido. La sostenibilidad, en cualquier ámbito —económico, humano, cultural— no se logra con comodidad, sino con propósito. Aristóteles decía que el fin último del ser humano era alcanzar la eudaimonía, la realización integral. Para ello se requiere virtud, constancia y praxis: no solo saber, sino hacer bien lo que se sabe.

Necesitamos recuperar el valor del trabajo bien hecho. Revalorizar la artesanía del pensamiento. Apostar por soluciones nuevas, por procesos que generen riqueza verdadera, no solo réditos inmediatos. Volver a leer con pausa. A debatir con respeto. A crear con fondo, no solo con forma. La productividad no puede seguir siendo medida solo en números: debe ser entendida como la capacidad de transformar realidades con impacto positivo. En lugar de exigir más certificados, deberíamos fomentar más creatividad. En vez de tantos filtros burocráticos, deberíamos diseñar entornos que estimulen la innovación responsable. Como escribió Albert Camus, “no seremos dignos de nuestras ideas si no las encarnamos con coherencia”.

¿Y si empezamos por casa? ¿Si cada uno, desde su rol, se compromete a dejar de simular y empieza a construir? Se trata de recuperar la voluntad. De dejar la lógica del mínimo esfuerzo como norma, y convertirla en excepción. De comprender que la comodidad sin sustancia es apenas una antesala disfrazada del estancamiento. No se trata de romantizar la fatiga o glorificar la dificultad, sino de entender que el desarrollo —el verdadero— es hijo del esfuerzo inteligente y del pensamiento autónomo. Necesitamos volver a ser exigentes con nosotros mismos, no por obligación, sino por responsabilidad ética y social.

La sociedad no se redignificará con discursos motivacionales vacíos, sino con una revolución silenciosa del compromiso individual. Con menos diplomas de cartón y más ideas que transformen. Con menos “viveza” y más visión. Con menos simulación y más acción con sentido. Tal vez, en ese camino, logremos que el conocimiento vuelva a ser luz, no fachada. Y que el trabajo vuelva a ser un acto de dignidad, no solo de sobrevivencia.

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