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El Telégrafo
Juan Montaño Escobar

Luto en Barrio Caliente

09 de marzo de 2016 - 00:00

Nuestra impaciencia con aquel determinismo histórico se volvió, entre otras cosas, fútbol. Cuando al barrio llegaba una de aquellas leyendas todos queríamos estar en sus zapatos, porque la comunidad salía a festejar al héroe del balompié, a mirar con ojos propios al mito andante. Ítalo Estupiñán Martínez no pasó por la Polverita sino que fue directamente al Aucas, apenas pasaba de los quince años, se tenía tanta fe que no necesitó del refuerzo moral del aplauso esmeraldeño. Años más tarde, futbolista en reposo, volvería a mirar el mural de piedra que Efraín Andrade estampó en el frontispicio del estadio Folke Anderson y se preguntaría si el elogio en piedra negra antecedió a los retornos gloriosos, el suyo y los de otros.

El periodismo futbolero suele cotejar sus explicaciones con analogías tan gráficas y explicitas que nadie tiene el valor de discutirlas, se las lee o escucha y punto. Cuando Ítalo Estupiñán llegó al Macará el barrio le llamaba Yerbita, evolucionó a Arponero Negro por cuenta de Ronald Murillo y en México, Ángel Fernández, otro narrador de partidos, lo convirtió en Gato Salvaje. Las analogías descifran las metáforas del balompié. Nunca sabremos por qué el periodista mexicano colocó a Ítalo en el Ayé (panteón afroamericano) futbolero con ese pseudónimo, pero adivino que a Ronald se le ocurrió después de leer Moby Dick. Ambos apodos retratan su ánimo canchero.

Hay que interpretar el relato periodístico para volver a imaginar a Ítalo Estupiñán corriendo el último cuarto de cancha como quien surfea sin tabla o rompe olas fabulosas a pura potencia barriocalenteña con ese corazón alebrestado que el pasado martes 2 de marzo se detuvo repentinamente y para siempre. Las penas del fútbol esas si son penas verdaderas, porque la ética del vecindario empuja al lamento por el último aplauso jamás otorgado o porque la nostalgia nos hace una mala jugada al convencernos de que se acaba la liga de los extraordinarios; por supuesto que no es cierto, aunque cada domingo de mal fútbol nos devuelva a las añoranzas.

Ítalo, uno de los dilectos de Barrio Caliente, sus frecuentes llegadas a la esquina de La Número 1, para que le hicieran el gasto de la conversa sus carnales,  devolver saludos de la admiración inagotable y recibir con acostumbrada sencillez los elogios de siempre. Él parecía no creer en las hazañas de tal o cual partido que el cariño esmeraldeño y ecuatoriano las hacía desmesuradas, esas gentilezas también ocurrían en México.

Por estos años ya no mostraba la estética desafiante del Black Power, el afro-look, no faltaron cronistas que dedicaron líneas al peinado como si fuera el símbolo del goleador tumba gigantes, ¿moda o actitud cimarrona? Quién sabe. En todo caso, afro-gol. Barrio Caliente retiene la memoria de una de sus personalidades emblemáticas, su traslado al este (u oeste) de la vida nos obliga a recordar a quienes construyeron la fama del Barrio y a colocar sus nombres en lugares de impacto reflexivo. (O)    

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