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El Telégrafo
Xavier Villacís

La peste de Maduro

31 de agosto de 2018 - 00:00

Que solamente Nicolás Maduro cargue a cuesta la destrucción del país que gobierna es ciertamente algo injusto. Por muy Maduro o bruto que sea -para el caso resulta lo mismo- hay que darle a cada quien corresponda la parte de la autoría del infierno que es hoy Venezuela. Es así que, de existir justicia divina, a Chávez -por ejemplo- le atizarían un poco más el fuego eterno a cada paso dado por los millones de venezolanos que van huyendo de la tierra que los vio nacer por culpa de una banda de narcotraficantes y ladrones que han vuelto a la otrora Arabia Saudita de América Latina en una patria repleta de corrupción, violencia, hambre y miseria.

En razón de esto no es solamente Maduro el que expulsa a un pueblo de su tierra, el que destroza familias, el que volvió a los venezolanos esclavos de la miseria; no es solamente el exchofer de buses culpable de esa diáspora. Tan responsable como él, resultan, entre otros, los hermanos Castro, Daniel Ortega, Rafael Correa, Evo Morales, los Kirchner y tantos más que aplaudieron la desgracia que padece Venezuela o medraron, sea de las riquezas de esa nación o del manual chavista para emular igual atraco en sus respectivos pueblos. Sin olvidar a los Diosdado Cabello, a los El Aissami, las Tibisay y muchos más chavistas que han devastado la tierra de Rómulo Gallegos y de Arturo Uslar Pietri.

¿Qué hacer? ¿Esperar cruzados de piernas que Maduro y la pandilla de robolucionarios bolivarianos se largue algún día por su cuenta? ¿O motivar al pueblo venezolano, a los millones de padres de familia que lloran cada noche de dolor e impotencia ante la muerte o el hambre de sus hijos, a decidirse de una vez por todas a acabar con la peste de Maduro? Una nación no puede permitirse seguir viendo a sus hijos huir a pie sin rumbo cierto, errantes por otros países, cargados de dolor y desesperación, en razón de respetar formalismo o esperar que la presión internacional resuelva lo que ellos, solo ellos, tienen toda la autoridad moral y derecho de resolver o dar por terminado. (O)  

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