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El Telégrafo
Karla Morales

Mi derecho y el derecho de todas

02 de noviembre de 2014

Tenía 3 años cuando intentaron abusar sexualmente de mí y logré evitarlo. A partir de ese momento adquirí conciencia de que mi condición de mujer en ningún momento le concedía a otro el derecho de sentir libre acceso a nuestros cuerpos ni le otorgaba al Estado otro derecho que no sea el de proteger la vida. Protegerla tanto como debe proteger el derecho a la libertad y a decidir. Y esa protección implica la creación de mecanismos y leyes que le permitan a las mujeres ser mujeres, desde cada una de sus realidades y necesidades.

Procurando garantizar derechos esenciales e inherentes a su condición de mujer sin ser condenadas por ello. Es decir, es deber elemental de los gobiernos implementar políticas públicas, que si bien son dictadas de manera general, reflejen y permitan el desarrollo individual de cada ciudadana. Dicha implementación implica el cumplimiento de dos requisitos indispensables: la existencia de estudios especializados en la materia que se trate y la difusión y participación de las pretensiones estatales con la sociedad civil. Sin contar con esos dos factores, cualquier intención estatal, especialmente en materia de vida y salud pública, está condenada al fracaso.

En América Latina la situación de los derechos sexuales y reproductivos, al igual que en otras partes del mundo, ha sido incorporada en la agenda política gracias principalmente al impulso del movimiento de mujeres en los últimos años. Logrando avances importantes como elevar su conceptualización y ser considerados derechos también humanos. En este sentido, es indiscutible el efecto regional que posee el desarrollo legislativo alcanzado en otros países, como España; sin embargo, se trata de un proceso en construcción, que se enfrenta, además, a distintas ideologías, muchas contrarias a la ampliación de los derechos humanos hacia espacios de autonomía sobre el propio cuerpo y la sexualidad. Ahora, solo Cuba permite el aborto libre.

En el otro extremo, Chile, El Salvador, República Dominicana y Nicaragua (desde 2009) no permiten el aborto aun en casos en los que la vida de la mujer corra peligro. En otros países, el aborto es ilegal, aunque las leyes contemplan excepciones a la pena cuando el embarazo supone un riesgo para la salud física o psíquica de la madre (aborto terapéutico) y en otras circunstancias puntuales; cuando el feto presenta malformaciones graves (aborto eugenésico) y/o si el embarazo es consecuencia de una violación (aborto ético).

Es fácil determinar, por simple sentido común, que la tendencia humana es satanizar todo lo que a nuestra moral resulta inconcebible. Así, satanizamos históricamente desde el rock hasta las faldas. Es más cómodo culpar lo inerte antes que reconocernos responsables y libres. Lo mismo pasa con la sexualidad y reproducción. El ser humano, por default, prefiere huir, evadir y esconderse antes que enfrentar, decidir y asumir. No se trata de promover el aborto como bandera blanca para la promiscuidad, aquello no estaría más alejado de la realidad.

Se trata, en simple castellano, de promover una sexualidad responsable; permitir el ejercicio de libertades en un marco de respeto de derechos; no condenar lo diferente;  mejorar los programas de salud pública, bienestar social y desarrollo familiar; recordar que una vida con miedo a lo distinto no es vida; y que la construcción de una familia no nace de jerarquizar el derecho a habitar este planeta. En mi caso, jamás me practicaría un aborto y las políticas públicas existentes deben garantizarme ese derecho. Es mi derecho, y el de todas, que nuestras libertades y el ordenamiento jurídico vigente no respondan a la moral de turno.

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