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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Sin paraíso ni infierno

04 de octubre de 2015 - 00:00

“Esta tarde, he visto caminar la muerte por la calle más larga. Esta tarde, solo hubo en las esquinas un silencio inconcluso, lo que ayer fue una canción hoy es una mueca pálida. Esta tarde, cada lágrima ha caído con el peso de una piedra, se han callado los pregones con una tristeza de siglo. Cuando sea de noche llorarán las guitarras, temblarán los recuerdos, se mojarán los portales. Esta tarde, han llevado a Mala Suerte por la calle más larga, cuatro hombres han sentido el peso de sus huesos” (H.H.P.).

Así era vivida la muerte hasta hace poco en el pueblo. Largas y silenciosas caminatas que cruzaban casi todo el centro de la ciudad, realizadas por trasnochados de al menos dos amaneceres velando el difunto, quien inevitablemente debía recoger el eco de la larga letanía de las rezadoras, matizada con el sutil chasquido que salía de las mandíbulas mascadoras de roscas.

Olor a café permeado de una sutil carcajada surgida de la última anécdota del muerto. Amigos y enemigos.
Velorio, oportunidad de circular rumores e información, porque los encuentros alrededor de la muerte también eran políticos. Todo eso era posible, puesto que el ritual giraba en torno de los huesos que terminarían en el panteón pueblerino.

Nueve noches de rosarios se realizaban después, para garantizar que el alma purificada llegara al cielo, por si la misa no hubiera sido suficiente. Nadie, a no ser un ateo perdido, se atrevía a dudar que hubiera algo más allá, que el buen muerto iría al cielo, o el mal muerto, al infierno.

Donde quiera que fuese tendría vida después de su último suspiro en la Tierra.

Pero desde hace poco tiempo, la muerte está cambiando. Los velorios no son en casa, se realizan en las modernas salas de velación.

De una manera misteriosa no hay más cortejos, porque el muerto es ahora menos importante que la circulación vehicular, mejor dicho, la circulación de la mercancía, a la que nada ni nadie, peor unos cuantos huesos, debe interrumpir. Pero más aún, ya no solo desaparecen las rezadoras, las nueve noches y las masas trasnochadas que acompañaban al difunto, sino que también se diluyen los huesos, mejor dicho, los propios muertos.

Tras su último suspiro y por voluntad propia, son incinerados y el ADN es depositado en un lugar de la casa. El muerto y los deudos reafirman su creencia en Dios, pero muestran ahora serias dudas sobre la existencia de la vida después de la muerte, o al menos la resurrección en el Paraíso o el Infierno. Al desaparecer la noción cambia profundamente el sentido de la vida, y la sociedad se enfrenta al terrible problema de explicar la muerte real. De ahora en adelante, el sentido subjetivo que guiará la vida será tal vez el de lo efímero.

Las revoluciones políticas y aun las económicas se producen cada cierto tiempo, sobre todo cuando se agudizan las contradicciones, pero las revoluciones culturales se dan en momentos más complejos.

Hoy transitamos acaso hacia una nueva época, y un indicador de ello es la transformación de la noción de la muerte, debido a que, de pronto, ha desaparecido el paraíso. (O)

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