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El Telégrafo

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Christian Gallo

De riesgos y catástrofes

07 de febrero de 2022

Hace una semana fuimos testigos de cómo la falta de prevención puede redundar en tragedia. Aún cuando se sabía de la posibilidad de que un aluvión como el sucedido en el año de 1975 podría repetirse, poco o nada se hizo para anticiparse a este escenario. La pregunta que se plantea entonces es: ¿lo sucedido en el sector de La Gasca, al noroccidente de Quito, pudo haberse previsto y por tanto evitado?

 

Es imposible desligar la existencia del ser humano de los conceptos de adaptación, evolución y supervivencia.  En efecto, si algo nos ha demostrado el proceso evolutivo es que la vida sobre la tierra nunca ha sido sencilla, pues nuestro planeta, así como nos ha acogido, en ocasiones, también nos ha aniquilado.

 

La historia de la humanidad está plagada de eventos catastróficos que han ocasionado la muerte de millones de personas. Terremotos, erupciones, huracanes, maremotos, inundaciones o plagas, son algunos de los eventos que han amenazado seriamente nuestra existencia.

 

En busca de una explicación, las primeras civilizaciones optaron por relacionar estos sucesos con lo sobrenatural. Así, en la antigüedad, las grandes catástrofes eran atribuidas directamente a los dioses y por tanto concebidas como manifestaciones de lo divino. No obstante, a medida que la humanidad desplazaba al mito y conquistaba la razón, empezó a tener una visión más clara respecto de su relación con la naturaleza.

 

Si bien la evolución ha permitido que el ser humano sea capaz de hacer frente (o al menos, anticiparse) a los embates de la naturaleza, también le ha dotado de la capacidad para comprender el rol que este desempeña en la producción de varios de estos eventos.

 

Hoy por hoy, resulta absurdo mantener la vieja postura de que la naturaleza es enemiga del hombre, que este nada puede hacer ante ella y que la explotación y el abuso de la misma se encuentra justificada puesto que las acciones del ser humano no influyen en los fenómenos naturales.  Sin embargo, esta premisa es la que continúa mandando en la mente de muchos que consideran que la destrucción de la naturaleza en pro del industrialismo es la única solución a los problemas de la humanidad.

 

Así, en pro del “avance”, el confort y la comodidad, hemos perdido noción de los riesgos que nos acechan y que, en la mayoría de los casos, nosotros mismos hemos creado. De esta forma, el concepto de “sociedad del riesgo” (risikogesellschaft) se plantea como fundamental para entender todo lo que nos sucede hoy y, bajo esa premisa, analizar si nuestras acciones son o no trascendentales en este momento histórico.

 

Ulrich Beck, sociólogo alemán, fue el primero en plantear este concepto en el año de 1986, en su obra “La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad”. En ella señala que las sociedades modernas tienen que reflexionar acerca de los riesgos que ha supuesto su avance. De ahí que lo fundamental sea distinguir entre riesgo y catástrofe. Riesgo como tal es un estado intermedio entre la seguridad y la destrucción y, por tanto, anterior a la catástrofe. A diferencia de esta última, el riesgo puede ser advertido puesto que es una anticipación, una escenificación, una aproximación de una posible catástrofe. 

 

Para Beck, la sociedad contemporánea vive expuesta a una serie de riesgos que su misma evolución ha generado. En efecto, el proceso de modernización manifestado a través de la construcción desmedida de sociedades industriales ha orillado a la humanidad a un escenario de tensión con la naturaleza. Así, si bien se pensaba que con la industrialización se reducirían los problemas, sucedió todo lo contrario. En este contexto, el ser humano debe ser consciente de que muchas de las catástrofes son producto de su accionar y que el reparto e incremento de los riesgos, curiosamente, obedece a un proceso de desigualdad social.

 

Quizá lo más sencillo sea el retorno a la incertidumbre y la justificación de que lo que le sucede al hombre no puede ser evitado por cuanto no se puede realizar un cálculo de riesgos. No obstante, esa es la salida fácil. La verdadera solución estriba en la construcción de lo que Beck denomina como “modernidad reflexiva”. Si queremos evitar la destrucción o los desastres no podemos continuar sobrellevando nuestra existencia desde el individualismo y la mera reacción, por cuanto “los errores de los demás pueden suponer para nosotros el mismo peligro que nuestros propios errores.”

 

Ejemplos de cómo este individualismo y facilismo nos acercan a la destrucción abundan, pensemos sino en la falta de compromiso de varios Estados en la lucha contra el cambio climático, en la explotación de reservas naturales o “pulmones planetarios” o incluso en la causa principal de la pandemia que tanto nos ha costado: un brote zoonótico debido a la ruptura de los límites entre los hábitats naturales y las actividades humanas.

 

Bajo esta premisa, no podemos usar ya como justificación que las catástrofes que suceden obedecen a eventos imprevisibles o sucesos incontrolables o fenómenos naturales extraordinarios. Al contrario, nuestra capacidad de supervivencia, tal como lo plantea Beck, está determinada por la capacidad de advertir los riesgos. Esa es la fuerza motriz política que nos debe obligar a tomar medidas a fin de evitar futuras catástrofes.

 

Finalmente, querido lector, lo llamo a la reflexión: ¿cuántos riesgos advierte usted en su ciudad y cuáles son las soluciones que las autoridades, que usted ha elegido, han planteado para ellas? Si la respuesta es negativa pregúntese entonces ¿qué fue lo que lo llevó a elegirlas? Ahora que estamos tan próximos a un nuevo período electoral es necesario recordar esto, pues no podemos olvidar que el primer acto de corrupción que un funcionario puede realizar es aceptar un cargo para el cual nunca estuvo preparado.

 

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