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El Telégrafo
Roberto Follari (*)

Política no es psicología

19 de septiembre de 2014

Dentro de la vulgarización del debate público que se establece hoy en variados países latinoamericanos por vía de los medios de emisión hegemónicos, hay un lugar común que se repite donde hay gobiernos que hacen defensa de los intereses populares: sus autoridades serían ‘peleadoras’, ‘conflictivas’. En cambio, los líderes de derecha serían gentes serenas, equilibradas, casi angelicalmente ecuánimes.

Esta maniquea distorsión puede entenderse en términos intelectuales desde la noción de ‘reducción’. Se trata de reducir lo político y su complejidad a una simplificación banal, de orden no político sino pretendidamente psicológico: estaríamos ante una cuestión de carácter, de tipo de personalidad, de estilo de subjetividad. Poco menos que habría que resolver en el consultorio psicológico por qué nuestros gobiernos con sentido popular (Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela, incluso el hoy electoral Brasil) son llevados por autoridades que, curiosamente, prefieren la aspereza del conflicto a la amable resolución consensuada de las situaciones.

Lo primero a señalar es que jamás existen tales soluciones consensuadas; si todos nos ponemos de acuerdo, será porque unos ganan y otros aceptan perder. Habitualmente, con gobiernos conservadores y liberales, los fuertes ganan, los débiles pierden, y todo sigue siempre igual. En tales casos, y para no cambiar nada, no se necesita enfrentar conflicto alguno. Pero cuando uno quiere cambiar algo, el conflicto aparece. Cuando se enfrenta al poder establecido, no hay acuerdo ni armonía posibles: hay que prepararse para el conflicto y sostenerse en él sin renuncias ni abdicaciones. Para hacer una tortilla debe romperse huevos: de tal modo, todo gobierno que pretende cambios serios asume conflictos. A diferencia del que nada quiere cambiar, que vive en perfecta armonía con lo establecido.

Como se ve, la cuestión es político-ideológica, y nada tiene que ver con consideraciones de carácter personal. Y lo mismo sucede con otros rubros, que aquí solo enuncio, pero podrían desarrollarse largamente: por ej., el liderazgo popular personal no es un invento demagógico, sino la necesidad de sintetizar la pluralidad de las demandas equivalenciales en un solo haz discursivo y una sola conducción política. O el supuesto hegemonismo de los gobiernos populares, el cual no responde a ninguna pretensión totalitaria, sino -exactamente por el contrario- a la necesidad democrática de aunar fuerzas suficientes para que el poder político se imponga sobre el económico o el geopolítico de las grandes potencias (poderes que, solo en el caso de los gobiernos de carácter ideológico popular se oponen a ese poder político).

Estemos atentos, entonces, a rechazar la reducción psicologista de los fenómenos políticos. Estos no se entienden por las características personales de sus actores. Por el contrario, esas características individuales, en todo caso, resultan funcionales -o dejan de serlo- a condiciones político-estructurales que las trascienden y atraviesan.

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