El rafaelino es el originario de un lugar fijo, inamovible. Es un gentilicio. Con esta palabra se expresa una procedencia geográfica. En Ecuador, en el mapa de las ideologías políticas, ese gentilicio expresaría un lugar específico de lo incontestable, inapelable, inmutable y fijo. Expresa la práctica concertada que justifica lo arbitrario, intolerante y absurdo.
Atrás quedaron el correísmo o el correato como categorías que podrían estudiarse en el futuro. Hoy aparece una nueva manera para formular un fanatismo específico por una persona sin poder, sin ideas, sin convicciones, sin alma. Que vomita insultos, conspiraciones y resentimientos por las redes sociales. Pocos lo acompañan e imitan y esos pocos extremistas son los rafaelinos. Se trata de una obsesión personal que se despojó de toda forma de ropaje ideológico, si algún día lo tuvo.
Dos ejes transversales forman un diagrama al graficar las ideologías de forma general. Centenares de pequeños cuadrados, que se atraviesan y separan dentro de uno más grande que los contiene, son la representación de las distintas ideologías en el mundo occidental.
Pero según los rafaelinos, totalitarios por antonomasia, izquierda y derecha son lo único que pueden mirar en la política. Si el totalitario es izquierdista, todo lo que le parezca discrepante es la derecha universal. Lo mismo sucede en sentido contrario. En este punto desaparecen los matices de cualquier tipo y aparecen las interpretaciones absolutistas hechas por el amado líder.
Es insignificante que la figura más influyente para los rafaelinos crea que la derecha es todo lo que le resulta diferente. Eso no importa. Lo auténticamente riesgoso de esta interpretación simplona de la política es que quede gente que crea apasionadamente en esto, que sus posiciones se extremen en el espectro de las ideologías, que recluten nuevos adeptos y que este fanatismo sea conducente a legitimar posiciones filoterroristas. (O)
