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El Telégrafo
Orlando Pérez, Director de El Telégrafo

¿Qué está fallando en el progresismo de América Latina?

29 de octubre de 2015 - 00:00

Al impacto ocurrido con la crisis política de Brasil, ahora se suma el resultado electoral presidencial de Argentina. En los dos casos hay algunos indicios para pensar hasta dónde el progresismo latinoamericano vive un momento particularmente complejo y con visos de agudizarse, aunque no necesariamente sea un pronóstico de su desaparición o declive crítico.

Primero: Ningún gobierno progresista ha tenido fácil su gestión. Desde intentos de golpe y desestabilización hasta la confluencia de un aparato mediático y político muy bien articulado han sido obstáculos permanentes, sin descontar una estrategia económica para impedir el desarrollo de políticas y medidas para romper la matriz capitalista tradicional. Por tanto, no podemos decir que ha sido un camino lleno de rosas.

Segundo: Para aplicar sus programas de gobierno (todos de corte popular, ni siquiera comunista o socialista ortodoxo) se ha tenido que soportar la resistencia de las élites y de la misma cultura social. Romper con privilegios de burócratas, prebendas de empresarios y grupos políticos tradicionales significó una dura lucha, desgaste de tiempo y, cómo no, la pérdida de aliados que se sumaron a los triunfos electorales con el único objetivo de imponer sus visiones corporativas y hasta privadas.

Tercero: Si bien los recursos económicos -gracias a los altos precios de las materias primas- significaron una gran inyección a la inversión pública y a atender las necesidades atrasadas y hasta crónicas de los pueblos, no fue ni es suficiente para superar el retraso de décadas. Pero también es cierto que en ese desarrollo económico surgieron los ambiciosos que mal usaron el dinero y malgastaron los recursos públicos. Y eso, para variar, fue y sigue siendo explotado por la derecha y la prensa, como los grandes factores para su deslegitimación.

Cuarto: Hay un desgaste político natural después de más de diez años del ejercicio gubernamental, pero no por ello se ha logrado romper el equilibro ni superar la hegemonía de la derecha enquistada en grupos empresariales, mediáticos y hasta religiosos y culturales. Por eso era (en unos casos) y es (en la mayoría) imprescindible y urgente reinventarse a partir de los mismos anhelos y objetivos políticos estratégicos. No se trata de negarse o traicionarse. Al contrario, todos esos programas, como parte de un proceso constituyente intenso y complejo, tienen tanta vigencia para construir otros modelos y arraigarse en la población para superar las inequidades y desigualdades crónicas.

Quinto: Todo esto ha ocurrido en democracia. Por más totalitarismo que endilguen, los gobiernos progresistas han respetado las leyes y hasta la cultura de la democracia ‘burguesa’ y en ella han ocurrido los cambios. Y por lo mismo, hace falta profundizar el sentido democrático con más democracia y con mejor participación. Nuestro modelo no puede ni debe ser la democracia europea y estadounidense, sino la que seamos capaces de construir colectivamente.

Por todo ello, es la gran ocasión para reflexionar por encima de los ‘módulos’ de análisis que se quieren imponer con el único afán de volver al pasado neoliberal, ahora sí, bajo el manto de la armonía, el multicolor abrazo banal y esa supuesta bondad de que no hay derechas ni izquierdas, ideologías o doctrinas. Esos cantos de armonía falsa obligan al progresismo imaginar su presente y futuro con mejores y mayores convicciones. (O)

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