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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Redes de gorilas

09 de mayo de 2016

Cada cierto tiempo, en Ecuador, se guisan rumores acerca de las fórmulas que se pueden urdir para sacar del gobierno a Rafael Correa. La fórmula terremoto, desinfectada por el discurso de la sociedad civil, quiso ser un fino recurso político para denigrar la composición del Estado después de Montecristi y los múltiples lazos institucionales que modulan la vida social, es decir, la democracia.

Ese exhorto discursivo no llegó lejos por la indiscutible realidad: el país está en emergencia y las prioridades se miden por las necesidades de la gente afectada por el sismo y no por la compasión de quienes tuvieron la suerte de no ser víctimas; solo este pequeño matiz transforma la sensibilidad colectiva, más allá incluso de la demagogia de políticos y medios que tiñen el desastre con el amarillismo más cruel.

Así, como la sociedad civil virtual es una madeja sin hilos y correspondencias de clase, enseguida sus efímeros activistas retornan, sin rubor, al nicho castrense, lo que desnuda su pobreza política concreta: en menos de un mes claman por una dictadura que reemplace al correísmo. ¿Ha visto el país tanta bajeza junta?

El desquicio, al parecer, tiene una suspicacia fenoménica: Correa sigue vivito y coleando. No está destruido (políticamente) como dicen, y menos está en plan de olvidar su razón social única: la gente. Es obvio que una lectura de este tenor limita otras interpretaciones del momento actual —más compleja que la descarada presión militar y militarista—, pero no hay que olvidar que la política ecuatoriana, hoy, gira en torno a un proceso y un líder, y que las condiciones sociales (más aún en medio de un desastre natural) resienten de una institucionalidad, sobre todo pública, a la que le cuesta mucho instituir y mantener canales de colaboración y coordinación que sustituyan, racionalmente, el caos y la desesperación de los damnificados. El ejercicio de una institucionalidad eficiente es parte del compromiso político de quienes trabajan para el Estado; pero no siempre esa articulación entre funcionario y razón social se halla atravesada por el deber y la solidaridad.

Tales falencias no se disipan con una dictadura militar. Si a cualquier incauto se le ocurre que la logística castrense es suficiente para, por ejemplo, guardar el orden en albergues o campamentos temporales, no está pensando en las posteriores dificultades y retos que sobrevienen en la vida de cada perjudicado: salud física y mental; duelo; empleo; educación de los hijos; economía familiar; construcción de la casita; deudas; nuevos préstamos; etc.

Pero es obvio que a los civiles militaristas que trinan en las redes solo les interesa la anarquía, la incertidumbre y anular la contingencia de que Correa consiga dirigir la superación del desastre a través del rol activo del Estado y la contribución de los sectores —internos y externos— que están al margen de la rencilla soldadesca (la vía rápida) y/o electoral (la vía legítima).

Si a la oposición le cautiva la idea de desterrar el caudillismo a través de un golpe de Estado militar —apuntalado por gorilas civiles innombrables—, quizá únicamente incite el ultraje a la democracia y la vuelta de la represión. (O)

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