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Un país fallido es cuando se vuelve ingobernable, un caos y sus potencialidades no son utilizadas al servicio del desarrollo nacional sino de fuerzas destructivas internas, empresas transnacionales y potencias extranjeras que saquean sus riquezas naturales y humanas. México es en gran parte un país fallido. La Revolución Mexicana de Francisco Madero, Pancho Villa y Emiliano Zapata llegó a su punto más alto con el presidente Lázaro Cárdenas y la nacionalización del petróleo el 18 de marzo de 1938. Después, hace más de 60 años, se institucionalizó la corrupción en todos los sectores de la vida nacional: la ‘mordida’ (pedir un porcentaje de dinero en la gestión pública), el ‘destapado’ (el poder que tiene el Presidente de la República del Partido Revolucionario Institucional, PRI, de escoger y anunciar a su sucesor), el apoderamiento de las mafias de las drogas de muchos gobiernos municipales y zonas geográficas del país (unido a la guerra entre los carteles, los decenas de miles de asesinatos y desaparición de migrantes y de sus oponentes), la invasión del capital extranjero (con la zona de libre comercio con Estados Unidos y Canadá), múltiples monopolios existentes en diversos sectores. Además, la privatización de las principales empresas del Estado (la fraudulenta privatización de Pemex que convirtió a Carlos Slim en la persona más rica del planeta. La privatización de la industria del petróleo (con el actual gobierno de Enrique Peña Nieto). La manipulación cultural y de conciencia de la población (principalmente a través de la empresa Televisa). La sistemática eliminación de adversarios políticos (“El Gobierno mexicano es responsable de la desaparición de al menos 512 personas entre 1969 y 1985 en el estado de Guerrero”; la guerra sucia iniciada por Felipe Calderón en diciembre de 2006 produjo más de 100.000 muertos y 26.000 desaparecidos; el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad contabiliza 13.755 muertes en el actual gobierno de Peña Nieto en los 8 primeros meses. En 2012, había 53,3 millones de pobres (45,5 por ciento). Las masacres de estudiantes (de la plaza de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, donde fallecieron entre 300 a 500, asumió la responsabilidad Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, que fue el ministro de la gobernación y posteriormente presidente; y el martirio, asesinato y desaparición de 43 estudiantes de magisterio de Ayotzinapa, el 6 de septiembre de 2014, ordenados por el alcalde de Iguala, Jorge Abarca y la complicidad del gobernador Ángel Aguirre, constituyen la historia del derrumbamiento de esta nación.
El sádico y perverso asesinato de los estudiantes de Ayotzinapa a la altura de los peores métodos de la Inquisición católica medieval, de la Gestapo en el gobierno nazi de Hitler y los métodos de investigación de algunas potencias actuales, fue ejecutado con premeditación, saña, alevosía y sangre fría, con el objetivo de aterrorizar, paralizar, dar escarmiento a la población para que no proteste y se organice. Se utilizaron múltiples métodos de tortura y asesinato emulando los peores crímenes de la historia de la humanidad. Fueron desollados, incinerados vivos, asfixiados, decapitados y desaparecidos. Ninguna palabra puede expresar tanta brutalidad para vergüenza de la especie humana. Se intentó silenciar a los estudiantes: lo más puro, noble e insobornable de toda sociedad. Felizmente, los resultados han sido lo contrario de lo que querían sus mentalizadores. La atrocidad cometida, como ninguna otra, sigue desatando protestas y repudio en todo México y en todo el planeta. Se ha perdido el miedo en la población mexicana y el Gobierno central, por más que amenaza, por vez primera no cumple sus fatídicos antecedentes ávidos de sangre.
Se reinicia una nueva etapa de esperanza para el pueblo mexicano.