Los daños que sufren las víctimas de abuso sexual infantil son innegables, y aunque a veces resulta difícil dimensionarlos, el trauma deja una huella que se queda grabada en su memoria emocional de por vida.
Con las niñas, el ensañamiento es mayor, pues ante el mismo crimen, ellas deben cargar en sus espaldas mínimas el peso de la violencia de un embarazo. En este abismo que es solo femenino, muchos adultos, de forma insensible, esperan de ellas actitudes que a sí mismos no se exigirían.
El trato despiadado e indolente hacia las niñas víctimas de violencia sexual, de parte de ciertos grupos sociales, del Estado, de algunos asambleístas, e incluso de activistas, profesionales y “expertos” causa indignación.
Lejos de responder desde la ética de cuidado y auxilio a niñas en experiencias límite, fuerzan posturas, se imponen, tratan de decidir sobre sus cuerpos y sus conciencias, y bajo el subterfugio de “protección” les niegan sus derechos y así limitan su existencia.
En un país aconfesional como el nuestro, los prejuicios y las creencias religiosas no deberían condicionar, en lo más mínimo, el avance de leyes que necesitan estar al servicio de toda la ciudadanía, sin discriminar. Intrinca que estas creencias, que bien podrían apelar a la compasión, sirvan para justificar la coerción de las víctimas.
Invocar a fortalecer esfuerzos y acciones de prevención de delitos sexuales, de atención y reparación a las víctimas –esfuerzos con los que coincidimos– no pueden reemplazar la decisión de garantizar sus derechos hasta ahora vulnerados, y tampoco condicionar la respuesta a una acción de autocuidado y reparación para sus vidas: la interrupción de un embarazo no deseado, riesgoso y forzado.
¡Que nada ni nadie nos impida ver que las niñas siguen siendo niñas, no madres! Y como tales, tienen derecho a vivir su niñez, a ser cuidadas, a no ser violentadas (y no nos referimos únicamente a sus agresores) sino a la sociedad y sus leyes que las someten y atormentan cuando más vulnerables y vulneradas han sido. (O)
