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El Telégrafo
Karla Morales

Los informales del fútbol

21 de diciembre de 2014

Un estadio es a los hinchas lo que un espejo a nuestro reflejo: nos calca, nos define, nos salva o nos condena. Entiéndase salvar, por alegrarnos la semana y condena porque, fácil, si el equipo pierde, nos caga la vida (al menos hasta la siguiente fecha del campeonato). Bueno pues, si lo que uno quiere es calcar a un guayaco y cachar qué lo mueve, se va a un clásico. Y  yo fui.  

No es la primera vez. Sin embargo, cada encuentro del astillero se siente diferente. No solo porque es un ejemplo de matemáticas y del buen uso del endemoniado Baldor, pues si algo saben los eléctricos y los toreros es llevar las cuentas de las veces en que pisan el césped juntos. Sino que también te permite, descubriendo cada rostro, darte cuenta de que hay personajes invisibles, que también son hinchas, y con quienes solemos mantener los diálogos más precisos y cortos. La interacción con ellos se limita a:
-“Cuánto vale”,
-“Deme $1”,
-“Tssss, dame, dame, estás haciendo tus navidades”.

Ellos, los que vemos y no vemos, son los informales del fútbol. No existe un Municipal que los reprima, pero las miradas inquisidoras y su oficio, durante 90 minutos, son los peores verdugos. El tolete es bien reemplazado por un empujón. La mayoría, por el calor del momento, no alcanza a notar que a quien empujan e insultan suele ser un niño. Un enano flaco que mira despabilado a otro de su edad bien resguardado por un papá con ínfulas de superhéroe o que mira a los jugadores como soñando ser uno de ellos. Estos pequeños vendedores ambulantes son la imagen física del sector informal, ese sector que en La Perla parece no tener derechos.

En un clásico al que fui hubo algo que me llamó la atención: de 5 niños chicleros que vi, 3 eran niñas.  Parece ser que la agilidad y creatividad que requiere la economía informal, le calza más al género femenino. Las mujeres son las que reúnen más frecuentemente estos “talentos”, en virtud de la discriminación sexual y social de la cual son objeto y que las entrena, desde su infancia, a cultivar las habilidades necesarias para vivir pese a los espacios limitados que la sociedad les asigna. Es de notoriedad pública que la participación numérica de las mujeres y niñas en el sector informal supera a la de los varones.

Mientras con un ojo veía los goles con otro veía al pequeño vendedor que por dos minutos solo pensaba en lo mismo que yo: un gol. Se me hizo inevitable no entrar en una veta de rabia y recordar a los niños que construyeron el estadio de la Commonwealth en Nueva Delhi.  Les pagaban $3 por el día y les prometían pan y leche. Tenían entre 2 y 7 años, la situación a la que estaban sometidos era infrahumana y más de 45 de ellos murieron cumpliendo su jornada diaria. No pasa con los nuestros, pero el encabronamiento se asemeja.    

La situación de los informales en Guayaquil es caótica y en ella prima la violencia, esa misma violencia que el cabildo dice rechazar. La situación de los derechos de los niños en el Ecuador es igualmente preocupante, especialmente si tomamos en cuenta que, de acuerdo a encuestas, la mayoría de niños y niñas trabajadores asegura estar en las calles por ayudar a su familia en donde usualmente falta el padre o -de tenerlo- no es quien soporta la carga de la economía familiar. Según estadísticas del portal ‘Ecuador en Cifras’, hasta el 2006, existía una ausencia de padres a hijos equivalente al 61,44 % a nivel nacional.

Con mis pequeños acompañantes ves otro partido y entiendes que la vida, así como te regala a un Blanco para que te alegre con goles, también te estrella y te grita que en el lugar menos pensado, a donde vas a sacarte el día, hay niños y niñas que simplemente tuvieron menos suerte que tú.

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