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Dice la canción que 20 años no es nada… ¿qué diremos de 9 años de un proceso político que ha sorteado la maledicencia de sectores ajenos a hacerse cargo de la realidad? Creo que hay 2 puntos claves para la disquisición.
Separemos, con ánimo explicativo, el liderazgo de Rafael Correa y el Gobierno. Ciertamente la presencia de un líder como él —un fenómeno político con alcances inesperados en sus inicios— dio identidad a eso que empezó a denominarse “revolución ciudadana”, una vez que se lograron apoyos, alianzas y una hoja de ruta que clausuraba el pasado y veía la necesidad de descartar dogmas de plastilina.
El Gobierno, en cambio, no solo se vio marcado por esa figura vigorosa sino que se fundió con el imperativo político de hacer camino al andar en un período en que la región paría dirigentes a tono con sus nuevas condiciones y determinaciones históricas. Ergo, el peso de una presencia, requería, además, un parteaguas, un gobierno que trastocara las reglas de la lucha por el poder político en el Ecuador, es decir, rescatar al Estado. El gobierno de Correa ha sido, esencialmente, la materialización de esa aspiración, amén de lo que implica resignificar al Estado a pesar del consenso de las clases altas.
Así, Correa como líder y el Gobierno como centro de disputa de poder no se disocian. Pero la tipificación de semejante ejercicio demanda otros refuerzos, pues el discurso con que se intenta difamar al correísmo pasa incluso por la urgencia de desmontarlo cueste lo que cueste.
En un primer tiempo la oposición vio en el Presidente el blanco de todos sus dardos, porque él encarnaba, supuestamente, Gobierno y Estado, en un caricaturesco análisis político a priori. Pero en los últimos meses, en cambio, el desplazamiento de la crítica ha pasado al gobierno en pleno, o sea, una entidad tomada —más allá de Correa pero con su hipotético auspicio— por funcionarios ladrones de la peor ralea. Síntesis: los gobiernos de izquierda también son corruptos.
Una de las virtualidades del progresismo regional ha sido que su instalación en el orden democrático trajo, sobre la marcha de gobernar, cuestionamientos sustanciosos sobre política, Estado, economía, clases sociales, mercado, poder mediático, etc. Al calor de ese debate, por ejemplo, el liderazgo de Correa resultó chocante, y es que un individuo, casi desclasado en el imaginario de las elites, no estaba llamado a alterar las referencialidades de clase ni los límites entre lo privado y lo público.
En ese contexto gobernar supone, entonces, hacerlo con otros valores, esencialmente éticos; sin embargo, la ética no es un hecho social individual ni una conducta (masiva) construida en un recipiente antiséptico. Gobernar es aprehender la realidad; y realidad es aquello que se tiene y lo que hay que trabajar/transformar, y no lo que se anhela tener y/o hay que imponer. La realidad está llena de virtud y dignidad, e incluso llena de farsa y miseria espiritual. Se gobierna con todo, se gobierna la realidad.
Gobernar la realidad es avivar una ética social y política distinta, capaz de disolver la inercia colectiva y no solamente refunfuñar por el fenómeno Correa. (O)