Cada cierto tiempo, en Ecuador, se guisan rumores acerca de las fórmulas que se pueden urdir para sacar del gobierno a Rafael Correa. La fórmula terremoto, desinfectada por el discurso de la sociedad civil, quiso ser un fino recurso político para denigrar la composición del Estado después de Montecristi y los múltiples lazos institucionales que modulan la vida social, es decir, la democracia.
Ese exhorto discursivo no llegó lejos por la indiscutible realidad: el país está en emergencia y las prioridades se miden por las necesidades de la gente afectada por el sismo y no por la compasión de quienes tuvieron la suerte de no ser víctimas; solo este pequeño matiz transforma la sensibilidad colectiva, más allá incluso de la demagogia de políticos y medios que tiñen el desastre con el amarillismo más cruel.
Así, como la sociedad civil virtual es una madeja sin hilos y correspondencias de clase, enseguida sus efímeros activistas retornan, sin rubor, al nicho castrense, lo que desnuda su pobreza política concreta: en menos de un mes claman por una dictadura que reemplace al correísmo. ¿Ha visto el país tanta bajeza junta?
El desquicio, al parecer, tiene una suspicacia fenoménica: Correa sigue vivito y coleando. No está destruido (políticamente) como dicen, y menos está en plan de olvidar su razón social única: la gente. Es obvio que una lectura de este tenor limita otras interpretaciones del momento actual —más compleja que la descarada presión militar y militarista—, pero no hay que olvidar que la política ecuatoriana, hoy, gira en torno a un proceso y un líder, y que las condiciones sociales (más aún en medio de un desastre natural) resienten de una institucionalidad, sobre todo pública, a la que le cuesta mucho instituir y mantener canales de colaboración y coordinación que sustituyan, racionalmente, el caos y la desesperación de los damnificados. El ejercicio de una institucionalidad eficiente es parte del compromiso político de quienes trabajan para el Estado; pero no siempre esa articulación entre funcionario y razón social se halla atravesada por el deber y la solidaridad.
Tales falencias no se disipan con una dictadura militar. Si a cualquier incauto se le ocurre que la logística castrense es suficiente para, por ejemplo, guardar el orden en albergues o campamentos temporales, no está pensando en las posteriores dificultades y retos que sobrevienen en la vida de cada perjudicado: salud física y mental; duelo; empleo; educación de los hijos; economía familiar; construcción de la casita; deudas; nuevos préstamos; etc.
Pero es obvio que a los civiles militaristas que trinan en las redes solo les interesa la anarquía, la incertidumbre y anular la contingencia de que Correa consiga dirigir la superación del desastre a través del rol activo del Estado y la contribución de los sectores —internos y externos— que están al margen de la rencilla soldadesca (la vía rápida) y/o electoral (la vía legítima).
Si a la oposición le cautiva la idea de desterrar el caudillismo a través de un golpe de Estado militar —apuntalado por gorilas civiles innombrables—, quizá únicamente incite el ultraje a la democracia y la vuelta de la represión. (O)