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El Telégrafo
Xavier Lasso

Ricaurte

19 de diciembre de 2017 - 00:00

Más de cinco lustros de cercana colaboración no bastaron. Hicimos muchas cosas juntos; a pesar de ser accesorios, nos habíamos ganado un espacio. Revistas culturales, La Liebre Ilustrada fue la de mayor trascendencia; revistas educativas; columna de opinión que jamás postergó su obligación de estar lista para los jueves, todos los jueves. Hasta que un día, ya habíamos empezado a transitar los años de la Revolución Ciudadana, no apareces, te borran, nada te explican, echan al tarro de la basura toda la ilusión sobre lo hecho que, parecía, había valido la pena.

El penoso momento empezó a ser notorio en las reuniones que, con el resto de columnistas, convocaba la señora entonces directora y propietaria del diario El Comercio. Mis colegas adquirieron un tono agresivo, era yo una suerte de infiltrado que desde ese momento, con un proyecto de poder diferente, empecé también a lucir apestado. Debí abandonar esas reuniones, no tenía sentido discusión alguna, imposible los acuerdos, la violencia de las palabras eran toda una provocación insana. Éramos dizque columnistas, supuestamente pensadores, que por sobre todo debían respetarse; y respeto era lo que se estaba ya perdiendo. Era 2007 e Israel había agredido por enésima vez a Palestina y sentí la necesidad de proclamarme palestino, como queriendo decir que mi piel también sentía tanta agresión, tanta violencia. Nunca esa opinión vio la luz, nunca se publicó. Me echaron sin siquiera un pequeñito gesto de cortesía. Guadalupe Mantilla me abofeteó la cara.

Rojo todavía, quise hablar, quejarme, dejar en claro que mi libertad de expresión había sido burlada. Con algunos amigos de ese entonces habíamos trabajado la idea de que la verdadera amenaza a la libertad de expresión provenía de los propietarios de los medios de información. Tenía mi prueba, otra pieza como para suscitar un debate y escapar a la reducida visión que desde los medios mercantiles se venía impulsando: los medios públicos, que recién se abrían paso en Ecuador, eran un error y una burla a esa cacareada libertad. Fui a Fundamedios, me atendió César Ricaurte y parecía que íbamos a levantar una alerta. Me pidió los antecedentes, los acopié y cuando estuve listo se los llevé. Todo fue penosa y vulgar tomadura de pelo; me dijo que, pensándolo bien, no daba para tanto lo mío. Que la señora tenía derecho a prescindir de un columnista y que me vaya con mi música a otro lado.

Desde ahí siempre me quedó claro que Ricaurte y su Fundamedios no defendían periodistas, defendían a las empresas y sus intereses económicos. En mi opinión, lo de él forma parte del poderoso discurso de lo establecido, por eso los espacios siempre le sobraron. Como Carlos Rabascall, yo tampoco podría entrevistarlo. (O)

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