“Yo no voy a renunciar. Colocado en un trance histórico pagaré con mi vida la lealtad del pueblo, y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregamos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente”. Era martes 11 de septiembre de 1973, oíamos en Santiago la transmisión de sus palabras que reiteraban la evidencia de la despedida perentoria -días antes lo prometió al pueblo-: “Solo muerto me sacarán de La Moneda”, se difundía por Radio Magallanes, el único medio radial en el aire, otros habían sido destruidos por la aviación facciosa. El tenor de su voz solemne, el mensaje inteligente, claro, de principios que llegaba a todos, era el de siempre. No obstante, la dignidad, la valentía conocida del discurso allendista, tenía junto al poderío de sus convicciones la magia sentida del adiós de quien está más allá del bien o el mal. Hacía tres años del triunfo a la presidencia de Chile, un trienio mágico de días luminosos y penosos. Un régimen presidido por quien -como decía Unamuno- era un verdadero hombre llegaba a su fin, era consumido por la traición de uniformados y la acción de la derecha y la CIA. El último acto del hecho sedicioso, ideado por el Pentágono y la felonía de altos jefes militares chilenos, culminó con el asalto al palacio presidencial incendiado con bombas y obuses. La rendición de sus bravos defensores, civiles, escoltas del presidente, salvado de la muerte por la aparición providencial de los bomberos cuando, inermes y en el suelo, iban a ser aplastados vivos por un tanque de los golpistas. La muerte en combate de Salvador Allende es una lección histórica que no será olvidada jamás. Hace 42 años del cumplimiento del libreto desestabilizador programado por Nixon-Kissinger que, ejecutado sin escrúpulos por sus agencias, sobrepasaron la legalidad del Estado chileno, y abrió la ruta del terror con miles de muertos, torturados y desaparecidos, millones de personas sufrieron la rudeza del nuevo orden, otros tantos escogieron el exilio. La ultraderecha logró una victoria al derribar el proceso nacional patriótico que la Unidad Popular (UP), coalición de partidos de izquierda, propugnaba. El complot imperial, empero, estaba destinado a detener la vía pacífica al socialismo.
La conjura tuvo su comienzo brutal con el paro de dueños de camiones y buses que abastecían la larga y ancha geografía con alimentos y bienes vitales, y transportaban ciudadanos. La huelga de gremios profesionales, maniobra abyecta destinada a herir profusamente la epidermis del país de la estrella solitaria, fracasó, y no pudo vencer al conglomerado social: los obreros caminaban a sus labores, los universitarios, reemplazábamos en hospitales a quienes negaban al pueblo el cuidado de sus dolencias, miles de voluntarios descargaban insumos, toda la nación estuvo lista a dar su trabajo y tiempo por los demás. Pero había otro Chile, el de la trama fascista y atentados criminales, de la codicia empresarial, que saboteaba, arrojaba a los ríos la leche para crear escasez y cubría víveres con igual fin, hechos pagados con largueza por oro del imperio. “Estos rotos se la pueden”, dijo algún jefe ‘momio’ al fallar el paro. Pronto se confirmó el vaticinio en comicios de marzo del 73, la unión derechista fue vencida, la UP logró más votos que los obtenidos por el propio Allende. El plan político cumplido de recuperar para Chile la riqueza de manos foráneas: el cobre, el salitre, el carbón de igual modo las comunicaciones; la reforma agraria, en dominios que existían desde la colonia; dio frutos y solo pudo ser malogrado ahogándolo en sangre. El putsch de Pinochet lo hizo. Mas el espíritu de Allende está vivo: “Más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pasará el hombre libre”. Su profecía se cumple ahora en gobiernos de la Patria Grande. (O)
