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El Telégrafo
Xavier Guerrero Pérez

¿Nos acostumbramos al trago amargo?

14 de febrero de 2022

La ciudadana ecuatoriana María Soledad Reyes, dama, periodista deportiva radicada en Canadá, ha optado por ser valiente, señalar sin miedo, y compartir con las audiencias presentes en redes sociales, y posteriormente a la opinión pública del país, lo que vivió en cierta emisora radial con sede en la ciudad de Guayaquil. En cuatro videos, la periodista Reyes fue categórica en su postura. Bastaría verla: sin temor y con seguridad aseverar, entre otras cosas: “(…) lo peor (…) fue lo que vivieron las mujeres que trabajaron (…) eso no lo dice nadie, pero es un secreto a voces dentro del periodismo; porque a mí, chicas me vinieron a denunciar que les pidieron favores sexuales a cambio de poder trabajar en esa radio (…)”. Descarto exageración si afirmo que sus revelaciones han causado conmoción en la sociedad. No obstante, y previo a desarrollar lo que he manifestado, quiero responder a la pegunta: ¿Nos acostumbramos al trago amargo?

 

Sin temor a equivocarme, sí. Los comentarios de la periodista Reyes han puesto a flote cuál es el pensamiento absolutamente equivocado de mis companeros hombres. Desde luego, no son todos. Sin embargo, preocupa que una parte importante de “hombres” lo sostenga: “y por qué esperó tanto tiempo para decirlo”, “y por qué no denunció”, “Y dónde están las supuestas víctimas”, “conocemos a la persona que ella menciona, que es el propietario de la emisora: es un señor, muchos anos sabiendo de su rectitud”, “él no necesita que le defendamos, ya que sus logros lo protegen y eso no perdonan quienes no lo conocieron o no lo imitaron”, “yo lo conozco hace muchos años en varias facetas y no dudo de que él haya sido y es un señor”… Parecen odas a una persona. Decía mi abuelo Francisco Diógenes: “Cuando mucho llueve, es síntoma de inundación”. Recuerdo a mi consejero espiritual jesuita: “Cuando una mayoría se une y hay indicios de que hay oscuridad ahí, hay un perverso espíritu de cuerpo, generalmente movido por afinidad de algún tipo”. Me alerta que, inclusive, existan compañeros hombres que se mantengan “muting por el foro”: no digan algo; se mantenga en silencio. Perdónenme, pero el cometer la acción como el quedarse en silencio los vuelve, al perpetrador como al “testigo” sujetos comunes. Ese panorama me conduce a pensar que nos hemos acostumbrado al trago amargo. Sí, a que, o bien seamos abusadores, o, en el mejor de los casos, a conocer de estos hechos y tolerarlos o guardar silencio, con lo cual también los aceptamos implícitamente. Hasta la fecha he visto a una sola persona (humildemente me excluyo, así como a contados compañeros hombres que sí lo han hecho) decir, sean estas palabras o similares: “Lo que se hizo fue abusar de la mujer. Se actuó con fines protervos. Hubo un aprovechamiento doloso, para lograr un fin que irrespeta a la otra persona en su condición, la denigra, y la despedaza emocionalmente hablando”.

 

Es más, en relación con lo que anteriormente esgrimí, recuerdo con claridad una conferencia dictada hace varios años atrás por un sacerdote de la Iglesia Católica, diocesano, sobre el sacramento de la confesión (también llamado de la penitencia o de la reconciliación). En un punto de la misma, el sacerdote compartió que dentro de las confesiones lamentablemente es muy común escuchar a víctimas de acoso y de abuso sexual, subrayando (al auditorio) que no teníamos ni idea del dolor con el cual la persona ultrajada llega a “esa casita que hace frío” (le llamaba así al confesionario, porque contaba con aire acondicionado), el cual se percibe cuando se escucha su voz, y que tampoco podríamos imaginar la laceración en el alma de quien ha sido aprovechada por otra persona. Estrictamente hablaba de quienes exigen relaciones sexuales a cambio de brindar empleo o mejorar condiciones laborales. Pienso que quienes hoy cometen estos actos inhumanos (más allá de que sean delitos o inclusive si no lo sean), no aman a sus familiares (especialmente a sus progenitoras) ni a sí mismos.

 

Retomando lo que decía en un principio, respecto a la señora inquietud social que la dama María Soledad Reyes ha causado con su testimonio; a partir de sus publicaciones digitales se pudo observar como otras damas empezaron a vencer el miedo (tal vez parcialmente) e indicar que también han sido víctimas de acoso, sea en la universidad donde se formaron, sea en algún espacio laboral donde colaboraron o, quizá, donde siguen colaborando. Quiero detenerme por un momento en el pánico parcialmente superado. Señoras y señores, aquí hay que tener empatía y sensibilidad. Puede ser muy sencillo para una persona que no ha sufrido el apuntar a alguien y decir: “pero lo que tenía que hacer era hablarlo”. De nuevo: discúlpenme, pero tal idea carece de empatía y de caridad fraterna. Tal vez si realizaramos el ejercicio de ubicarnos “en los zapatos de” quien ha sido o es víctima y pensar qué es lo que transita o ha transitado por la mente de la abusada (o abusado, en mucho menor grado pero no descartable que exista algún caso) para inmediatamente decir: “no es sencillo”. Solo quien ha sido acosado(a) o abusado(a) puede, con autoridad y contundencia: “se vive una película de terror en carne propia, en 4K”. Desde esa posición, entonces, es posible comprender por qué el miedo no se vence o se vence parcialmente: las represalias; aquella porción significativa de la sociedad que inmediatamente pedirá “pruebas”, como si la palabra valiera menos que nada; la revictimización; o el que “como tuve algunos errores en el pasado, ajenos a lo que hoy me ocurre o me ocurrió, entonces lo que hoy difundo se justifica o es probable que sea visto como “normal””.

 

Ayer justamente lo conversaba con una dama en redes sociales: en lo que a mí respecta, jamás en lo que llevo de vida, habiendo ocupado posiciones en el sector privado y en el sector público (llegando a cargo prácticamente similar al de un ministro de estado), y en la docencia en entidad pública y en entidad privada, nunca se me ocurrió utilizar mi posición para llevarme a la cama a una persona de sexo femenino mediante el conceder algo que estuviese en mis manos y usarlo como “moneda de cambio”. Como paréntesis, echando un vistazo a las redes sociales, personas que se identifican con sus datos y con su foto dirigen la mirada a sectores donde estos hechos se dan, que para nuestros mayores sería y es impensable que se suciten, a saber de quienes lo dicen: ciertas universidades; algunas instituciones públicas; varias entidades privadas; puntuales emisoras radiales; incluso uno u otro estamento religioso. Sinceramente: esta malsana actitud parece una plaga que se propaga sin freno.

 

Ahora bien, por mi experiencia, sí debo decir que en los estratos públicos, privados y hasta en organizaciones no gubernamentales no existe hoy en día canales que permitan alertar a las autoridades de potenciales violaciones a los derechos humanos (sí, la dignidad, el derecho a decir que no, y la garantía de que no voy a ser sexualmente vulnerado(a) ante una necesidad, son parte de los tan ansiados derechos humanos universales), entiéndase: asuntos internos, comités de ética, o menos burocráticos como el anonimato hacia quien toma decisiones en una institución de cualquier tipo. No hablamos de conocer, socializar, sancionar y repudiar los hechos “a diestra y siniestra”, sí una vez que se conoce de un posible caso, se investigue primero, y se proceda como ya he transcrito. Y, por Dios, descartar la famosa “recomendación”: investiguemos a quien envió la alerta de forma anónima.

 

Concluyo tan solo con lo que ayer también sugerí: hace falta formación, desde el hogar. De principios y valores… de virtudes, casi nadie habla de ello. Si hoy se profundizara esa máxima, no tendríamos víctimas, y los victimarios serían conocidos, identificados en su actuar, censurados por su canalla conducta y el mensaje a quien intente ofrecer para tranzar con favores sexuales sería: “Si das ese paso, tu vida se irá al abismo”

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